El Magazín Cultural

Masculino femenino

Rubén Mendoza pertenece a una generación que filma sin tregua en Latinoamérica; en un mapa que renueva la mirada sobre sus personajes y la manera como sobreviven en el continente.

Hugo Chaparro Valderrama
06 de abril de 2019 - 03:30 a. m.
La película dirigida por Rubén Mendoza se estrenó en Colombia el pasado 4 de abril.  / Cortesía “Niña errante”
La película dirigida por Rubén Mendoza se estrenó en Colombia el pasado 4 de abril. / Cortesía “Niña errante”

Una generación con los beneficios de un ritmo de producción distinto al que enfrentaron en Colombia los héroes culturales que, durante la segunda mitad del siglo XX, hicieron de la dificultad un reto para continuar rodando, cuando el celuloide era una cinta de sueños y la masificación de las imágenes en movimiento esperaba en el futuro de la revolución digital.

Su filmografía intenta rebasar los límites de lo que se ha visto y narrado; confirmar que la vanguardia cinematográfica es la tradición matizada con la perspectiva del mundo que le toca en suerte a un realizador. Al fin y al cabo, como escribió William Faulkner, “quizás el vivir sea diferente, pero no la vida. El tiempo nos cambia, pero el propio tiempo no cambia”.

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Desde que estudiara la carrera de Cine y Televisión en la Universidad Nacional, de la que se graduó en 2003 con su corto ¡Estatuas!, Mendoza ha observado el espacio físico e imaginario de una realidad rotulada con ese vocablo desconcertante: “Colombia”, potenciada por sus ficciones y por los relatos que nos acercan a la intimidad de su memoria.

La violencia y sus herencias malditas —La cerca (2004), Tierra en la lengua (2014)—; el desquiciamiento urbano —La sociedad del semáforo (2010), Memorias del Calavero (2014)—; las noticias dispersas de la historia organizadas en un documental —El valle sin sombras (2015), sobre la tragedia de Armero— y la vida de un ser humano y sus dilemas filmados por la cámara —Señorita María, la falda de la montaña (2017)— hacen parte de las exploraciones formales de Mendoza.

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Películas que se reflejan entre sí y enseñan la coherencia temática de su obra en construcción. Historias que avanzan por carreteras o por vías férreas que conducen al encuentro de los personajes y cierran el plano general del paisaje con el primer plano de sus vidas, reales o imaginarias: conocemos al abuelo desalmado y a los nietos de Tierra en la lengua mientras siguen por el rumbo que los llevará hasta la hacienda donde explota el drama; nos acercamos a la señorita María después de que la cámara recorre, en un par de minutos, el kilometraje de una carretera, abreviado por la edición al inicio del documental, sumergiéndonos después en la soledad rural donde vive la mujer; la aparición flotante de Ángela en Niña errante, avanzando sobre la vía de un ferrocarril, sugiere con su voz en off que está soñando, que un río la despertará, que Dios es una bruja.

El adjetivo que califica a la niña anuncia los viajes que hará en la película mientras asimila el duelo por el fantasma de su padre: el viaje con sus hermanas en el transcurso de los descubrimientos que les traerán el azar y el viaje de su crecimiento, cuando la niña conocerá el mundo de forma sabiamente apresurada, atestiguando las virtudes y calamidades que viven los adultos, hasta que ella se despida de su pubertad para entrar, con un llanto ingobernable, al circo de algo tan maleable e impreciso como es la madurez.

Niña errante es una película exclusivamente femenina, narrada con una mirada masculina, en la que se prolonga la visión de Mendoza por las mujeres, por su dolor, su inteligencia y su solidaridad en contravía con la arrogancia de los hombres, implícita en La cerca, Tierra en la lengua y Señorita María. Narrada con alegorías metafóricas que describen la incertidumbre de Ángela (Sofía Paz Jara), cuando la vemos soñar en el río; en el hospital donde su mano se pasea sobre un cristal; en una escena que podríamos imaginar como la recreación de un regreso al origen cuando se recuesta en una tina con su hermana Carolina (Carolina Ramírez), encontrándose los cuerpos de la niña y de la mujer embarazada alrededor del misterio que espera por Ángela y que será descifrado cuando crezca.

