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El último caballero

Raimundo Emiliani Román, conservador a ultranza. A este cartagenero le atribuyen en el país la proliferación de los días festivos.

Carolina Gutiérrez Torres
06 de junio de 2010 - 09:00 p. m.

Raimundo Emiliani Valiente —el hijo— estaba escuchando noticias en la radio cuando de pronto el locutor se empezó a exaltar. Narraba, como la pelea de boxeo del año, que un militante de la Anapo (partido político Alianza Nacional Popular) había entrado al recinto del Congreso enfurecido, frenético, y se le había lanzado al distinguido y siempre caballeroso senador Raimundo Emiliani Román —el padre—. Un insulto. Una bofetada. El señor Emiliani dejó lo cortés para responder la agresión. El traje siempre impecable; el reloj de bolsillo; el pelo perfectamente peinado hacia atrás, fijado con gel o vaselina: todo dejó de importar. Así lo narraba el locutor y el hijo no podía creerlo. “Esa fue la primera y única vez que vi a mi padre despeinado”, diría años después, entre risas, y explicaría que la razón de la disputa es así de sencilla: su padre era un conservador a ultranza y el agresor, un radical de izquierda.

Al señor Raimundo Emiliani Román —hombre de facciones finas, discurso elocuente y sonrisas esporádicas— le atribuyen en Colombia la creación y proliferación de los días de fiesta. En vida defendía su causa argumentando que “dicen que hay muchos festivos, pero eso sí no es culpa mía, yo lo único que hice fue crear una ley —la Ley Emiliani— para trasladar las festividades para los lunes”. Luego de su muerte, en 2005, fue el hijo el que heredó la misión de defender la iniciativa de su padre. “Explique por favor que él lo que quería era fomentar el turismo y la eficiencia en las fábricas”, dice Emiliani, el hijo.

En Cartagena, en el barrio Manga, en 1914, nació Raimundo Emiliani: hijo de Nicolás Emiliani Vélez y María Teresa Román —familia creadora de la Kola Román—; bisnieto de alguno de los inmigrantes italianos que llegaron a los puertos marítimos de Colombia en busca de fortuna, los mismos que luego fundarían las más importantes compañías de joyas, zapatos o bebidas en la costa del país. La familia Emiliani invertiría el tiempo y el dinero en una fábrica de cigarrillos que llegaría a ser la más poderosa de la región.

Del matrimonio Emiliani-Román nacieron seis hijos: Yolanda, la primogénita, sería coronada como la primera Señorita Colombia; “era hermosa, muy hermosa, pero le ganaba en belleza mi tía Eulalia”, dice el señor Raimundo, el hijo, desde la Universidad Sergio Arboleda de Bogotá, donde su padre se consagró como maestro de Derecho Civil. El segundo en nacer fue Raimundo Emiliani, el protagonista de esta historia, el que hizo posible que la fiesta del Corpus Christi se celebrara hoy lunes. Luego concibieron a los gemelos Enrique y Nicolás, a Álvaro y a Eulalia.

Sólo hubo un político en la familia: Raimundo; sólo hubo uno que dedicó la vida entera a los cargos públicos: ministro de Trabajo y Justicia, congresista, embajador en Suiza, Brasil, el Vaticano, Cuba y Uruguay,  miembro de la Asamblea Nacional Constituyente. “Laureanista a morir”, dice el hijo, intentando complementar la hoja de vida de su padre, intentado que la memoria le permita contar hasta el más mínimo detalle de la vida de Emiliani; “ya estoy viejo —suele decir— y con la vejez vienen los olvidos”.

La familia vivía en Manga, “el único barrio que existía en Cartagena empezando el siglo XX”, dice el hijo. El señor Emiliani Román estudió la primaria en el colegio La Esperanza. Y fue por esos años cuando se enamoró de Hortensia, la que sería su esposa y madre de sus tres hijos. Ella tenía 12 años y él 17 cuando empezó el noviazgo. El matrimonio vendría siete años después, cuando la muchacha terminó el colegio y recibió la bendición de los padres; y cuando el muchacho ya había obtenido el diploma de abogado de la Universidad Nacional de Colombia. Para ese momento, Emiliani contaba con el reconocimiento de ser uno de los diputados más jóvenes de Bolívar. En Cartagena nacieron los tres hijos de Raimundo y Hortensia. El único varón fue bautizado con el nombre del padre, y las niñas fueron llamadas Hortensia y Yolanda: como la madre y la tía reina de belleza.

1957. Empezó la Junta Militar de Gobierno y la familia se trasladó a Bogotá, “a una casa gigante y helada en el centro de la capital”. Emiliani fue nombrado ministro de Trabajo. Lo llamaban “Rey” por su nombre, lo llamaban “Ministro lechuga” por una famosa marca de gel y su peinado estático. Luego vendrían cargos diplomáticos en otros países y otros ministerios y el Senado y la creación del Sena, las cajas de compensación familiar y el subsidio familiar. Esta última parte de su obra es quizá la que más orgullo le despertaba. Incluso, en entrevistas, solía resaltar su autoría en aquellas iniciativas y pedir, por favor, que no lo recordaran sólo por la famosa ley de los lunes festivos.


Raimundo Emiliani, el político, era un hombre de voz tajante “que se hacía oír —dice su eterno compañero en el conservatismo Enrique Gómez Hurtado—. Un caballero de modales exquisitos y figura fina”. Sus debates en el Congreso son recordados por lo elocuentes, por lo vehementes, por lo doctrinarios. Muchos le criticaban que fuera exageradamente conservador, tradicionalista, religioso, apegado a las viejas normas y eterno partidario de Laureano Gómez. Pero él se jactaba de ser laureanista, y no dudó en hacer oposición al golpe militar de Gustavo Rojas Pinilla, perpetrado el 13 de junio de 1953, cuando Gómez estaba en el poder.

Raimundo Emiliani, el padre, era igual de riguroso e inflexible, pero cariñoso y un eterno enamorado de sus hijos. Cuando su único hijo varón cumplió seis años le impuso un régimen inquebrantable: después de almuerzo, el niño debía leer durante dos horas historia, literatura, Don Quijote de la Mancha; luego tenía que dedicar dos horas más a escuchar música clásica. Con los años, la imposición se convirtió en placer. Al niño el padre también le enseñó a bailar sobre sus pies tango y cha cha chá. El señor Emiliani era un gran amante de la música. “El viejo, a pesar de su seriedad, era muy feliz”, dice su hijo. “Tenía un humor muy fino y era un magnífico relator de cuentos”, asegura Gómez Hurtado.

También fue maestro. Enseñó Derecho Civil y Obligaciones en la Universidad Sergio Arboleda. Era cumplido. Exigente. Culto. De tono fuerte y discurso fluido. Elegante al hablar. Así lo recuerda José María del Castillo, decano de la facultad de Derecho y su amigo por años. “Pasar un examen preparatorio con él era imposible. Su frase más famosa era ‘siga estudiando mijo’”, cuenta Del Castillo y lo confirma Ernesto Lucena, vicedecano y ex alumno del señor Emiliani. Era famosa también la exigencia que les hacía a sus alumnos de que se memorizaran la definición de obligaciones en latín. En clase no escondía su religiosidad extrema, y eran frecuentes los discursos en los que dejaba entrever que nunca apoyaría una idea que contradijera los paradigmas de la Iglesia católica.

Quizá su amigo más entrañable los últimos años fue Lácydes Moreno: escritor, diplomático, miembro de la Academia Colombiana de la Lengua y quizá uno de los más importantes chefs del país. Con él Emiliani disfrutaba la pasión del buen comer. De los platos italianos: espagueti, fetuccini y ravioli. De las empanadas, los quesos y las butifarras. Del Martini. Cada sábado, sagradamente, se reunían en el apartamento del señor  Emiliani y preparaban una cena para los amigos. Una cena de 7:30 p.m. a 9:30 p.m. porque el anfitrión acostumbraba ir a dormir temprano. “Raimundo fue uno de los últimos caballeros andantes del señorío”, dice el señor Lácydes, con los recuerdos intactos y la voz vigorosa a pesar de los años.

La historia del caballero Raimundo Emiliani finalizó el 2 de octubre de 2005. 91 años y el señor todavía conducía su carro —un Mazda 323 que fue tan famoso como su tradicional Opel—. Todavía recorría la ciudad a pie, “porque caminar es salud”. Los últimos cuatro meses estuvo postrado en su cama, sin poderse poner en pie ni valerse por sí mismo, lo que lo atormentaba más que la misma muerte. “Me decía ‘Lacho, estamos en las últimas’ y apagaba los ojos —cuenta Lácydes Moreno, con un dejo de nostalgia—. Su vida se fue apagando noblemente”. La misma noche de su muerte, a causa de un edema pulmonar, Raimundo Emiliani, su hijo, lo había visitado. Antes de salir, el señor Emiliani le suplicó: “Hijo, mándame la muerte”. “No puedo mandarte la muerte papá, pero te doy la bendición para que todo salga bien”.

cgutierrez@elespectador.com

Por Carolina Gutiérrez Torres

 

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