William Ospina, la negación del azar

“El año del verano que nunca llegó”, de William Ospina, es una novela de conexiones, de causas y efectos que desconocen el azar.

Ramón Molinares Sarmiento
23 de diciembre de 2016 - 11:44 p. m.
/ Foto: Archivo Cromos
/ Foto: Archivo Cromos

Su lectura nos hace pensar que la inteligencia podría definirse como la capacidad de relacionar ideas, religiones, literaturas, civilizaciones, fenómenos de la naturaleza con eventos humanos; lo que les permite a los dotados de talento con amplia información crear obras de arte o formular conceptos nuevos.
 
Para respaldar esta definición bastaría con remitirnos a Borges, que lo ve todo enlazado, que conjetura que cualquier cosa implica el universo, que en la hierba que germina está el sol que la calienta, la lluvia que la riega y la refresca, el alimento de la oveja que se come el lobo y también el asado de domingo en familia; pero consideramos pertinente agregar estas conexiones que establece Ospina entre la historia, la novela y la muerte de Jesús: “una novela que no tenga un muerto me parece falta de vida: repetí en mi mente la frase de Chesterton y me dije que si entre todas las religiones aquel inglés prefirió el cristianismo, es porque esa religión gira alrededor de un muerto: más aún, pone la trama de la historia universal a girar alrededor de un solo muerto, de la rememoración de los detalles de su ejecución y de la reconstrucción de su agonía”.
 
En la obra que comentamos todo está relacionado o puede relacionarse, nada importa que los eventos a relacionar se hallen distantes en tiempo y espacio: la física cuántica con la teología de San Agustín, que postula que los ángeles pueden desplazarse de un punto a otro sin recorrer la distancia que los separa, como lo hacen las partículas elementales; los chorros de sangre que se deslizan por las cuchillas de la guillotina de la revolución francesa con los que bebe el vampiro del cuello de sus víctimas; el golem de Meyrink, que podía realizar tareas domésticas menores, con la cibernética, con un robot que puede ejecutar los mismo oficios; el romanticismo con las catedrales góticas, que para Ospina son biblias de piedra. 
 
El narrador de la historia, el mismo poeta Ospina, que no es protagonista de los hechos contados, procede como un investigador de novela policiaca: se formula preguntas que va resolviendo a medida que avanza la investigación, una obsesión que al cabo de tres años de intenso trabajo lo lleva a descubrir los hilos invisibles de las causas que, por desconocerlas, nos hacen llamar azar a lo visible, a los efectos que producen: ¿qué conexiones, humanas y naturales, tuvieron que haberse establecido previamente para que, en una noche de junio de 1816 que duró tres días (la mañana llegó y se fue y llegó de nuevo y no trajo consigo el día), permanecieran encerrados en Villa Diodati, Suiza, estos cuatro genios de la literatura inglesa: Percy Shelley, Mary Shelley, lord Byron y John Polidori? ¿Nacieron, en esa noche sin verano, Frankenstein, de Mary Shelley, y El vampiro, de John Polidori?  ¿En dónde pudo haber visto Mary Shelley una imagen semejante a la de el despertar de la criatura, que describe en su obra? 
 
Para responder éstas y muchas otras preguntas, que se agolparon en su mente una tempestuosa noche de Buenos Aires que le hizo evocar la legendaria noche de tres días, Ospina decide rastrear las huellas que dejaron a su paso por toda Europa las cuatro celebridades inglesas.
 
En Buenos Aires, ya poseído por el tema, del que no sabe aún si se convertiría en un ensayo o en una novela, seguro de que los enigmas a resolver no le permitirían un instante de sosiego, decide tomar un avión rumbo a Ginebra, en donde amigos influyentes logran que le abran las puertas de Villa Diodati, lugar al que vuelve dos veces más durante su investigación, en las que solo puede ver desde afuera esa misteriosa casa. En Londres visita, en Picadilli, la mansión que fue de los Byron, y en Skinner Street, situada en un barrio de pobres, la casa en donde habitó William Godwin, un intelectual ateo, padre de Mary Shelley, que era visitado por lo más selecto de la inteligencia inglesa; en Newstead contempla la única basílica privada que se conoce, la de los Byron; se demora una tarde en el cementerio inglés de Roma; camina por las orillas de la bahía de la Spezzia, en donde murió ahogado Shelley; conoce los pantanos de Missolonghi, en donde murió Lord Byron a los 36 años luchando por la libertad de Grecia, y medita ante su tumba, sobre la que están su rostro y el de Shelley, con versos de ambos tallados en piedra; en fin, el investigador da vueltas y revueltas por Europa en busca de detalles que lo lleven al convencimiento de que todo está conectado.
 
