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Riosucio, el pueblo que muere de hambre

El fin de semana pasado 38 doctores a bordo de 15 aviones viajaron al lugar para atender a más de 600 menores.

María Paulina Baena Jaramillo
17 de septiembre de 2015 - 03:14 p. m.
Los médicos atendieron a pacientes de veredas como Juin Phubuur, Marcial, Barranco y Pichindé. Muchas de ellas a dos días en bote de distancia.
Los médicos atendieron a pacientes de veredas como Juin Phubuur, Marcial, Barranco y Pichindé. Muchas de ellas a dos días en bote de distancia.

“¡Cuántos siglos harán falta para que vuelvan 17 pediatras y dos ginecólogas a Riosucio!”, dijo con voz ronca Nerys Palacios cuando vio llegar la brigada médica al colegio Saulo Sánchez Córdoba de Riosucio. Maye, como la llaman, es una de las diez enfermeras auxiliares del único centro de salud de ese municipio, el más poblado del Chocó.

Los diez salones con pintura amarilla descascarada y pupitres rayados sirvieron de consultorios improvisados para los 38 médicos que atendieron, en dos días, a casi 700 niños, 141 embarazadas y 164 adultos mayores.

Riosucio, saturada de humedad, colinda con Panamá y el Urabá antioqueño. Tiene casi 30 mil habitantes, de los que el 80 % se distribuye en zonas rurales, y alberga a la mayor cantidad de desplazados víctimas del conflicto armado. El río Atrato baña al pueblo y por él corren troncos, zapatos, mierda y mercurio. Allí los indígenas emberas y los negros lavan los platos y la ropa, cepillan sus dientes, se bañan el cuerpo con champú y cocinan. El nombre Riosucio, entonces, no es ningún eufemismo para nombrar esa esquina del Chocó.

Dicen que el frente 54 de las Farc se camufla en la ribera del río, del lado contrario a las casas palafíticas que se levantan a dos metros del suelo con fachadas de colores pálidos, y el clan Úsuga merodea por el casco urbano. El pueblo cuenta con un solo centro de salud: cuatro médicos, dos enfermeras jefes, diez enfermeras auxiliares, una bacterióloga, una odontóloga, dos facturadores y dos vigilantes que son también electricistas y albañiles.

“Para nuestra población deberíamos tener un hospital por lo menos de primer nivel. Nos enfermamos y como los médicos no tienen las herramientas, nos mandan a la clínica SOMA de Chigorodó, a la Roldán Betancur en Apartadó o a la Francisco Valderrama de Turbo”, comenta Petrona Vega, directora de desarrollo social comunitario de Riosucio.

A los médicos les toca hacer maromas para salvar vidas, pero no es suficiente. Se muere gente en el camino porque Turbo, que es el municipio más cercano, queda a tres horas en lancha rápida. Hasta julio de este año habían muerto 15 niños por desnutrición en el municipio.

Las enfermeras se han vuelto especialistas porque los doctores no dan abasto con el número de pacientes que llegan desde veredas lejanas que quedan a 12 o 15 horas a pie. Según Aurelio Palacio, doctor barranquillero del centro, “somos médicos toderos. Atendemos más de 30 pacientes diarios. Nos volvemos ginecólogos, ortopedistas, pediatras y hasta peritos para hacer necropsias”.

Fue tanto lo que le insistió este médico a la Patrulla Área Colombiana para que llevara una brigada, que se conformó una mesa de salud municipal, junto con el alto comisionado de las Naciones Unidas, Unicef y los líderes comunitarios. Los promotores de salud identificaron más de 1.000 niños en estado crítico y priorizaron la atención urgente de 600 entre los 0 y los 5 años.

Los datos se centralizaron, con todas las dificultades geográficas que eso implicaba, y la Patrulla Aérea tomó la decisión de hacer una misión nutricional y pediátrica que les tomó ocho meses de planeación. “Fue muy difícil porque hay muy pocos pediatras en el país. Entonces, traer 17 pediatras era un esfuerzo logístico y operativo enorme”, sostuvo Valentina Zuluaga, gerente general de la Patrulla.

La Patrulla Aérea es una organización que cumplió 50 años, cuenta con más de 400 voluntarios médicos y 60 pilotos que prestan sus aviones privados para llegar a las zonas más apartadas del país. Se sostiene, en su mayoría, a punta de donaciones. “Cuando son brigadas quirúrgicas llevamos dos toneladas de carga, porque adaptamos los hospitales y cuando son médicas no suman más de media tonelada en medicamentos”, explica Angélica Vélez, directora médica de la Patrulla.

Cuenta Maye, la enfermera encargada, que a través de la emisora Porime Estéreo llamaron la atención de la comunidad para traer a los indígenas de las zonas más alejadas. Había que movilizar tres cuencas: la del río Cacarica, que reúne a 23 comunidades; la del río Truandó, con 5 comunidades, y la del río Salaquí, con 10. Para esa última necesitaron 318 galones de gasolina a $11 mil pesos cada uno, que fueron donados por los comerciantes de la región.

***

Comienza la atención y las filas se agolpan sobre la puerta principal del colegio. Las faldas de las indígenas, las uñas de los pies de las negras en las que se dibujan flores diminutas de esmalte y los laberintos de trencitas que se enrollan en chaquiras o en lazos o en cauchos forman un mosaico de colores.

