El Magazín Cultural

Saint-Exupéry y la amiga inventada

“Cartas a una amiga inventada” (José J. de Olañeta, Editor, 2015) reúne una selección de las cartas que el autor de “El Principito” le escribió a Renée de Saussine entre 1926 y 1931.

Sorayda Peguero Isaac
02 de julio de 2019 - 07:16 p. m.
Antoine de Saint-Exupéry ante uno de los aviones que piloteó./ AFP
Antoine de Saint-Exupéry ante uno de los aviones que piloteó./ AFP

Antoine de Saint-Exupéry “cogía un cigarrillo entre el índice izquierdo y el dedo corazón sosteniendo al mismo tiempo la caja de cerillas. Frotada con la mano derecha, de una de ellas brotaba la luz que lo iluminaba desde abajo, languidecía, moría”. Así lo recordaba Renée de Saussine, su gran amiga.

Por cada carta que Renée de Saussine no contestaba, Saint-Exupéry sentía que moría un poco. Saint-Exupéry y Bertrand, el hermano de Renée, se conocieron en el Liceo Saint-Louis. Así surgió la amistad que durante años se sostuvo en una correspondencia íntima, un intercambio epistolar marcado por un profundo sentimiento de melancolía y los enfados del escritor francés cuando no recibía las cartas de Renée con la inmediatez deseada. Algo que ocurría a menudo y que lo llevaba a pensar que Renée podía ser un fantasma de su imaginación: una amiga inventada.

Antoine Jean Baptiste Marie Roger de Saint-Exupéry nació el 29 de junio de 1900 en la ciudad francesa de Lyon. Tras la muerte de su padre, cuando apenas tenía cuatro años, él, su madre y sus cuatro hermanos se trasladaron a un castillo de Saint-Maurice-de-Rémens, propiedad de su tía, la condesa de Tricaud. Desde los siete años, el pequeño Antoine conservó un baúl en el que guardaba sus posesiones más valiosas: algunos juguetes, fotografías, sus proyectos de tragedias en cinco actos y las cartas que recibía. “No hay otra cosa en mi vida que tenga más importancia que este baúl. Todo lo demás, el tiempo que pueda hacer, el menú de mis comidas, lo que será de mí en el futuro, me da absolutamente igual”.

Recién cumplidos los 21 años, después de tratar de ingresar —sin éxito— en la Escuela Naval, de tomar algunas clases en la Escuela de Bellas Artes y de servir a la Fuerza Aérea de su país, Saint-Exupéry obtuvo su licencia civil de aviación. Estuvo trabajando en las oficinas de las Tullerías de Boiron y como representante comercial de una empresa de camiones, pero su deseo de ver mundo y de emplearse en un oficio que lo apartara de la monotonía lo llevó a convertirse en piloto del correo postal de la compañía Latécoère. Lejos de su casa, familia y amigos, el joven aviador escribía cartas con las que pretendía ahuyentar la soledad y practicar el arte de la conversación. “Esta noche te fabrico a mi gusto —le escribió a Renée de Saussine— y no sabes qué amable me estás resultando. En el fondo estas son las únicas conversaciones que tengo contigo. Las que yo mismo invento”.

Saint-Exupéry le escribía a su amiga desde Toulouse, Alicante, Perpignan o Tánger. Desde un café llamado Lafayette, un hangar o la habitación número 32 del hotel Grand Balcon. Le escribía con gripe y unas décimas de fiebre, con las manos heladas por el aire frío, expulsando el humo de un cigarro o dando pequeños sorbos a un vaso de café con leche. Decía que para escribir había que vivir y, sobre todo, ver. Escribir era la consecuencia de experimentar la vida, un territorio que Saint-Exupéry exploraba desde el aire o a ras de suelo. Lo dijo en una entrevista publicada en mayo de 1939: “Para mí volar o escribir son la misma cosa”.

Cartas a una amiga inventada (José J. de Olañeta, Editor, 2015) reúne una selección de las cartas que el autor de El Principito le escribió a Renée de Saussine entre 1926 y 1931. En algunos fragmentos se advierten cuestiones que el escritor francés plantearía después en sus libros: la infancia que añora a lo largo de toda su vida adulta, la importancia que para él tiene la amistad y el miedo a que el olvido pueda arrebatársela, algo que parece preocuparle incluso más que su propia muerte. En una de sus cartas le dice a su amiga Renée: “Me has domesticado”, un concepto que el zorro le enseña al Principito el día de su primer encuentro: “Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo”.

En Toulouse, mientras aguarda su turno para volver a pilotar, Saint-Exupéry coquetea con la dependienta de un estanco. En un solo día se abastece de cigarros y fósforos que podrían ser suficientes para el consumo de un mes. Observa a la dependienta y se pregunta en qué estará pensando. Pero no le dice nada. Ella tampoco le dice nada. Es el atardecer de un domingo lluvioso. En el camino, de vuelta al hotel, se detiene ante los escaparates. Se queda mirando las camisas y los zapatos de las tiendas. Sueña con ser un gigoló, uno de esos hombres con estilo que a las mujeres les parecen encantadores. Hombres que se sienten amados. Es lo que más quisiera Saint-Exupéry: sentirse amado. Mira su reflejo en el cristal. La nariz respingona que en el colegio le valió el mote de “Pique-la-lune”. El cabello peinado con una raya perfecta que disimula su incipiente calvicie. Enciende otro cigarrillo. Tiene las manos regordetas y manchadas de grasa. Esas manos en las que una adivina leerá su futuro —“se casará con una mujer extranjera y llegará a ser un escritor célebre. Pero evite el mar y, a partir de los cuarenta años, desconfíe de los aviones en los que vuele”— no son las hermosas manos de un seductor, pero saben escribir y sostener un rostro con delicadeza, como si ese rostro fuera un sorbo de agua que no debe derramarse. Cuando regrese a su habitación le escribirá sobre todas estas cosas a su amiga, la “perezosa” Renée.

En enero de 1930, Saint-Exupéry le envía una carta a Renée desde Buenos Aires. Acaban de nombrarlo director de la filial de Aéropostale en Argentina. Con un sueldo de 25.000 francos al mes, se dedica a deambular sin rumbo por la ciudad y a comprar cachivaches que ni siquiera le interesan. Sus nuevas responsabilidades le han arrebatado su bien más preciado: la libertad. Dice que sus cartas están llenas de frases sin importancia. También dice que cada palabra que escribe está habitada por sus secretos. Le cuenta a Renée que ahora es un hombre de rutinas, de hábitos que le chupan la juventud y su discreta alegría de vivir. Pero le queda un consuelo, lo único que puede aligerar el peso de la distancia, de tantas ausencias, del destino que se avecina. Saint-Exupéry puede volar.

Por Sorayda Peguero Isaac

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