Publicidad

¡Torero, Torero, Torero!

Fue el atronador coro que resonó en la Monumental de Manizales este martes cuando Andrés Roca Rey cortó las dos orejas simbólicas de su segundo toro, Incógnito, de la ganadería Santa Bárbara, que la presidencia indultó.

Alfredo Molano Bravo
06 de enero de 2016 - 07:38 p. m.
Foto ilustración / EFE
Foto ilustración / EFE

Comenzó la Feria por lo alto. Fue un espectáculo sobrecogedor para aquellos que entendemos que lo que hizo el torero fue abrirnos de par en par el sentimiento, tocarnos el alma, expresiones en desuso porque lo que el mundo moderno ha impuesto es el me gusta y el te amo. O mejor, el I Like y el Love you . Roca Rey lo hizo con Incógnito porque se jugó la vida y salió victorioso de la muerte. Y lo hizo no de cualquier manera, sino con agilidad, armonía, precisión y sobre todo, inspiración. Un torero se inspira como lo hace un poeta: logra un vínculo con la belleza – valor absoluto–, una gracia esquiva para el común de los hombres que los artistas facilitan haciendo de mensajeros y permitiendo que el que lee un soneto o ve una faena participe de esa relación sagrada.

La tarde estaba llena de luz y la plaza casi llena, sólo se veían algunos claros en los tendidos altos de sol, condiciones que crearon una gran expectativa y un ánimo de ver, sentir y vivir con los diestros las suertes. La corrida tenía un atractivo adicional, se encontrarían dos toreros jóvenes que han triunfado en Perú. Roca Rey es limeño y Cristóbal Pardo, colombiano, ha hecho su carrera en la Plaza de Acho. La corrida de Santa Bárbara cerraba el cuadro de esperanza: toros bien hechos, bien armados, con trapío, que pusieron sobre la arena largos años de trabajo y dedicación del capitán Barbero y de su hijo Juan Carlos.

Willy Rodríguez terciaba como rejoneador. Ha ido dejando ver sus buenas maneras y compartiendo con los entendidos su cuadra de animales ágiles, fuertes y valientes. Con Servidor –442 kilos– no recogió lo que puso con Peramán, la estrella de sus caballos, ni con la Mirla. A un toro que se mostraba aburrido y algo distraído logró ponerle rejones de castigo a ley y unas banderillas al quiebro, pero el toro –siempre en el centro– se quedaba corto y las suertes salieron deslucidas. Algunos aplausos.

A su segundo, Rabioso, no se le vio el nombre, era un toro que no sabía a qué había venido y miraba lelo las graderías, el caballo, al jinete. Y Willy no se le acercaba, le daba vueltas, pero entre toro y caballo cabían otros tantos. El público terminó por incomodarse y aburrirse. Me atrevo a decir que a Willy en sus dos toros le faltó exposición; no facilitó por la gran distancia con que lidiaba que el toro codiciara al caballo y así, rejones y banderillas no sólo eran difíciles de poner sino que tendían a quedar en cualquier parte, inclusive, por supuesto, en la arena.

Cristóbal Pardo toreó a Acogido, un castaño claro –muy de Santa Bárbara– de 448 kilos. Era un toro alegre, de presencia, con defensas peligrosas, que recibió con verónicas a pie junto y mano baja. La media con que remató apunta a ser la mejor de la tarde. Puso banderillas a ruego y las puso con altivez. Precisas, como pactadas. El toro persiguió al torero confirmando su clase. Cristóbal toreó de rodillas con la muleta y Acogido lo respetó. Acogido era rápido, andaba en son de guerra, repetía. Pardo supo darle tiempos y como sabe de sitios, metió al público en la faena. No ligó con naturales que, no obstante, le salieron limpios. Cerró con un soberbio forzado de pecho. Es un torero hecho, como lo ratificó con la espada. El respetable pidió las dos orejas y vuelta al ruedo al toro. La presidencia otorgó una y no autorizó la merecida despedida con honores a Acogido. Su segundo toro, por nombre Quitaluna, con 446 kilos, salió reparado de la vista: miraba al torero y al mismo tiempo las banderas. Pero fue un torito noble y valiente. Daba cierta ternura verlo empeñado en cumplir con su casta. Peleó con el caballo y Émerson Pineda le puso un par de banderillas aplaudido que agradeció desde la arena. Quitaluna no le gustó al torero. No era fácil lucirse con el defecto del toro. Una media estocada mató al toro al instante mismo en que se oyó el primer aviso.

Es difícil escribir sobre Roca Rey porque lo que hizo impedía tomar notas. La sensación queda porque tocó los adentros de los que mirábamos, la libreta quedó a medias con su primero, Quitasol –442 kilos–, y en blanco con su último. Hace un año vimos al limeño aquí en Manizales y se le aplaudieron los muchos destellos de gran figura. Ahora regresó a confirmarlos, a mostrar lo que es y a anunciar lo que será. Cautivó a la plaza desde la primera verónica, que prolongó en una serie de pies clavados y manos sueltas. Lo repitió con su segundo toro, casi igual, pero mejor. Lo que parece incomprensible es que a toros tan rápidos como los de Barbero, logre tan pasmosa lentitud con el capote. Entre el instante en que recibe al toro y el que lo despide media una eternidad de segundos. Su lentitud es algo así como un regusto paladeado. En quites combinó cacerinas, chicuelinas, tafalleras, más logradas con Ignorado. Quitasol levantó la cabeza a la salida de un derechazo que alcanzó a engancharlo por el hombro y que Roque sorteó con naturalidad. Los dos toros humillaban con nobleza y bravura. Pero el segundo embestía con regularidad; se repetía sin pausa y Roque ligaba, ligaba y volvía a ligar en redondo y remató con un cruzado por la espalda que cortó el ole del respetable con un resuello. Despidió a Quitasol con una tanda de naturales cogiendo el palillo por el centro y habiendo tirado la espada al centro de la arena. Fueron pases templados, acompasados y rematados. La espada quedó en buen sitio, pero el toro se amorcilló y el público se enfrió. Leve petición de oreja.

La faena con Incógnito –negro, listón, enmorrillado– fue una apoteosis de principio a fin. Una faena redonda, intachable; para mi gusto, perfecta. Con la capa, tandas ligadas de verónicas, chicuelinas, saltilleras y quites, como queda dicho. Entró al caballo con fuerza y persistió en la pelea. Aplaudido Rafael Torres con la vara. En el centro de la plaza citó al toro cuatro veces, que recortaba distancia a cada pase de cambiados por la espalda sin mover los pies. Con esa tanda habría bastado, pero el torero siguió deleitándose con una suavidad y un ritmo casi musicales por la derecha y por la izquierda. Fue al sitio con certeza, lo sabe intuir y obedecía a una intuición sobrenatural. Se paraba. Y desde ahí templaba, ligaba, mandaba. Citaba a 20 metros para comenzar la tanda de derechazos, embarcaba al toro –diríamos mejor, lo sujetaba–, le exponía la pierna contraria –diríamos mejor, provocaba con la femoral–, lo llevaba templado –lo mandaba allí, lo atraía aquí–. Lo consentía, lo enseñaba, lo hacía parte de sí. Roque Rey hace un toreo hondo por lo lento, ajustado, entregado. Toreo de verdades.

Citó a 10 metros, a cinco, a dos. Remató por atrevidísimos forzados. De rodillas hizo un par de estatuarias. Tocó el cénit. La plaza hizo lo mismo, se le arrodilló al torero. Dos orejas y su primer toro indultado.

Por Alfredo Molano Bravo

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar