El Magazín Cultural

Luto (Puro cuento)

En nuestros especiales de Cultura de los viernes, presentamos una selección de cuentos escritos por algunos de nuestros colaboradores y periodistas, titulada "Puro cuento".

Andrés Mendoza
20 de julio de 2019 - 12:30 a. m.
Cortesía
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—Bruto —le dijo a Orlando mientras lo empujaba con el codo.

Tomó la caja de fósforos que cayó en el piso. Sacó uno nuevo. Ahora quedaban tres.

—Eres un tonto. Ya ibas a gastarte el tercero.

—No jodas.

—No jodas tú.

Tomó los troncos que estaban acomodados en forma de balsa. El primero, el más grueso, fue apoyado sobre los otros dos. Una vez terminó de acomodar el trípode, probó su estabilidad con un par de golpecitos.

Si le interesa leer otro cuento de este especial, ingrese acá: Un encuentro fortuito (Puro cuento)

—Y te acabaste la yesca.

—Ya, en serio. No me jodas.

—¿Quemaste el periódico de la maleta? —le dijo mientras revisaba qué se había quemado debajo del trípode.

—Sí.

—¡Carajo, Orlando! ¡Esas eran nuestras cobijas!

—Lo siento.

—Lo siento —le repitió mofándose de su voz—. ¿Ahora con qué nos vamos a tapar esta noche?

—No sé.

—Claro que no sabes. Te importa un carajo. Pero no es grave, ¿cierto? Tienes a tu hermano para que te resuelva, ¿no?

—Ya, no jodas.

Siguió revisando las ramitas y hojas secas debajo del trípode mientras iba descartando todo lo que estuviera negro y frágil. A excepción de un par de hojas cafés y unas ramas, casi todo se había quemado. Después de un rato buscando, se encontró con el pedazo de tierra que habían despejado para armar la fogata.

—¿Será que, por lo menos, puedes buscar algo de yesca para prender esta joda?

Orlando se alejó de la orilla sin contestar. No hacía falta que lo hiciera para saber que obedecería.

Gabriel se quedó al lado del trípode sin saber muy bien qué hacer. Intentar prenderlo, sin la yesca, sería una pérdida segura de los pocos fósforos que les quedaban. Prefería evitar el riesgo y esperar a que su hermano trajera más ramas y hojas muertas para poder mantener algo quemando mientras se prendían los troncos.

Después de un rato al lado del trípode, tomó una de las ollas que habían traído para llenarla de agua. Así no perdería tiempo buscándola e hirviéndola una vez tuvieran fogata.

Se acercó al río para llenar la olla con agua. Mientras bajaba a la orilla, alcanzó a ver algunas nubes grises que iban saliendo de la tierra hacia el cielo. Qué rápido crece la ciudad, pensó. Cerró un poco los ojos para hacer más nítida la imagen a la distancia. Se alcanzaban a ver algunos reflejos de invernaderos y una que otra caldera que sobresalía entre las copas de los árboles.

Una vez llenó la olla con agua, se fijó en qué dirección corría. Afortunadamente, pensó, todavía no había fábricas y granjas cerca que la ensuciaran.

Para cuando volvió a subir, Orlando estaba al lado de la fogata sin prender. Estaba acomodando lo que había recogido debajo del trípode.

—¿Pero qué haces?

—¿Qué?

—No metas todo de una. La idea es quemar sólo una parte primero.

Empezó a sacar lo que su hermano había embutido debajo de los troncos. Lo dejó, junto con las pocas cosas que no se habían quemado en el primer intento de fogata, en una gorra que habían dejado boca arriba sobre el piso.

—Tengo hambre.

—¿Y?

—Pues que no sé qué comer.

—No sé. Estoy alistando esta… esta joda.

—Es que tengo hambre.

—¡Que estoy intentando prender esta mierda! —le gritó.

Orlando se acostó boca abajo sobre el piso.

—Qué culada de paseo.

—Busca en la maleta de papá. Creo que hay unas bolsas de maní.

—No quiero maní.

—¿Entonces qué quieres? ¿Pasta cruda? ¿Arroz crudo y fríjoles fríos?

Orlando fue hacia la maleta. Mientras buscaba el maní, vió el rodillo de fibra que debía convertirse en carpa.

—¿Quieres que vaya montando la carpa?

—No. No quiero que la cagues con la carpa también.

—No me jodas.

—En serio. No quiero que elijas un mal lugar o la rajes.

El primer montón de yesca se empezó a agotar. A Gabriel le preocupaba que se gastara toda la de la gorra sin lograr prender la fogata.

—¿Qué es la demora?

—Te callas.

—¿Maní?

—No.

—Voy a bajar al río.

—No te metas mucho.

—No.

Se fue pateando lo que encontraba. Piedritas pequeñas. Ramas. Una lata que alguien había dejado botada. Más piedritas. Lo hacía con rabia. A ratos imaginaba que era la cabeza de su hermano. La de la novia con la que llevaba escapando por años del matrimonio. La de todos los que le decían Gabrielito. No se permitía decirlo en voz alta, pero sabía que detestaba a su hermano.

Se quitó toda la ropa y la dejó amontonada a unos metros de la orilla. Levantó una piedra que estaba cerca con bastante esfuerzo. Cuando por fin la tuvo entre sus brazos, caminó tambaleándose hasta la ropa. Dejó caer la piedra encima. No quería que el viento se la llevara. Mucho menos que su hermano lo regañara por haberla perdido.

