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“Mis papeles dicen Jamer Augusto Carupia, pero yo me llamo Pamela”

Una indígena transexual lucha contra todos los prejuicios. Pese a la discriminación, hoy es lideresa en el resguardo Carmatarrúa, ubicado en los límites de los municipios de Andes y Jardín.

Brahian Ríos García*
26 de agosto de 2016 - 11:45 p. m.
Pamela es la secretaria de la Junta Directiva de Deportes del resguardo indígena Carmatarrúa. Foto: Óscar Julián Montoya.
Pamela es la secretaria de la Junta Directiva de Deportes del resguardo indígena Carmatarrúa. Foto: Óscar Julián Montoya.

Después de varios meses, por fin llueve. Del techo del Coliseo Municipal de Andes, escurren gotas de agua que van a dar a la cancha donde diez deportistas corren de un lado a otro tras un balón naranja, el cual anhelan encestar ante la mirada atenta de unos cuantos curiosos que hacen las veces de espectadores; aunque los aparatos electrónicos de bolsillo se roban la atención por momentos y el espectáculo deportivo pasa a un segundo plano.

En medio del partido, una mujer de cabello oscuro, de rasgos indígenas, cruza la puerta principal del Coliseo: luce una chaqueta negra y un jean ajustado que delata su figura masculina. Camina tímidamente y, con mirada confundida, busca a los suyos entre los asistentes. Ellos están hablando en su lengua nativa mientras ríen a carcajadas sentados en una de las gradas al extremo de la puerta principal. Ella, con su mano derecha, les hace un ademán y se encamina hacia allá.

Su caminar es lento y, en el afán de parecer femenina, con cada paso menea su cadera hacia los lados mientras avanza por las gradas. Llama la atención de los asistentes, quienes la observan detenidamente. Llega, saluda, se sienta y descarga la mochila que sostenía en sus hombros, cruza una pierna sobre la otra y disfruta del deporte que más le gusta; aplaude con desánimo una jugada que no resultó.

Pamela es una transexual de la comunidad Embera Chamí que vive en el resguardo indígena Carmatarrúa, ubicado en los límites de los municipios de Andes y Jardín. Tiene 30 años y es la segunda de los cuatro hijos del matrimonio de Ana Cibrila Tazcón y Gonzalo Carupia. Su visita a Andes se debe a que conformó un equipo de baloncesto en compañía de otros indígenas y de varios andinos con el fin de competir en un torneo interbarrios que se realiza en el municipio.

Pamela (abajo, en el centro) hace parte de la Junta Directiva de Deportes del resguardo indígena Carmatarrúa. Foto: Óscar Julián Montoya.

Un niño queriendo ser niña

Cuando Jamer Augusto era un niño, disfrutaba pasar las tardes enteras jugando con muñecas en compañía de sus primas y sus amigas: las peinaba, las bañaba y las cambiaba de ropa. Eran sus hijas y él era la mamá. Nunca entendió el porqué no sentía interés por los carros que sus padres le obsequiaban y prefería dejarlos guardados e irse a escondidas a maquillarse donde sus papás no lo vieran; también le gustaba diseñar vestidos para las barbies con retazos de ropa vieja.

Nunca le interesó compartir con niños y, a muy temprana edad, entendió que no quería ser más él sino ella. A los 13 años, tomó la decisión de compartir la buena nueva con sus familiares y amigos: se iba a transformar en mujer.

La noticia tomó por sorpresa a sus padres, pero no pareció extrañar a amigos y vecinos. Todos le brindaron su apoyo. Tiempo después se independizó económicamente de sus progenitores, se dejó crecer el cabello, compró maquillaje, faldas, tacones y jeans ceñidos al cuerpo con las ganancias de su oficio como agricultora y artesana. Se denominó Pamela, dejando el Jamer solo como un ‘sobrenombre’ en su documento de identidad.

Extraña en tierras lejanas

Debido a que Pamela había vivido en el resguardo los 22 años que tenía para esa época, decidió saber cómo era la vida lejos de la tierra que heredó de sus antepasados. Un día cualquiera se fue rumbo al Quindío con una maleta llena de chiros y la incertidumbre que le despertaba mudarse a un lugar que nunca había visitado.

