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Sin derecho a ser civil II

De cómo la guerrilla impuso su ley y su violencia en el corazón del Cesar y cómo los paramilitares respondieron encarnizándose con el corregimiento Estados Unidos.

Alfredo Molano Bravo /Especial para El Espectador
29 de diciembre de 2013 - 08:00 p. m.
Así quedó Estados Unidos, en Becerril (Cesar) tras los ataques paramilitares que comenzaron en 1992. / Fotos: Óscar Armando Daza Moya, sociólogo e investigador de la Corporación Grupo de Memoria Histórica del Cesar
Así quedó Estados Unidos, en Becerril (Cesar) tras los ataques paramilitares que comenzaron en 1992. / Fotos: Óscar Armando Daza Moya, sociólogo e investigador de la Corporación Grupo de Memoria Histórica del Cesar

La vereda Estados Unidos se convirtió en corregimiento y llegó en cierto momento a ser rival de Becerril en población, riqueza y comercio. Por aquellos días —fines de los 80— Estados Unidos estaba habitado por 180 familias; 1.240 personas, exactamente. Las Farc habían organizado algunas invasiones a haciendas sin cultivar o con muy poco ganado y muchos campesinos llegaban tras la posibilidad de conseguir tierra. En realidad fue la continuidad de un movimiento campesino que se fortaleció después del Pacto de Chicoral, de la crisis del cultivo tanto de algodón como de marihuana.

Estos dos renglones agrícolas fracasaron por factores externos vinculados a EE.UU.: el algodón —por la competencia de la fibra americana— y la marihuana, que comenzó a disminuir con la fumigación aérea patrocinada por la DEA y fracasó definitivamente con los cultivos en California y Oregón, muchos de ellos hidropónicos. En cambio en la serranía las cosechas de café y de aguacate eran abundantes y el precio del grano se mantenía estable hasta el rompimiento del Pacto Mundial.

En La Lucha, una finca del padre de María Victoria Rubio Giraldo, Simón Trinidad conoció a la Toya, una mulata de ojos bellos y enmarcados por unas cejas negras y pobladas, nacida y criada en Becerril; su padre negociaba con ganado y café y por tanto conocía las diferencias entre estos dos mundos. Vivían en una casa de clase media con un gran mango en el patio trasero, donde se hacen tertulias por las tardes y desde donde por la mañana se oía discutir a los vecinos. La Toya estudió en el colegio Ángela María Torres.

Un grupo de profesores inquietos y críticos creó un centro literario, una institución ideada por Luis López de Mesa cuando fue ministro de Educación de la administración de López Pumarejo (1934-1938). En el centro literario se leían y discutían textos de autores célebres, pero poco a poco los temas derivaban hacia la política, la economía, la sociología. Entonces se encendían los debates, los enfrentamientos entre las diferentes ideologías que dominaban las preocupaciones de un pueblo ganadero en las sabanas y campesino en la serranía.

Se empezaba a discutir también el tema minero porque las compañías carboníferas ya exploraban la zona. A la Toya, que era alta y agraciada —fue capitana del equipo de básquet— no le faltaban pretendientes. El grupo de profesores se perdía los sábados por la tarde con el cuento de que iban a los pozos del río Maracas a bañarse. Sin duda iban a entrevistarse con la guerrilla a La Lucha. Es natural pensar que a Simón Trinidad le hubiera gustado una mulata tan bella y tan interesada en las ideas de la guerrilla. Es natural también pensar que un hombre buen mozo, instruido y amable le hubiera gustado a ella. La Toya ingresó a la guerrilla. Sería conocida como Lucero. Tendría una hija con Simón Trinidad.

Las Farc apoyaron invasiones de tierras, una de ellas a una hacienda en la vereda La Victoria de San Isidro, donde se instalaron 50 familias. El propietario negoció el predio con Incora en 1987. Y en 1991 les tituló las fincas. Al mismo tiempo, el Ejército atacó a las Farc y los campesinos huyeron despavoridos.

 

La era paramilitar

 

En 1997 un comando mandado por Juancho Prada desalojó a los parceleros. Apareció entonces un testaferro llamado Percy Diazgranados que compró las fincas que luego fueron adquiridas por Carbones del Caribe, que a su vez las vendería a Glencore. Hacia 1975, La Jagua de Ibirico, un municipio que limita con Becerril por el sur, tenía 3.000 habitantes. Diez años más tarde, cuando se comenzó a explotar el carbón, la población llegaba a 7.000 habitantes. En 1992 tenía 12.000.

El crecimiento demográfico tan acelerado se explica por la explotación a gran escala. También, y por la misma causa, comenzó la matazón de miembros de la Unión Patriótica, que se había hecho fuerte en la región. Uno de los casos más lamentados fue el asesinato de Alexis Hinestroza. Fue además un campanazo de terror que se oyó en toda la región: los paramilitares habían llegado. A Estados Unidos entraron entreverados con el Ejército. La gente creyó en un principio que era fuerza pública, pero cuando notó que no todos los uniformes eran iguales comenzó a dudar y a sentir miedo.

