Retrato de Providencia (I)

A propósito del escalamiento del litigio con el país centroamericano por las aguas del mar Caribe, el impacto de la pérdida de 75 mil kilómetros en esta pequeña isla del archipiélago de San Andrés.

Alfredo Molano Bravo *Especial para El Espectador
03 de agosto de 2013 - 09:00 p. m.
Retrato de Providencia (I)

Providencia, la isla, es un paraíso de 9 kilómetros de largo, 17 kilómetros cuadrados de playas y montañas. La más alta, El Pico (The Peak), desde donde en días claros se puede ver el continente, es decir, Nicaragua, se eleva 360 metros sobre el beso del mar.

Está rodeada por una barrera de arrecifes coralinos de 32 kilómetros que amansa las olas; rendidas forman un mar de aguamarinas azules profundos, verdes luminosos; un mar de pancoger, donde los raizales —población nativa— pescan langosta, bonito, pargo y, hasta no hace mucho tiempo, caracol pala. Viven también del cangrejo negro que baja al mar a desovar en abril y mayo, cuando aparecen las primeras lluvias, y vuelve a treparse a la montaña en agosto; son miles de miles: la carretera que bordea la isla se cierra a su paso.

Los raizales también cultivan yuca, plátano, boniato, coco, naranjas. Del coco —convertido en copra— y de los cítricos vivieron mucho tiempo, llevándolo a Cartagena en goletas. Son un pueblo anfibio, como lo dice su plato más común: el rondón, de rond down, el movimiento que se hace en la olla al cocinar yuca, plátano, coco, dumpling y pescado.

Sostienen que hablan una lengua vernácula, originada en el inglés del siglo XVII, con gramática y fonética particulares. Old Providence fue durante varios siglos posesión de los ingleses que llevaron al archipiélago el tabaco, el algodón y la esclavitud. Fue también escondedero de piratas, bucaneros y corsarios, hasta que uno de ellos, Louis Aury, enemistado con Bolívar, declaró el archipiélago, en 1818, parte de las Repúblicas Confederadas de Buenos Aires y Chile. Murió en 1821. En 1822, un puñado de notables influidos por Luis Perú de Lacroix adhirió a la Constitución de Cúcuta, fundadora de la Gran Colombia, cuya acta no ha podido ser mostrada por el gobierno colombiano.

Providencia y Santa Catalina están a 775 kilómetros de Cartagena, a 220 de Nicaragua y a 90 de San Andrés, distancias que le han permitido a la isla conservar su identidad cultural y económica. La ley de colombianización de 1812, que favoreció la migración de continentales, impuso el castellano en las escuelas y declaró el catolicismo religión oficial de los isleños. Ni siquiera la declaratoria de puerto libre que hizo Rojas Pinilla de San Andrés en 1953 ha podido cambiar su carácter.

Hoy, el 94% de la población residente en estas dos islas es raizal y el 6% es forastera. En 1991 el movimiento raizal dio un primer paso para protegerse de la invasión continental con la creación de la Oficina de Control, Circulación y Residencia (Occre), que alinderó las características de la población raizal, puso condiciones al forastero para trabajar y residir en el archipiélago y limitó al turista su permanencia. Aunque politizada por las administraciones de San Andrés, la reglamentación ha sido más rigurosa en Providencia y Santa Catalina y ha logrado así conservar gran parte de las tradiciones culturales y económicas de las dos islas hermanas y, sobre todo, su medio ambiente.

Es posible que el panorama comenzara a turbarse con el descubrimiento que hicieron aquellos viajeros inquietos y aventureros de la llamada generación beat o hippie a mediados de los años 60, que, como se recordará, eran libertarios, fumaban marihuana y rechazaban el consumismo. Providencia y el sur de San Andrés constituían, para hippies como Angelita y poetas nadaístas como Gonzalo Arango, un refugio contra la brutalidad y la intrascendencia del capitalismo.

Quizá sin proponérselo regaron el secreto de una tierra más auténtica que poco a poco atrajo turistas que, por lo demás, fueron bienvenidos y acogidos por los raizales. Pero no llegaron solos. Más tarde, y por distintos caminos, fueron llegando empresarios y narcotraficantes que vieron en la isla un lugar ideal para hacer negocios y abrir rutas. Unos encontraron paisajes y recodos privilegiados para construir hoteles y otros se toparon con navegantes excepcionales que conocían las Antillas occidentales como la palma de la mano.

En realidad Old Providence se fue divorciando del modelo de desarrollo de San Andrés a partir de la declaración de puerto libre y de la construcción de un muelle comercial. Los negociantes de Maicao, Panamá, Curazao invirtieron en la isla mayor, la poblaron, compraron una parte importante de sus tierras y arrinconaron a los raizales, con lo que la convirtieron así en un enclave de capitales nacionales e internacionales.

No obstante, algunos raizales de Providencia —que veían en el desarrollo de San Andrés un espejo donde mirarse— renunciaron a esa perspectiva y dieron una enconada lucha contra una docena de grandes proyectos de desarrollo en hotelería y turismo. Uno de sus más elocuente logros —que se convirtió desde entonces en una trinchera contra la urbanización— fue la declaración, en 1995, del Parque Nacional Natural Old Providence McBean Lagoon —al noreste de Providencia—, que hace parte de la Reserva de la Biosfera Seaflower, desde 2000, y de las Áreas Marinas Protegidas del Archipiélago, desde 2004.

Los planes de ordenamiento territorial han limitado desde entonces las áreas de construcción y han definido sus materiales, alturas y ubicación. La presión de inversionistas forasteros en turismo o de empresas inmobiliarias ha ensayado todo tipo de estrategias legales e ilegales para debilitar al movimiento raizal y así poder adquirir tierras e invertir a sus anchas. Vale la pena agregar que en los últimos 10 años se han vendido muchos predios a forasteros que de manera ilegal consiguen posteriormente los permisos de construcción, o adquieren casas que después remodelan.

Se supone que en zonas de frontera los extranjeros no pueden ser dueños de terrenos, pero hay muchas mañas para poder adquirirlos. Se han utilizado poderosas palancas sobre altos funcionarios y legisladores, se han financiado campañas electorales, se ha chantajeado y amenazado tratando de desvirtuar las leyes protectoras, sin ningún resultado, gracias a la creación de un comité de veeduría cívica que vela por que se cumplan las normas de conservación ambiental y territorial.

La otra gran amenaza ha sido el narcotráfico que utiliza al archipiélago como estación de rutas hacia EE.UU. y Centroamérica y saca grandes ventajas de la experiencia que como navegantes tienen los isleños. En general los narcos abastecen de combustible sus lanchas rápidas, algunas con dos motores de 200 HP, o “preñan” con cocaína los trasatlánticos en operativos hechos en alta mar.

En Tampa hay cerca de 80 muchachos isleños presos, lo que da una medida del ritmo del narcotráfico. En la remisión de utilidades, también las islas son un puente muy socorrido; los dólares entran como mercancías que terminan limpiando su pecado original en los mercados del continente. Sin duda, parte de esos dineros se convierte en capitales que buscan ser invertidos rentable y legalmente.

* Espere mañana: el impacto sobre la pesca.

Por Alfredo Molano Bravo *Especial para El Espectador

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