Llegó a la ciudad de Armenia donde la esperaba una amiga que había conocido tiempo atrás en el Bar Kosta Azul, de Jardín. Pamela decidió explorar el mundo de la prostitución y encarar una realidad distinta a la que le había ofrecido el campo.

En una esquina del centro de esta nueva ciudad se encontró con su amiga, cerca de un hotel de mala muerte, donde hospedarse por unas horas en compañía de algún desconocido costaba poco más de 20 mil pesos. Nerviosa y expectante, luciendo una chaqueta negra, un jean ajustado y unas botas de cuero que le llegaban a las rodillas, jugaba con su cabello.

Hasta allí se acercó un hombre de baja estatura, cuerpo atlético, ojos claros y cabello corto, en evidente estado de embriaguez. Para sorpresa de la amiga y hasta de la misma Pamela, el tipo de escasos 30 años estaba interesado en la transexual. Ella coqueteó un poco con el apuesto joven, tal cual se lo había indicado  antes su amiga  mientras se organizaban para salir a pescar a algún ‘ganoso’. Pactaron el precio, el tipo aceptó la tarifa sin ningún reparo. La agarró por el brazo y la encaminó al hotel.

Minutos después, el hombre giraba con dificultad la llave para abrir la puerta de la habitación. Entró, se quitó la camiseta, se arrojó sobre la cama: del cuello le colgaba un medallón ovalado que decía Cabo Segundo y luego un nombre común en la región. Pamela entró nerviosa, ya le habían advertido que a veces los clientes se ponían violentos cuando estaban pasados de copas. Era su primer día, su primer cliente y no quería empezar así, siendo golpeada, por lo que, sin decir una sola palabra y antes de que se lo exigieran, se desvistió y comenzó a trabajar.

Una vez consumado el acto, el hombre sacó de uno de sus bolsillos varios billetes arrugados, eligió dos de 20 mil pesos y con una sonrisa dibujada en su rostro le obsequió otro de 50 mil y salió de la habitación con el número telefónico de Pamela para un próximo servicio. Sin embargo, ese fue el primero y el último.

No le gustó esa vida puesto que estar de pie hasta altas horas de la noche, con hambre, con frío, a la espera de alguien, no le parecía fascinante. Además, corría el riesgo de que quizá la golpearan, no le pagaran y de pelearse con alguien más.

De vuelta al campo

Abandonó la ciudad. Se instaló en una finca cafetera en las afueras de un pueblito cerca de la capital del Quindío y allí se quedó cuatro años recolectando café. En ese lugar conoció el amor. Un hombre de origen campesino, de tez clara y ojos de color café, conquistó a Pamela. Los detalles fueron irresistibles para ella, por lo que meses después le dio el sí cuando él le propuso que fuera su esposa.

Compartieron durante casi cuatro años, viviendo juntos bajo el mismo techo de una casa rústica cercana a la finca en la que ambos trabajaban, y donde se conocieron. Pamela fue feliz con su rol de ama de casa. Para ella, no era rutinario despertarse muy temprano en las mañanas para prepararle el desayuno a su esposo. Barría, trapeaba, cocinaba y lavaba la ropa. Luego, se iba al cafetal a llevarle el almuerzo y se quedaba trabajando con él.

Durante ese tiempo conoció de eso que tanto añoraban sus amigas del Bar Kosta Azul: un hombre que las quisiera de verdad, las sacara de esa vida y les “pusiera techo”. En más de una ocasión, Pamela se imaginó envejeciendo junto a su amado puesto que era un hombre serio, no como los hombres de sus anteriores relaciones que, una vez disfrutaban de sus caricias, la hacían a un lado.

La felicidad, dicen, es un momento. Y ese momento llegó a su fin cuando estaban próximos a celebrar su cuarto aniversario; hacía unos meses habían regresado a tierras paisas, vivían en Hispania. Un día, la actitud de su enamorado cambió repentinamente. Pamela sospechaba que su pareja frecuentaba a otra persona. Después de una fuerte discusión, su esposo reconoció que tenía una amante; además, le confesó que estaba casado por la iglesia hacía más de dos décadas, y de ese matrimonio tenía un hijo de 15 años.