Entraron sólo a mirar, a “dar vuelta —como le dijeron al pueblo— porque se han robado por aquí mucho ganado”. Uno de los suboficiales, el sargento Mayo, se haría muy conocido después porque entraba a la vereda por el lado de La Victoria de San Isidro, perteneciente a La Jagua y zona de explotación minera. Los paramilitares volverían después con frecuencia; la guerrilla se retiró hacia la serranía, pero seguía dominando el territorio. Por esa razón no decidió establecerse en la montaña hasta cuando comenzaron las masacres en 1992.

Fueron varias masacres, es decir, asesinatos de más de cinco personas en un mismo sitio, un mismo día; gente pajareada, tiro a tiro, fue mucha. Se habla de 100 personas durante el dominio paramilitar de las Auc. Se comenzaron a oír rumores que venían del sur, del Magdalena medio. Se tenía miedo, pero del mismo miedo no se creía que alguien fuera capaz de matar a tanta gente inocente. Pero las amenazas se repetían: que los paramilitares se iban a encarnizar con Estados Unidos. Por fin, en noviembre de 1998 entraron las Auc al mando de alias Tolemaida —Óscar José Ospino Pacheco, un sujeto que había sido suboficial del Ejército— y de alias El Tigre —John Jairo Esquivel—, orgánicos del bloque Norte de las Auc, mandado por Jorge 40, Rodrigo Tovar Pupo, quien fuera vecino de barrio de Ricardo Palmera.

En la primera masacre mataron a seis personas en una parcelación llamada El Banco. El Ejército acompañó a los paramilitares y muchos testimonios dan cuenta de su activa participación. Después mataron a todos los perros del caserío. Una madrugada se oyeron ladrar, casi morder, y luego el silencio fue total. En la mañana, los animales, entre aullidos de dolor que hacían más tétrica la situación, agonizaron. Los habían envenenado.

Al mediodía entró una patrulla paramilitar. Venían ensangrentados: habían asesinado siete campesinos en La Victoria de San Isidro. En la vereda El Novillo habían matado seis. Los descuartizaron. Los familiares cosieron los restos para enterrarlos completos. El cura fue testigo de semejante crimen. En el camino entre Becerril y Estados Unidos todos los días se encontraban muertos; no siempre de la vereda y ni siquiera del municipio.

Muchos desaparecían una noche y los encontraban a los tres días en el río Tucuy, ahogados y maneados como reses. Se reportaban a las autoridades muchas personas desaparecidas que aparecían en otros municipios o que nunca aparecían. En el parque del caserío, el 18 de enero de 2000, a la 1 de la tarde, a pleno sol y a la vista de todo el pueblo, mataron en fila, al lado de las bancas, a siete vecinos que los paramilitares seleccionaron al azar. Uno había llegado por la mañana a comprar un café y ahí quedó, boqueando, debajo de un almendro donde amarraban las mulas. Los carros no volvieron. La gente hacía un atado con sus cosas y se iba a pie para Becerril. “Es que —como dijo un sobreviviente— no se tenía el derecho a ser civil”. Todos eran acusados de ser guerrilleros.

Cuando se oía sonar un motor todo el mundo corría a esconderse en las rastrojeras porque los paramilitares eran los únicos que transitaban por la carretera. Subían en camiones vacíos y bajaban con ellos llenos de ganado. Lo que no se robaban ellos, se lo robaba el sargento Maya.

A mediados de 2004 sólo quedaron en Estados Unidos tres familias. La mayoría huyó hacia Valledupar y Barranquilla, donde podían pasar inadvertidos, pero también donde era más difícil ganarse la vida y sostener la familia. Las plazas de mercado eran los únicos sitios donde podían encontrar —o robar— un desperdicio para sobrevivir. Los más jóvenes y fuertes lograban ganarse un plato de sopa cargando o descargando camiones.

A la plaza de mercado de Santa Marta no podían asomarse porque estaba en manos de uno de los más temibles paramilitares de la costa, Hernán Giraldo. Hubo también una parte de la población que optó por enmontarse, es decir, irse detrás de la guerrilla. Fue una marcha de 20 o 30 familias completas que migraron a las selvas de Machiques, un lugar fronterizo con Venezuela; una colonización forzada que terminó por echar raíces y, aunque es colombiana, recibe auxilios médicos y subsidios educativos de parte del gobierno bolivariano.

Hoy el caserío de Estados Unidos continúa casi deshabitado porque, aseguran, un nuevo grupo paramilitar, los Rastrojos, ha hecho dos o tres visitas. El sargento Maya, Tolemaida y El Tigre están en el programa de Justicia y Paz. Simón Trinidad está preso en la cárcel de Virginia, condenado a 60 años de prisión por conspiración. La Toya murió en un bombardeo en el Putumayo, junto con su hija de 15 años, Álex, que estaba de visita en el campamento. Había sido seguida desde Becerril por la inteligencia militar que la tenía vigilada.

Por Alfredo Molano Bravo /Especial para El Espectador

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