Poco después de iniciar la investigación, de escudriñar sobre el tema que lo trasnocha en incontables bibliotecas, de ir de un libro a otro en un estado de delirio, Ospina descubre que son muchísimos los escritores, historiadores y críticos literarios que se han sentido fascinados por esa tenebrosa noche de tres días y escrito sobre ella. Lo sorprende que dos siglos después de aquel verano que no llegó, en 1914, viajara de Texas a Ginebra una comisión de estudiantes, cuyo objetivo era observar en una noche de junio un rayo de la luz de la luna que entra por una ventana de Villa Diodati, del que se dice que fue la fuente de inspiración del maravilloso despertar de la monstruosa criatura, ensamblada por Víctor Frankenstein.     
 
La obra obedece a una rigurosa fidelidad histórica y geográfica, no hay en ella ficción; lo que la hace novela es la enorme carga de poesía que nos eleva al éxtasis en cada una de sus páginas, y el hallazgo, en la crudeza de la vida real, de una trama que, sin saberlo, van tejiendo los personajes enclaustrados en Villa Diodati a medida que se estrechan más y más sus relaciones, de las que surgen tensiones, nudos y desenlaces novelescos.
 
La noche de junio que duró tres días tuvo su origen en la erupción de un volcán de Indonesia. El volcán alzó contra el cielo una nube de 180 kilómetros cúbicos de azufre, ceniza y cristales de polvo, que en su desplazamiento llegó a ocultar el sol en todo el norte del planeta, de modo que sus habitantes, en vez de disfrutar del calor del verano, que no llegó, padecieron la oscuridad y el frio de los inviernos más crudos.
 
“Me sorprendió- nos dice Ospina- que la erupción de un volcán en 1815, en Indonesia, hubiera sido la causa eficiente del nacimiento en Occidente de la moderna leyenda del vampiro y de la pesadilla del ser viviente hecho con fragmentos de cadáveres”. La erupción ensombreció toda Suiza, hizo que lloviera 142 días seguidos en Irlanda, desató tempestades, arruinó viñedos, propició en la oscuridad la aparición de fantasmas y mantuvo encerradas en Villa Diodati, durante varios días, las celebridades que protagonizan la historia que cuenta la novela.
 
Tan determinante para la historia que nos cuenta Ospina es la erupción del volcán de Indonesia como la calurosa atmósfera intelectual que se respiraba en Skinner Street, en el hogar de William Godwin, quien conoció a su última pareja, Mary Wollstonecraft, madre de Mary Shelley, discutiendo en los cenáculos de Londres con pensadores y artistas que incluían a Thomas Paine, Thomas Hollcroft, William Blake y Wordsworth, entre otros. Godwin, el incendiario anarquista, “atraía a los jóvenes como atraen las lámparas a las mariposas nocturnas, y así empezaron a volar alrededor de su llama las alas de Shelley”, que se casaría con su hija, Mary. 
 
En este medio surgió y se desarrolló la vocación por la literatura en Mary Shelley, quien en su primera infancia estuvo en brazos de esos ilustrados que iban a su casa, y a los nueve años vio a Coleridge leyendo para sus amigos, por primera vez en público, La balada del viejo marinero. Determinante es también la traducción que, del alemán al inglés, hizo Clara Clairmont de un volumen de cuentos de fantasmas compilados por los hermanos Grimm, de los que Mary Shelley, su hijastra, oyó hablar durante toda su infancia en la casa de Skinner Street.
 
En algún momento de aquella noche que duró tres días, Polidori dice haber traído consigo un ejemplar de Phantasmagorianas, y Lord Byron sugiere leer en voz alta sus cuentos de terror, más terroríficos aún para aquellos jóvenes aficionados a lo desconocido, a las fuerzas ocultas, encerrados en un mundo en tinieblas, amedrentado por la lluvia incesante, los truenos, los relámpagos y los rugidos de vientos helados. En este mundo tenebroso, como suele ocurrir en los inviernos descritos por la literatura del norte de Europa, la gente ve espectros en los alrededores de Villa Diodati; fantasmas que desconoce la literatura de las luminosas orillas del Mediterráneo. 
 
Fascinados por la lectura, Byron les propone a los contertulios retirarse a sus habitaciones para ver quién de entre ellos es capaz de escribir el cuento de terror más espantoso, de modo que lo escrito esa noche por Mary Shelley y John Polidori pudo haber sido el inicio de Frankenstein y El vampiro, novelas publicadas poco tiempo después. 
 