El olor a sudor es recurrente. La demora con el registro de los pacientes se agrava porque los padres no se acuerdan de los nombres ni de las edades de sus hijos. Algunos niños barrigones, con las cabezas caídas y de pelo quemado, reposan sobre los pechos descubiertos de sus mamás, como la típica muestra de desnutrición. Y los sonidos que prevalecen sobre la gritería son el de la tos y el del llanto cuando los pinchan durante el examen de hemoglobina capilar. “Ese examen detecta si tienen anemia y acá hemos visto que todos los niños son anémicos, porque las madres son adolescentes y están desnutridas, y la idiosincrasia de la comida es papa y yuca”, cuenta Vicky Romero, pediatra de Colmédica.

En el primer salón se hace el llamado triaje, un método de clasificación de pacientes empleado en la medicina de emergencias y desastres. Allí los niños se pesan, se miden, se obtiene el perímetro braquial (indicador de masa corporal) y hemoglobina (predictor de desnutrición).

Luego los miran el pediatra y el nutricionista y si todo está bien reclaman sus drogas en la farmacia y el “detalle”, que puede ser una muda de ropa o un juguete. “Si no, surgen dos tipos de casos: los remitidos de urgencia a hospitales cercanos y los que deben tener seguimiento de Unicef por situaciones complejas como soplos en el corazón o enfermedades neurológicas”, comenta Angélica Vélez, directora médica de la Patrulla.

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Los casos son estremecedores. Está el de tres hermanos indígenas que viajaron por doce horas en bote: Oliver, Jefferson y Omer Sanapi Casnani. Los tres y su mamá tienen un brote por toda la piel, unas bolitas del tamaño de las perlas que cubren con jagua (una tinta vegetal de color índigo) para calmar la picazón. “Las malas condiciones higiénicas de la vivienda hacen que se contamine todo –dice el pediatra Alejandro Vanstrahlen–, de nada sirve recetar medicamentos si la condición de vida no cambia”, sostiene. Pero la rasquiña no es su único karma, los mayores presentan un cuadro alérgico bronquial, diarrea, enfermedad respiratoria y otitis. El pequeño, que se revuelca por el piso, está desnutrido.

“Para mí, lo más difícil es comunicarme con los indígenas”, asegura la pediatra María Alexandra Durán. En eso coincide Sonia Rozo, también médica, quien atendió tres niños a los que su mamá debía suministrarles 7, 5 y 3 miligramos de dosis. Dos de ellos tenían que usar inhaladores. “Y al final le pregunto a la indígena si entendió, me dice que sí, le digo que me expliqué y me dice que no sabe. Queda la conciencia médica tranquila, pero no la personal”, cuenta Rozo.

En otro consultorio, la ginecóloga española Monse Uriel hace las ecografías. Entra la indígena Edilsa Somilinga, de 24 años y casi dos meses de embarazo. “¿Te acuerdas de la última menstruación?”, le pregunta. “No”, responde Edilsa. “¿Es tu primer hijo?”. “Sí”, contesta cortante. En el momento de untar el gel y pasar el instrumento sobre el vientre de la paciente dice la médica: “te cuento que vas a tener dos bebés que están en la misma placenta, eso quiere decir que serán del mismo sexo. Es un embarazo de alto riesgo, así que debes cuidarte”. Edilsa abre los ojos desconcertada y deja caer algunas lágrimas. “¿Dos?”, se agarra la cabeza. La historia es dramática, pues los niños deberán nacer por cesárea. Un parto natural es riesgoso, porque alguno puede presentar una hipoxia en el cuello uterino, perder el oxígeno y nacer con algún trauma físico o mental. Y como si fuera poco, no conoce a nadie con gemelos en su comunidad.

Otro médico cuenta la historia de una paciente que llegó con tres niños. Durante la consulta no hacía otra cosa que pegarse en el antebrazo. Después de algunos golpes el médico le preguntó: “Señora, ¿está bien?, ¿Por qué se lastima?”. La indígena respondió con una naturalidad abrumadora: “Doctor, lo que pasa es que del hambre se me duerme el brazo y tengo que despertarlo”.

Esos dos días de atención bastaron para ver una realidad sórdida. En la vida de todos los días, sin la brigada, una remisión a Turbo puede tardar hasta un año. En Riosucio había niños de 8 años que no conocían a un pediatra. Mujeres con 8 meses de embarazo que nunca había tenido un control prenatal. “Queremos enviar un mensaje al Gobierno Nacional para visibilizar el problema de salud que se vive en estos municipios alejados del centro del país –manifestó el alcalde encargado, Isaac Rivas–, hay un abandono por parte del Estado en infraestructura hospitalaria”, remató.

Eso es evidente: una lancha ambulancia sin techo que carga a los enfermos por el Atrato, un centro de salud con vista al monte, cuatro camillas a la vista y sin medicamentos suficientes. Y como concluyeron los resultados de la brigada, infecciones respiratorias agudas, enfermedades diarréicas frecuentes, síndromes bronco obstructivos, altos porcentajes de desnutrición crónica y muy altos de aguda.

Las palabras de la enfermera Maye quedan retumbando en ese salón. “¿Hasta qué siglo?”

Por María Paulina Baena Jaramillo

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Antonio(45414)30 de mayo de 2023 - 09:36 p. m.
Y eso que este es uno de los mejores sistemas (para robar) de salud del mundo!
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