Cuerpos al servicio del guion escrito por Mendoza, descritos por la cámara con una mirada que evidencia su curiosidad voyerista, revelada en planos que parecen filmados por un documentalista de la intimidad femenina, física y emocional. Cuerpos con distintos registros dramáticos: serenos en la confianza de las complicidades femeninas o amenazados por la violencia que manifiesta la brutalidad masculina. En circunstancias que hacen de las tres hermanas un trío maternal para Ángela, cuando cada una le señala un rumbo posible para su porvenir.

La piel acalorada del trópico es entonces el territorio de las emociones, confrontadas con la razón en el campo de batalla donde Carolina y sus otras dos hermanas, Paula (Lina Marcela Sánchez) y Gabriela (María Camila Mejía), protegen la fragilidad de Ángela.

El eje narrativo de la historia explica la evolución de las ideas que tiene la niña atendiendo el legado de la experiencia y sus lecciones. Construye el universo de Ángela al ritmo de las sorpresas que le depara el viaje. Hace de la sutileza —fragmentada por la brusquedad emocional de las conversaciones telefónicas que tiene Claudia con su marido, por las tensiones eventuales entre las hermanas, por el salvajismo de la misoginia— una clave narrativa como sucede en otras películas donde menos, la sobriedad y su cautela, significa más cuando se cumple con el propósito de la sencillez para recrear un mundo a la manera de los viajes que hacemos en Historias mínimas (Carlos Sorín, 2002); Retratos en un mar de mentiras (Carlos Gaviria, 2010); Club Sándwich (Fernando Eimbcke, 2013); Tanta agua (Leticia Jorge & Ana Guevara, 2013) o La delgada línea amarilla (Celso García, 2018).

La geografía de la Niña errante es un entorno que influye en las hermanas. Un espacio al aire libre donde se desvanecen la claustrofobia y el dolor de la muerte, y donde se narra un relato episódico sobre la dificultad de una relación que se inicia de manera tortuosa hasta que las circunstancias invierten los términos.

En los créditos finales, Mendoza nos descubre el itinerario del rodaje y las referencias que guiaron a su niña. “Esta película se filmó atravesando las tres cordilleras de Colombia, desde el océano Pacífico, al sur, hasta el Atlántico norte, en la baja Guajira, por más de 1.300 kilómetros y 18 ríos”.

Un continente al que agregó el contenido, gracias a las mujeres que fueron “fundamentales en la inspiración y espíritu de esta película”: exploradoras del cuerpo femenino como Débora Arango; fotógrafas como Diane Arbus, que expusieron ante el lente “el temor y la vergüenza” de sus personajes maltratados; artistas como Francesca Woodman, que hicieron de la sexualidad una metáfora visual; observadoras cercanas del rostro humano y la “carne orgullosa” del cuerpo como Sally Mann; la actriz Judith Malina, compañera de Julian Beck en la aventura teatral que fue en los años 50 el Living Theatre, una pareja que denunció los ultrajes de la civilización y fue consciente de que cualquier revolución estética empieza con una revolución personal; escritoras como Lucia Berlin y Margaret Atwood, que desnudan en sus obras el mundo femenino y logran desde la ficción mostrarles a los hombres de qué se trata el otro lado de la luna.

Influencias que obedecen a épocas distintas y actitudes creativas diferentes; que plasmaron, según las circunstancias de cada una de ellas, las formas de vivir que se transforman con el tiempo según Faulkner. Referencias de Mendoza para conocer varias miradas sobre lo femenino, desde lo femenino, y para confrontar el legado de sus obras con la visión masculina revelada en Niña errante. Una película que podría recordarnos a Balthus y sus retratos de muchachas en el umbral de la pubertad. Polemizar, a favor o en contra, acerca de su obra según la declaración que hizo el pintor cuando manifestó que su erotismo no era perverso, que sus cuerpos lánguidos respiraban inocencia y recreaban “la verdad de la infancia”.

La comprensión del mundo es variable, tanto como las visiones múltiples que surgen alrededor de una película. Niña errante sitúa al espectador ante la diversidad sobre la que se interesó Jean-Luc Godard en Masculino femenino (1966), averiguando dónde está el centro del mundo: ¿tal vez en cada uno de nosotros? ¿Posiblemente en el amor y sus rituales? ¿Quizás en la ilusión del equilibro, presentado por Godard como una aventura pasional que anima el sueño que es la vida?

Por Hugo Chaparro Valderrama

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