Publicidad

Riochiquito

El escritor y sociólogo que mejor conoce el conflicto colombiano reconstruye el surgimiento de las Farc hace 50 años. Hoy, el poblado donde fue el bombardeo conocido como Las Delicias.

Alfredo Molano Bravo
21 de julio de 2014 - 02:00 a. m.

Al empezar a recorrer el caserío de Riochiquito, me detuvo el inspector de Policía y me invitó a una reunión con los notables del pueblo. Es una región en la que nadie puede andar como un forastero sin decir quién es y a qué vino. Los invitados eran cinco y fueron llegando uno a uno. Miraban desde la ventana de la oficina, que da a la calle; examinaban el tema y los asistentes y se decidían a entrar. A mí me interesaba la reunión y quería saber cómo había cambiado la región desde cuando la República Independiente de Riochiquito fue liquidada con los bombardeos y el Estado recuperó la soberanía perdida, según la denuncia de Álvaro Gómez Hurtado en 1962. El inspector comenzó la entrevista como si la estuviera esperando, y los demás invitados lo interrumpían para complementar lo que la autoridad decía.

La fuerza pública duró unos tres años en puestos fijos, patrullando y promoviendo el regreso de la población que había sido obligada al éxodo. La gran mayoría salió con “el solo encapullado”. Unos aceptaron la orientación de la guerrilla de salir por el Rionegro de Narváez hacia Símbula y por ese camino –el mismo que Marulanda y sus hombres habían transitado después de la Operación Marquetalia en 1964– llegar al sur de Tolima. Otro grupo de familias salió por Araújo hacia Belalcázar, donde el Vicariato de Tierradentro lo esperaba y lo protegió. Por fin, mucha gente fue emigrando hacia Huila, principalmente hacia los pueblitos de Pacarní, Teruel y sobre todo La Plata. Unos pocos se trasladaron a Caquetá y nunca regresaron. La gran mayoría fueron campesinos que trabajaban fincas relativamente recién colonizadas; sin duda, muchas abiertas durante el período de la primera violencia. Charro Negro, Ciro y Marulanda promovieron esa ocupación y el vicario de Tierradentro –que entre paréntesis obedecía directamente al Papa– tuvo idéntica política agraria, sobre todo buscando la ampliación de los resguardos indígenas hacia esa frontera con Huila. Los paeces han sido más fieles a los mandatos de la Iglesia que los campesinos y los indígenas pijaos. Como es explicable, casi todos los campesinos que entraron a colonizar o que huyeron de la guerra no tenían escrituras sobre sus fincas; bastaba con que los vecinos reconocieran la ocupación de hecho, o que existiera una carta-venta.

Cabe recordar que la Operación Riochiquito –el bombardeo propiamente dicho– hizo parte de la operación Meteoro, diseñada por Valencia Tovar, y tuvo un componente de acción civil muy fuerte que no era incompatible con la organizaciones que había impulsado Ciro Trujillo ni con las que después el Ejército apoyó hacia 1968 con programas de retorno que se reducían a invitaciones por la radio, sobre todo la del Vicariato, y a la dotación de herramientas y semillas.

Como es natural, quise conocer el lugar donde Ciro Trujillo vivía, que a veces era finca y a veces comando y que, como se dijo, se llama hoy Las Delicias. Queda a unos 20 minutos del Riochiquito actual. Es efectivamente como me lo imaginaba: metido en los pliegues de la cordillera y siempre nublado y lluvioso a pesar de estar en la cota cafetera. Es un caserío donde viven 47 familias de indígenas nasa, constituidos como cabildo local y prolongación del Resguardo indígena de Avirama de Tierradentro. La zona indígena tiene unas 25 casas construidas al amparo de la llamada Ley Páez, que facilitó con exenciones tributarias la inversión privada y creó un conjunto de programas con los que el Gobierno buscó solventar los efectos de la catastrófica avalancha del río Páez ocurrida en 1994. Fue un desastre ocasionado por un temblor de 6.4 grados en la escala de Richter que desprendió del nevado del Huila una gran masa de hielo y rocas y taponó y represó el río en la parte alta. Al romperse el dique, las aguas se desbordaron e inundaron las partes bajas de la cuenca. Hubo 1.100 muertos y afectó 45.000 personas en 15 municipios de Cauca y Huila.