Luego de descubrir tantos hechos conexos, de relacionar eventos, naturales y sociales, de revelarnos los efectos de tantas causas remotas, Ospina nos dice rotundamente que “el destino existe”: “Antes de que ocurran, creemos que el azar gobierna los hechos, pero cuando estos se revelan poderosos y significativos la sospecha de que todo era casual se desvanece: empezamos a sentir que hasta las circunstancias más menudas obedecieron a un propósito y llevaban un rumbo”. Borges dice lo mismo con estos versos: algo que ciertamente no se nombra/ con la palabra azar, rige estas cosas.
 
Los accidentes de la naturaleza, las vidas ilustres que se entrecruzan en la obra y los hilos que unen todos los acontecimientos y van a anudarse en la noche de tres días de Villa Diodati, configuran una forma novelesca no inventada por el autor; tampoco es de su autoría sino fruto de la vida real el desenlace de la investigación: Mary Shelley y John Polidori, que se suicidó a los veinticinco años, estaban destinados a escribir Frankenstein y El vampiro, no tanto porque desde la niñez respiraran en una atmósfera de letrados, ni porque, con seguridad, discutían sobre la lejana decapitación de un rey de Inglaterra y sobre la sangrienta revolución francesa, acontecimientos horrorosos que estos jóvenes expresan en sus obras de manera inconsciente, sino porque fue mucho el dolor que les infligieron los dioses para que pudieran escribirlas: La madre de Mary Wollstonecraft murió once días después de haber dado a luz a su hija; y la huérfana se conturbaba desde niña al ver su nombre, heredado de su madre, sobre una tumba. “Se sentía parida por la tumba, una tumba ella misma. Su primer hijo murió en la primera infancia, lo que le “agudizó ese sentimiento opresivo de que nada podía salir de ella sino muerte y destrucción”. Todo esto pudo ser determinante en la reconstrucción de una vida con pedazos de cadáveres.
 
En el prólogo de Frankenstein de 1831, Mary Wollstonecraft habla de esta pesadilla, que es el momento en que concibió su criatura: abrí los ojos con terror. La idea había tomado posesión de mi mente de tal forma que el miedo recorría mi cuerpo como un escalofrío… Lo veo todo aún: la misma habitación, el oscuro piso de madera, las contraventanas cerradas, con la luz de luna luchando por penetrar a través de ellas.
 
¿Fue de verdad de la luz de la luna- se pregunta Ospina- que Mary obtuvo como de un prisma aquellas imágenes iniciales: “El pálido estudiante de artes sacrílegas de rodillas junto a la cosa que había ensamblado”; “el horrible fantasma de un hombre tendido”; “la leve chispa de vida que él le había comunicado”; y la criatura que mira con “ojos amarillos, acuosos pero inquisitivos”? 
 
El narrador de la novela sostiene que, mucho antes de tener la pesadilla, Mary pudo haber visto, en su remota infancia, imágenes semejantes en los grabados del poeta William Blake, que se hizo amigo de su madre cuando esta trabajaba en una imprenta. En un catálogo de los grabados de Blake, Ospina encuentra “la imagen del momento en que Dios anima a Adán del barro primigenio”, la luz “era el espíritu de la divinidad, como un viento de piedra, volando sobre la materia informe, sobre el magma que acababa de ser modelado”. El germen de Frankenstein estaba pues escrito en los nervios de Mary desde el comienzo de su vida.
 
William Ospina es un prodigioso genio verbal, un estudioso de acontecimientos bélicos y literarios que han pasado a la historia, y un ensayista y un poeta que escribe novelas para dar pábulo a su vocación de educador, oficio que ejerce en la Universidad Nacional. Sabe que el novelista deja en el lector una impresión más profunda y más duradera que la que puede dejarle un historiador. "El año del verano que nunca llegó" es un tratado de literatura en lengua inglesa de la primera mitad del siglo diecinueve. Desde hace más de cinco años, el tolimense merece el Nobel de Literatura; tiene más méritos que el último latinoamericano premiado. 
 
Hasta este momento, su novelística es totalmente libresca, basada en lo que ha leído. En sus libros están todo el goce, la felicidad, el asombro que le ha producido la literatura. Por eso ahora esperamos con entusiasmo la novela sobre sus abuelos, padres, hermanos y amigos de Padua, su pueblo natal, en la que nos hable de ese jinete borracho que entra en las cantinas gritando rancheras y pidiendo un aguardiente para él y otro para el caballo.
 

Por Ramón Molinares Sarmiento

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar