El Magazín Cultural

Carta con noticias para Jairo Aníbal Niño

A una década de la muerte del escritor y dramaturgo colombiano.

Celso Román
28 de agosto de 2019 - 02:00 a. m.
 / Ilustración: Espacio de Literatura Infantil y Juvenil (Edelij)
/ Ilustración: Espacio de Literatura Infantil y Juvenil (Edelij)

Te escribo estas palabras en un esfuerzo por hacer prevalecer tu memoria sobre el tiempo inexorable, recordándote ahora que se acerca la primera década de tu viaje cósmico, como Santiago, tu hijo, calificó tu partida.

Solemos decir “parece que fue ayer” al rememorar tu despedida esa tarde de lluvia bogotana, cuando te acompañamos para decirte “hasta pronto” con Irene, tu esposa, tus hijos, Santiago y las dos niñas, Alejandra y Paula, quienes, sin darnos cuenta, se convirtieron en el hombre y las mujeres que heredaron tu ternura.

¿Recuerdas que ellos te llenaron los bolsillos de pequeños juguetes —carritos, muñecos, animalitos de plástico y, por supuesto, avioncitos—, para que pudieras seguir haciendo talleres y disfrutando del paraíso con todos los niños que viajan a la eternidad antes de tiempo?

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Sucede que desde que te fuiste tuvimos un esbozo de la paz por la que tanto luchaste, pero la violencia parece rebrotar como esas maldiciones de las leyendas indígenas que acechan a la vera de los caminos y en las calles de las ciudades.

Hemos ido con frecuencia cada año a recordarte en Moniquirá, la ciudad que te vio nacer en medio de las montañas boyacenses, donde heredaste para tus poesías el dulce legado de los tumes y los bocadillos de guayaba. Todos tenemos muy claro cuando alguna vez confesaste que la profesión de poeta era la más honorable y bella, porque te permitía ser especialista en el amor, y a fe que lo conseguiste, porque varias generaciones de niños, jóvenes, hombres y mujeres se enamoraron dedicando los textos de tu Alegría de querer.

Hoy pienso que desde la distancia de la eternidad estarás —como en el dibujo de un niño— acompañándonos desde las nubes, las montañas, las selvas o los ríos que cubren este pequeño planeta Tierra, volando siempre con la brisa, gozándote ese placer que le diste a tu hijo el Aviador Santiago, a quien le otorgaste el deleite de abandonar el suelo y volver cuando a uno le plazca.

Muchos niños, esos seres maravillosos que calificaste siempre de sabios, alados y amorosos, compañeros de viaje en esta tierra donde los locos y los enamorados no se resignan a que la vida sea una peregrinación triste por un valle de lágrimas, sino un paseo por la alegría de descubrir el mundo cada día.

Por aquí cada vez que abrimos uno de los libros que nos dejaste como herencia, volvemos a verte como nos gusta recordarte: con tu pelo blanco y tu bigote espeso de abuelo sabio, hipnotizándonos con tu palabra, relatando las historias mágicas que atraías como si fueras el imán de la fantasía, pues te llegaban de la manera más natural. Nunca olvidaremos cuando viste un dragón de verdad en el cielo de Pekín, antes de que China se convirtiera en un monstruo industrial desaforado y todos los habitantes de la ciudad vestían sencillamente y andaban en bicicleta haciendo sonar las campanillas del timón.

Todavía rememoramos tu encuentro en los muelles de Ámsterdam a la madrugada, donde conversaste con el capitán Willem van der Decken, el holandés errante, quien hizo un pacto con el demonio para surcar los mares sin importar los retos naturales impuestos por Dios, pero su castigo fue la condena a navegar eternamente sin tocar tierra jamás. Tú hablaste en español y el capitán en holandés y se entendieron perfectamente porque tenías licencia de fantasía.

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Debo confesarte que no he vuelto a visitar el arbolito en tu casita de Tenjo, cuando en un acto profundamente libertario, al calor de algunos vinos, decidimos liberar un bonsái de la matera en la cual había vivido prisionero por más de quince años, para que pudiera estirar sus raíces y sus ramas como quien sale de la cárcel y recupera su derecho a la tierra, al aire, al sol y a la lluvia. No he ido a verlo, pero sé que lo sigues cuidando desde la alta atalaya del firmamento donde cuidas a los seres que amas.

Querido compadre, tus ahijadas María José y Valentina Fabia —quienes te llamaban Jairo Aníbal el Niño— también están volando por el mundo con sus propias alas y todavía recuerdan tu apartamento en la calle 19 con carrera tercera en un edificio que parecía un buque de cuatro pisos con una afilada quilla, cuando Irene y tú eran una joven pareja con los tres niños y Zoro, el perro dálmata que dio su nombre al inolvidable personaje del libro con el cual ganaste el Primer Premio del Concurso ENKA, que abrió el camino a la nueva literatura infantil en Colombia.

Imagino que tu espíritu aventurero, que te regaló una vida intensa en la cual disfrutaste de los oficios de poeta, cuentero, teatrero, titiritero, gitano, ayudante de bus y marinero en el Amazonas, que hicieron de ti uno de esos inolvidables personajes de los libros de Emilio Salgari, siempre como un niño —como tu apellido lo indica— fascinado con las sorpresas del mundo y con enamorado corazón de adolescente habitante del país de las aventuras.

Razón no le faltó a tu colega Gabo, con quien suponemos tendrás tertulias espaciales, cuando dijo: “Jairo Aníbal Niño es el autor de la infancia, de esas inolvidables vacaciones en el cielo”.

Y con esto me despido, manteniendo encendida la luz de tu recuerdo, querido compadre.

Por Celso Román

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