Sintió un corrientazo en los tobillos cuando metió los pies en el agua. No puedo creer que papá disfrutara de esto, pensó. Siguió entrando mientras sentía cómo se le metían piedritas entre los dedos de los pies. El corrientazo fue subiendo por las rodillas y los muslos. Se detuvo. El frío le había recogido los testículos como nunca. Decidió que el agua no debía subir más.

Se acordó de su padre. Él le había dicho varias veces que había algo de mágico en meterse al río. También le había dicho que la sensación de cruzar hasta la otra orilla era incomparable.

No podía. Por más que intentaba hundirse un poco más en el agua, el corrientazo en la ingle y en la espalda le hacían desistir de la idea. No veía nada de mágico en ello, contrario a lo que le había dicho su papá. Tampoco creía que del otro lado del río la cosa cambiara.

Gabriel decía lo mismo. Toda la mañana había inhalado ruidosas bocanadas mientras decía «¡Ah, qué delicia de aire!». Lo hacía sin variar entre repeticiones. A veces estiraba los brazos como un cristo, se detenía un par de segundos, y repetía la frase. «¡Ah, qué delicia de aire!». Papá era un intenso, pero no un imbécil, pensó Orlando.

El corrientazo se le había pasado. Todavía lo sentía cuando el agua saltaba y tocaba partes secas, pero no en las que llevaban un buen rato metidas. Había pensado en su hermano el tiempo suficiente para que las piernas se acostumbraran a la temperatura del río. ¿Quién se cree con su estúpida fogata?, pensó.

Finalmente logró meter toda la cadera en el agua. Ahora, más que la entrepierna, le preocupaban los corrientazos en la espalda. Tan pronto sintió que el agua iba mojando partes que todavía sentía tibias y secas, decidió hundirse por completo en el agua. Se dejó caer hacia adelante. Rápidamente sacó la mitad de arriba de su cuerpo del agua. Respiró un poco agitado. Tragó algo de aire. En poco tiempo dejó de sentir los corrientazos. Ya no sentía frío, ni la diferencia entre partes húmedas y secas. Se acurrucó para dejar que el agua le terminara de desacomodar el pelo. A ratos levantaba los pies para que el agua lo arrastrara un poco. Sabía que su padre hacía lo mismo, aunque nunca se lo dijo.

Nadó hasta la otra orilla. El agua lo empujó un poco. El esfuerzo lo hacía en diagonal. Para ir contra la corriente, y para poder cruzar. Nadó así hasta que se encontró una piedra grande y redonda saliendo del agua. Procuró quedar un poco río arriba de ella, para ser arrastrado un par de metros hasta la piedra.

Se sentó sobre ella. La sensación no le gustaba tanto. El viento le pegaba en la piel. Volvió a meterse al agua para seguir nadando en diagonal. Su padre también le había intentado enseñar a nadar. No le prestó tanta atención en ese entonces. Aún así me defiendo, pensó.

Una vez en la otra orilla, se dejó caer sobre las piedritas. Se quedó mirando las nubes mientras se le iba pasando la fría sensación de volver a salir del agua. Ya no jadeaba como perro. Había pasado el tiempo suficiente acostado como para reponerse del nado. Seguía sin sentir que en esos tragos de aire había algo de mágico. Tampoco sentía que cruzar el río fuera algo como para hacer tanta bulla. Se siente bien, y punto, pensó.

***

Para cuando volvió, Gabriel ya había comido. Le dejó la mitad de la olla con un revuelto de pasta y sardinas en salsa de tomate.

—¿No que tenía hambre?

—Tengo.

—¿Por qué se demoró tanto?

—Ay, no me joda.

—Ahí le dejé unas pastas en la…

—Sí, ya vi. Déjeme comer.

Gabriel levantó la carpa sobre un pedazo de tierra que, aunque inclinado, era plano y suave. Había embutido las puntas de las varillas en las esquinas de la carpa desinflada. Dejó correr los pasadores de fibra sobre las varillas. Terminó de fijar las esquinas al piso. Abrió la cremallera de la puerta. Metió su maleta. Metió la maleta que había sido de su padre. Metió la maleta de Orlando. Hizo todo con el mayor ruido posible, de manera que su hermano lo viera levantar la carpa. No lo logró. Orlando se quedó pegado a la olla. Se demoró lo más que pudo comiendo las sardinas con pasta. No le gustaban. Tampoco quería darle a su hermano el placer de verlo armar la carpa. Cuando terminó con la olla, se quedó mirando las llamas saliendo del trípode.

Gabriel terminó de meter las cosas en la carpa. Se acostó en uno de los sacos de dormir. No fue capaz de usar el de su padre. Empezó a llorar mientras pensaba en él. No quería que Orlando lo escuchara.

La llama empezó a hacerse más y más pequeña mientras Gabriel intentaba ahogar sus quejidos desde la carpa. Orlando no quería hablar con él. No quería preguntarle si estaba bien o si quería algo. Lo detestaba. Después de un rato el llanto terminó. Empezó a roncar. Ocurrió más o menos al mismo tiempo que Orlando se quedó dormido por fuera de la carpa y la fogata se apagó.

Por Andrés Mendoza

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