Al llegar al caserío salieron con timidez algunos indígenas a preguntar quiénes éramos y qué queríamos. Me identifiqué. Al comenzar la conversación, se acercaron un par de muchachos indígenas amanecidos y un tanto agresivos con las mismas preguntas pero con respuesta: “Ustedes vienen a engañar a los indios, a menospreciarlos, no necesitamos nada”. Para fortuna apareció de la nada un hombre mayor, indígena también, que canceló el discurso con una sola mirada. Ofreció disculpas y me dijo en tono muy amable: “El problema es sencillo: no cabemos en el pedacito que el Gobierno nos dio. Crecemos, tenemos hijos e hijas, mujeres, abuelitos, y queremos seguir siendo más. Nosotros crecemos, pero la tierra no y entonces, necesitamos ampliar el resguardo. El Gobierno no entiende a las buenas. O sí entiende, pero no quiere darnos lo que el pueblo indígena necesita: tierra. Nos discrimina. Para los campesinos que han puesto el problema, tierras hay y tierras les darán. Para nosotros, que escribimos memoriales, tierras no hay. ¿Qué hacemos entonces? ¿Levantarnos en armas? ¿Bloquear las carreteras? No, no vamos a hacerlo, pero tampoco vamos a borrar lo que buscamos”. La entrevista no necesitó más preguntas.

En el camino de regreso nos esperaba un miembro de la junta de acción comunal de la vereda que colinda con el resguardo. Le pregunté qué opinaba de la propuesta indígena. La respuesta fue lacónica: “No vamos a permitir que sigan creciendo porque terminarán sacándonos de nuestras tierras. Ellos lo que buscan es ampliarse para que el Gobierno les aumente las transferencias. Nosotros estamos constituyendo una Zona de Reserva Campesina y cada cual para su lado. Aquí cabemos juntos”.

Al regreso de Las Delicias, me esperaba una reunión que yo no había propuesto, con un grupo de campesinos y negros. Debo decir que la existencia de algunos pobladores de raza negra despertó desde el comienzo mi curiosidad, pero supuse que se trataba de individuos sueltos que, como muchos, habían llegado a la región en la época de la bonanza amapolera. La reunión comenzó muy protocolariamente con saludos, agradecimientos y énfasis en la naturaleza pacífica de los habitantes de Riochiquito.

El primer tema se inició con una pregunta hecha por un campesino que tenía gran facilidad de palabra y uso de los términos muy de moda impuestos por las ONG. “¿Qué opina ud., señor periodista, del resguardo de Las Delicias?” Respondí con un “muy bueno, ¿por qué?” “Porque nosotros –dijo mi interlocutor– no estamos de acuerdo en el proyecto que tienen los indígenas de ampliar el resguardo, que nosotros aceptamos pero que nunca nos fue consultado. Y lo más grave no es eso, es que reclaman no sólo correr el lindero unos metros, sino basarse en esa ‘pequeña ampliación’ para reclamar el territorio –y subrayó marcando con la voz el término te-rri-to-rio–”.

Yo he oído en otras partes del país idéntica demanda y los problemas que podría engendrar pese a que en muchas partes la demanda sea justificada: peligrosos enfrentamientos entre campesinos e indígenas. Aunque yo creía que todos los asistentes eran campesinos rasos, para mi sorpresa se levantó un personaje y muy solemne pidió la palabra no para aclararme a mí su punto de vista, sino para hacer una sonora declaración pública. Dijo así: “Lo que pasa, doctor, es que sobre estas tierras hay un título colonial que está por encima de todos los demás que, sin ser ilegales, son ilegítimos”, y citó una frase en latín que naturalmente soy incapaz de recordar. “Más aún –continuó–: la Constitución del 91 obliga a clarificar los títulos coloniales, lo que nunca se ha hecho. Pero al inicio del gobierno del doctor Santos, que necesitaba con urgencia que se le aprobara el Plan de Desarrollo, los indígenas argumentaron que era obligatoria la consulta previa a los pueblos indígenas, puesto que les concernía.

La Presidencia arguyó que una consulta de ese carácter no se podía hacer en dos días y que a cambio proponía crear una comisión para el esclarecimiento de títulos de resguardos, fueran coloniales o republicanos. La iniciativa fue aceptada, los indígenas dieron el visto bueno para el Plan de Desarrollo y el programa se echó a andar con el apoyo de la Organización Internacional de Migraciones (OIM). Resultado: ninguno hasta hoy. Pero en ese arreglo se basan los indígenas para poner sus ojos sobre el territorio. El título no demora en aparecer”. Y se calló con una solemnidad que impuso un prolongado silencio.