Pamela decidió terminar la relación de inmediato. Entre lágrimas, empacó su ropa en una maleta. No hizo caso a las súplicas del hombre, quien le insistía de rodillas que considerara perdonarlo. Se fue y no regresó. Decidió que era tiempo de volver al resguardo.

El regreso a casa

Un día cualquiera, así como cuando se fue, retornó. La recibieron sus padres que para entonces se habían divorciado. Nunca había perdido contacto con sus familiares y allegados. Una vez en el resguardo, le asignaron un poco menos de dos cuadras de tierra en la que ahora cultiva café y plátano, y tiene varios animales de corral.

Se dedicó por completo a la actividad agropecuaria y retomó también la artesanía. Teje bolsos y hace alfarería; estos productos los suele vender con regularidad por encargos. Estudió en un proyecto del Sena denominado Administración de Fincas Ganaderas y fue la mejor de su curso.

Retomó la pasión por el deporte. Es una jugadora talentosa de baloncesto. Actualmente, es la secretaria de la Junta Directiva de Deportes del resguardo indígena Carmatarrúa y tiene bajo su dirección a un grupo de niñas y otro de niños, a quienes les enseña a jugar baloncesto. Con este último, se inscribió para participar en el torneo interbarrios en Andes, competición que reúne a once equipos de Hispania, Andes y Jardín.

También tiene un taller de alfarería en el patio trasero de su hogar donde les enseña a los niños el arte de sus ancestros. Fabrica piezas embera en barro y arcilla. Es una apasionada por las tradiciones de su pueblo, aunque ha adquirido muchas costumbres del ‘hombre blanco’. Con frecuencia, usa tenis Adidas o Nike y prendas propias de la moda occidental.

De nuevo en el Coliseo

Pamela se dirige a uno de los camerinos, se cambia de ropa y luce su uniforme. Una balaca morada en la frente detiene la capul de su peinado para que el pelo no le estorbe. Entra a la cancha driblando con fuerza el balón y sobre la carrera lo suelta en el aire, la pelota golpea el tablero y rebota entrando en el aro.

Ella aplaude y motiva a sus pupilos que hacen una fila uno tras del otro esperando su turno para repetir el movimiento de su maestra. Son los ejercicios previos de un partido que no ha iniciado, pero que, saben, van a perder ya que el equipo rival los supera en talla y habilidad.

Transcurre el partido. Pamela corre a toda velocidad de un lado para el otro, hace pases, lanzamientos y en ocasiones gana sus propios rebotes; señala indicaciones que son atendidas con obediencia por sus compañeros de equipo. El marcador no es favorable, están abajo por veinte puntos y falta un minuto para finalizar el partido.

***

Los transexuales han aumentado considerablemente en los últimos años en el resguardo. Pamela fue una de las primeras que, restando importancia al qué dirán, decidió ser feliz reconociéndose como mujer. Con ese valor, se ha ganado el respeto y la admiración de su comunidad; pero se ha derrumbado por momentos, cuando la sociedad la discrimina.

El caso que le ha generado mayor indignación fue el de la negativa de la Universidad Católica de Oriente para aceptarla en un programa a distancia para culminar sus estudios de bachillerato. Pamela afirma que, aunque siguió los requerimientos que exigían, no le dieron cupo, casualmente, después de realizar una entrevista con los directivos, como lo exige el proceso de admisión. Le informaron que le hacían falta documentos cuando ella, según afirma, los había adjuntado todos. Ante su reclamo, le manifestaron que lo sentían, pero que debía esperara hasta una próxima convocatoria.

Sin embargo, hoy Pamela le resta importancia a ésta y a otras situaciones de discriminación de las que ha sido víctima. Dice que seguirá luchando por sus sueños. Anhela culminar el bachillerato e ir a la universidad para estudiar una carrera humanística con la que pueda servirle a su comunidad. También ahorra desde hace un buen tiempo para realizarse una cirugía plástica y corregir así el error de la naturaleza que la hizo hombre cuando siempre ha sido una mujer.

*Este artículo fue publicado en el periódico De la Urbe, de la Universidad de Antioquia

donbryantt@gmail.com

Por Brahian Ríos García*

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