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No los salvó ni la Madre Laura

La nueva santa católica dio su vida por la de los embera katíos. Sin embargo, esta cultura fue diezmada y desterrada por guerrilleros, paramilitares y narcos, en torno a la represa de Urrá.

César Rodríguez Garavito y Natalia Orduz Salinas
11 de mayo de 2013 - 09:50 p. m.
Una monja Laurita en una de las  travesías por las tierras de los  embera katíos. / Archivo particular
Una monja Laurita en una de las travesías por las tierras de los embera katíos. / Archivo particular

Sólo tres horas en carro nos separaban de Tierralta, uno de los epicentros del conflicto armado colombiano; desde finales de los ochenta, el municipio sirvió de sede a la ofensiva de los grupos de autodefensa, los narcotraficantes y la clase política regional para desterrar a la guerrilla que asolaba la zona y hacerse con las tierras fértiles, el agua, los minerales, los cultivos de coca. Para ello estimaron preciso desarraigar a más de 30.000 habitantes de Tierralta, perpetrar 22 masacres en el departamento de Córdoba y asesinar a cientos de personas, entre ellas al menos nueve líderes indígenas del pueblo embera katío opuestos a la construcción de Urrá, la represa emblemática del desarrollo económico de la región que los paramilitares respaldaban con fuego.

Dos horas más en lancha y estábamos en el corazón del resguardo embera, en la comunidad de Sambudó. “El Estado y las empresas quieren explorar los recursos naturales de los territorios indígenas”, dijo más tarde en su exposición el extinto líder embera Neburubi Chamarra, mientras en el único tablero de una escuela en ruinas destellaba un mapa de los resguardos indígenas colombianos. “Y lo que tenemos los emberas es agua”.

Se acercaba el final de 2009 y eran evidentes las señales de debilitamiento de los emberas tras más de 15 años de resistencia a la represa y a los actores armados. Lucían vacíos muchos de sus tambos, viviendas de madera y sin paredes apostadas a lado y lado del río Sinú, que los emberas han construido por siglos sobre pilares que las protegen de las inundaciones. Corriéndoles al hambre y a la violencia —a la escasez de pescado causada por la represa, a las minas antipersonas de la guerrilla y a las amenazas de los nuevos grupos paramilitares—, sus antiguos habitantes ocupan ranchos de invasión en Montería; o se suman a los desplazados emberas que deambulan descalzos por Bogotá, para curiosidad de los capitalinos sorprendidos por las caras pintadas de las mujeres, los vestidos multicolores adornados con diseños geométricos, los collares variopintos con motivos de aves.

No era la primera vez que la presencia de los emberas en la ciudad alertaba sobre lo que estaba sucediendo en Urrá. Ya habían pasado la Navidad de 1999 en cambuches improvisados en los jardines del Ministerio del Ambiente, a donde habían marchado y estuvieron cuatro meses para protestar por no haber sido consultados, como lo ordenaban la Constitución y la ley, antes de la construcción de la represa de Urrá, que estaba a punto de ser llenada. Regresarían en 2004 para denunciar el incumplimiento gubernamental de los acuerdos que habían puesto fin a la marcha anterior. Esta vez fueron desalojados de los jardines del ministerio y terminaron dando vueltas por el barrio La Candelaria y el exclusivo parque de la calle 93.

Siguiendo el recuerdo de los emberas perdidos en Bogotá, nos internamos en la historia de la represa de Urrá y, de la mano de Neburubi, en los territorios y las comunidades indígenas afectados por ella. Pero a medida que nos desviábamos del río Sinú y bajábamos por el Verde y el Esmeralda para entrevistar a otras comunidades emberas, fue claro que el litigio sobre la consulta era apenas un hilo de un tejido intrincado que entrelazaba los procesos medulares de la violencia y la disputa por la tierra y los recursos naturales en la Colombia de las últimas dos décadas: el ascenso del paramilitarismo y su penetración en la política; el involucramiento profundo de las Farc en el narcotráfico y en la lucha por controlar los lugares de cultivo y transporte; el desplazamiento forzado y la usurpación de la tierra; la complicidad de amplios sectores del empresariado rural con el despojo y la violencia; la carrera por los recursos naturales en un país que gira hacia una economía minero-energética, y el impacto trágico de todo lo anterior sobre los pueblos indígenas.

ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR*

El peligro es lo primero que se siente en el aire. En la boca de la represa de Urrá, en Puerto Frasquillo, los retenes militares y los interrogatorios desconfiados —“¿quiénes son?”, “¿a qué vienen?”— traslucen la tensión de la disputa armada por el control de la región entre el Ejército, las guerrillas, los neoparamilitares, las bandas criminales y los narcotraficantes, en combinaciones varias. Cualquier duda sobre los intereses en juego se evapora al ver pasar las lanchas rápidas de la Armada Nacional, que siguen la rutina del gato y el ratón con las embarcaciones ligeras que transportan coca, con las que nos cruzamos río abajo por el Sinú.

* Del libro Adiós río. La disputa por la tierra, el agua y los derechos indígenas en torno a la represa de Urrá, publicado por Dejusticia.

Por César Rodríguez Garavito y Natalia Orduz Salinas

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