Hasta que un hombre negro, que me había saludado varias veces como queriendo decirme algo, pidió la palabra y dijo: “La cosa es más grave que lo que dice el compañero porque nosotros, la capitanía de negros de esta región, poseemos también un título colonial que llamamos El Cincuenta y Cinco, que tiene su historia. Resulta que sobre todas estas tierras reinaba la cacica Angelina Gullumus de Toboyma, que se enamoró de uno de los 15 que llegaron a esta región hace varios siglos. Permítame decir que en Belalcázar hay registros de partidas de bautismo de los años 1775 expedidas por el padre Matías de Villarroel, de la parroquia San Antonio de Ambosti. El cura hace referencia también a la existencia en la región de una ranchería de negros. Hay varias. Lo que, traducido a lo de hoy, muestra que desde esa época existe la comunidad de negros. Nosotros decimos que fuimos cimarrones que nos escapamos de alguna hacienda o de alguna mina del Cauca e hicimos palenque en ese alto que se llama de los 15, que descubrimos cerca una mina de sal y que, después de que fuimos declarados libres en 1851, comenzamos a explotarla y a vender sal a Belalcázar. Para negar nuestros derechos, que no se basan en título republicano sino colonial, los de Belalcázar quieren negarnos ese origen diciendo que fuimos traídos por ellos a trabajar en esa mina. Nos hacen la gracia de nombrarnos en el himno del municipio: ‘¡Los del África ardiente herederos! vuestros brazos nos dieron la sal’. Nosotros somos una capitanía y tenemos derecho a ser reconocidos como comunidad raizal y territorial por la Ley 70. Hay muchos predios que están dentro de la capitanía que han sido ocupados por campesinos, pero no permitiremos que el resguardo se amplíe”. Nuevo silencio. Yo seguía asombrado por la propiedad de la argumentación.

Sin haber podido musitar palabra, se paró otro campesino, mestizo, muy tolimense en sus rasgos y acento. Dijo: “Sí, pero todo lo anterior se complica más porque, como usted, señor profesor, ya habrá oído, aquí ha habido varias idas y venidas. Desde los años 50 unos se van y no vuelven; otros se van y vuelven, y otros que nunca habían vivido aquí, han llegado. Cada uno de estos grupos ha tenido un poder detrás y ese poder les ha respa++ldado sus reclamos de tierra. A los liberales les quitaron las fincas los conservadores; a los conservadores, los comunista; a los comunistas, el Ejército. Súmele a esto que cada gobierno departamental o nacional ha tenido el interés de hacer de esta región su región de votos y para asegurarlos da títulos o los reconoce. Nosotros tenemos títulos de hecho o de derecho que nos autorizan, profesor, a crear una Zona de Reserva Campesina”.

Riochiquito y toda la región de Tierradentro han vivido siempre la violencia, en singular o en plural, con mayúscula o con minúscula. Desde hace 70 años ha sido epicentro de enfrentamientos entre campesinos levantados en armas y la fuerza pública, apoyada en grupos civiles armados y pagados por ella. Debajo de esos conflictos que han dejado sangre y dolor están los conflictos por la tierra. Los indígenas nasa han tenido problemas ancestrales con los pijaos a pesar de que en muchas ocasiones han actuado mancomunadamente contra el invasor blanco, llámese conquistador, terrateniente o campesino. Entre estos últimos la lucha por la tierra no cesa en la zona, sobre todo en las tierras planas y de vega. En Tierradentro hay un nuevo actor del conflicto agrario, la existencia de la Capitanía de afrodescendientes que poseen títulos coloniales emanados de la misma fuente indirecta, las instituciones coloniales. El conflicto entre campesinos, colonos e indígenas nasa no pudo ser resuelto por las guerrillas del sur de Tolima en los años 50 ni por las Farc en años posteriores. Hoy esa cuestión continúa irresuelta.

El Incora en tiempos de Carlos Ossa tituló muchos predios que a la postre fueron reclamados por campesinos e indígenas que habían abandonado la región en uno de los tres o cuatro éxodos que han sufrido desde los años 50. Hoy, como dicen los dirigentes agrarios, hay títulos sobre títulos, unos registrados, otros sin ese requisito legal reconocido por la tradición jurídica colombiana. El problema tiene tantas raíces, que el Incoder, en un acto prudente y maduro, “congeló” el asunto hasta que el panorama legal sea aclarado por la próxima reforma agraria. O, añado yo, por los acuerdos que se logren en La Habana sobre ordenamiento territorial que no desconocerán títulos legítimos pero pondrán al día la figura de la función social de la propiedad.

Es interesante anotar que, pese a las guerras, pese al conflicto agrario, la región de Riochiquito ha logrado ser una sólida economía parcelaria que incluye indígenas, negros y campesinos. Hoy las organizaciones indígenas, campesinas y afrodescendientes están discutiendo colectivamente y no dudo que llegarán a un acuerdo sin respaldo de las armas de cualquiera de las fuerzas que se han enfrentado a muerte en los últimos 50 años. Al llegar de Riochiquito me enteré de la muerte del general Álvaro Valencia Tovar, quien está en boca de todo el mundo en la región.

Por Alfredo Molano Bravo

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar