El Magazín Cultural

EL legado de Charles Chaplin: la lucha

"El gran dictador" es una película en donde convergen, por un lado, los rastros del slapstick y la actuación corporal y gestual del cine mudo, y, por el otro, las nuevas posibilidades narrativas que llegaron de la mano de las pistas musicales y el diálogo sincrónico del incipiente cine sonoro, que para ese momento apenas superaba una década.

Felipe Aljure
14 de mayo de 2018 - 03:00 a. m.
“El gran dictador”, estrenada en 1940 / Cineco Alternativo
“El gran dictador”, estrenada en 1940 / Cineco Alternativo

Por ejemplo, que la cámara se detuviera frente a dos personas y les hiciera planos cercanos y alternos, para que uno y otro personaje despacharan sus diálogos, o el chiste en donde la niña entra a la barbería e indiscretamente anuncia que el barbero está brillando la cabeza a un hombre calvo, pero oímos su diálogo sobre la reacción divertida de barbero y calvo, hacen parte de las primeras posibilidades narrativas que el sonido sincrónico le trajo al lenguaje del cine.

Al mismo tiempo vemos cómo al nuevo cine sonoro, y en particular a Chaplin, le costaba aún despegarse de la actuación corporal y gestual a la que estuvo obligado y habituado en su era muda. Grandes escenas de comedia corporal en clave de slapstick, como la llegada del dictador italiano o los enfrentamientos entre las fuerzas de ocupación y los habitantes del gueto, que pasan por cacerolazos en la cabeza y otras destrezas de la actuación física, se rehusaban a desaparecer. También es claro que Chaplin, pese a representar dos personajes humanamente opuestos en esta película, no se compromete aún con la actuación sonora, y solamente cuando es inevitable se somete a la quietud física que le imponen la palabra y los diálogos. Para Chaplin es natural aún usar su libertad corporal y gestual para expresarse en el modo actoral que siempre caracterizó a su Charlot, y en este caso a su Hitler también, y es por ello que la película logra navegar fluidamente en la época sonora cargando aún toda la herencia del cine mudo.

(Si dese leer más sobre Chaplin en este especial, ingrese en El legado de Chapiln: la palabra)

No podría ser de otra manera pues el cine no es sólo un acto de creadores sino también un diálogo con espectadores, y es claro que cualquier transición menos pausada habría creado confusión y rupturas con un público que para la época aún afinaba sus destrezas para leer imágenes sonoras en movimiento. Es esta combinación entre cine mudo saliente y cine sonoro entrante la que logró congelar en El gran dictador, como entre un ámbar, un momento de la narrativa cinematográfica de 1940.

Sin embargo, todo ese encuentro seminal entre el silencio y el diálogo, entre el plano abierto de la actuación corporal y los planos cercanos del cine hablado, es insignificante cuando lo comparamos con el valor del Chaplin humanista que como escritor, director y actor se enfrenta desde la sátira a un dictador que quiso tomarse el mundo a sangre y fuego y marcarlo con su impronta racial y cultural, que no es la alemana sino la nazi, que afortunadamente vio sus intentos frustrados por la reacción valiente de quienes, como Chaplin, tuvieron la lucidez para enfrentarlo abiertamente.

(Si desea leer más sobre Chaplin en este especial, ingrese en: El legado de Charles Chaplin: el sexo)

Porque también hubo una transición entre el silencio inicial del mundo ante las atrocidades de ese régimen y el valor de quienes se atrevieron a hablar y denunciarlo.

La sátira como elemento de oposición ideológica a regímenes dictatoriales resulta particularmente efectiva dado que logra mostrar bajo la luz del ridículo y el absurdo, que es a donde pertenecen, ideas y cosmovisiones que adornadas con moños y empaques creados por los aparatos de propaganda de su régimen pretenden mostrarse al mundo como racionales y convenientes.

Chaplin, con su obra crítica, marca una diferencia con algunos cineastas que aportaron a la construcción de la imaginería del tercer reich, en minúscula, con películas que bajo la máscara documental intentaron la glorificación de esa ideología asesina, como es el caso de El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl.

Es en estos contrastes donde se evidencia la firma de los autores y cómo, a través de su mirada del mundo y de su cosmovisión, transforman el cine en una herramienta de propaganda o en una de oposición y resistencia.

También riñe esta película con la falsa premisa de que el entretenimiento y la reflexión profunda se esquivan y no pueden habitar una misma película.

El cine no es ni bueno ni malo, tan sólo es poderoso y, dependiendo de en qué manos caiga y de qué ideología represente, se vuelve una fuerza para la destrucción y el sometimiento o una para la construcción y la libertad.

Por Felipe Aljure

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