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La carga del dolor

Unidos por el estigma de un apellido y por las cicatrices de la guerra, los descendientes de ‘Manuel Marulanda Vélez’ en el Quindío se olvidan de la violencia y buscan un bálsamo para la paz.

Adriana Patricia Giraldo Duarte
02 de junio de 2014 - 02:00 a. m.
Jorge Arenas Marín en su casa en el departamento del Quindío.   /Laura Castaño Giraldo, Paola González Lozada
Jorge Arenas Marín en su casa en el departamento del Quindío. /Laura Castaño Giraldo, Paola González Lozada

Los une un apellido y a la vez un estigma. Cargaron varios de sus muertos y se los llevaron del sitio donde los perdieron para que nadie más los viera, los cuestionara o agrediera.

El círculo de dolor y odio que bordea la vida de los descendientes de Pedro Antonio Marín o Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo, se cerró para estos dos primos hace unos años en Armenia, la pequeña ciudad que los acoge pese a que poco saben el uno del otro.

Jorge Arenas Marín y Luz Mila Marín Cardona comparten el origen y el amor por Génova, una tierra enclavada en la cordillera del Quindío, en el cruce de caminos que alentó la violencia bipartidista en los años cincuenta, contra la cual aún luchan como seres humanos que valoran un futuro pacífico para sus nietos, basado en el entusiasmo de la solidaridad.

Todavía en tiempos de una guerra más moderna, pero igual de ensordecedora, están unidos por una categoría que deambula entre el odio, la rabia, la resiliencia y la necesidad de perdonar y hablar de paz, justo hoy que el país entero se divide entre dos conceptos que ellos, como muchas víctimas del horror, entendieron a la perfección.

A veces exteriorizan una sensación de pesadez, producto de los recuerdos que muestran con recurrencia, sobre las noches en las que cargaron junto a sus dolidos familiares los cuerpos sin vida de quienes partieron equivocadamente y antes de tiempo porque la incomprensión les entró en forma de balas.

A los 16 años, y antes de que el más vistoso de los Marín empezara a hacer historia por sus actuaciones, Jorge Arenas Marín ya le huía al obligado ejercicio de empezar a contar en los muertos, de manera exponencial, el fin de su familia.

Primero fueron sus primos Alberto Londoño Marín, Carlos León Marín y Belisario Marín en 1952. Uno en tránsito al hospital; otro a lomo de mula, de regreso a la finca; todos por haber nacido cerca de Pedro Antonio Marín. Tras sus exequias las advertencias familiares se agudizaron, al igual que las preocupaciones de las mujeres de la familia, los seguimientos y la persecución por los sitios que frecuentaban.

Sin embargo, el gran dolor que adhirió a su vida lo vivió cuando la violencia alcanzó a su hermano Tiberio Arenas Marín, de 17 años. Esa noche abandonó la lectura que hacía a la luz de una vela en una finca cafetera, llegó al hospital y se enfrentó al portero para llevárselo de la camilla. “El muerto no es suyo, por eso se va conmigo”, le dijo antes de sacarlo del lugar.

Corría un Domingo de Ramos de 1953. Antonio de Jesús Arteaga, el cura conservador que ordenó el toque de campanas media hora antes de la ceremonia, se negó a celebrar las exequias de Tiberio, ratificando el estigma que sobrevive no sólo a los Marín, sino a más de 50 años de guerra en Colombia.

La iglesia estaba cerrada y no podían esperar a que uno de los hermanos del muerto, que prestaba servicio militar en Armenia, llegara a Génova a darle el último adiós. El sacerdote se empecinó en llamar a la ceremonia en la hora habitual porque le interesaba poco que el entierro de otro liberal tuviera que remitirse a Caicedonia, en el Valle, o a Calarcá, en la cordillera quindiana.

Al soldado nunca le dieron permiso. A Tiberio “lo enterraron de mala gana”, gracias a la osadía gritada por Jorge Arenas Marín en la puerta de la casa cural: “El sepelio es a las 4 y no a las 11, como usted quiere, porque yo soy el que pone el muerto y pongo la plata. Ahí le dejo a mi hermano”.

Le pegaron un tiro al más joven de la familia. La historia de ser Marín se repetía.

Una noche de 1994, al ver los cuerpos de dos de sus jóvenes sobrinos atacados a bala por la espalda, tras terminar de bailar en las casetas, en medio del estruendo de las fiestas del pueblo, la rabia se apoderó de Luz Mila Marín.

Mientras llegaba el Ejército, no quitaba la mirada de los orificios que dejaron las balas en sus caras y sus cuerpos. Su hijo menor le tapó bruscamente la boca, como para callar el verdadero pensamiento, esa necesidad de gritarles a todos que eran campesinos normales, sin afanes de apoderarse de lo ajeno, sin pretensiones de sumarse al absurdo escenario de la guerra.

Los quejidos de madre desesperada se escuchaban desgarradoramente: “Si querían hacerle daño, debieron haberme atacado a mí, legítima familiar de Tirofijo”.

No esperó el levantamiento de los cuerpos. Quería llevárselos a casa antes de que llegaran más curiosos, mucho antes de que el episodio acabara con la nobleza de su corazón. Le prometió al inspector de Policía devolverlos a la morgue del pueblo a las 11 de la mañana del día siguiente. Se llevó los cadáveres en las camillas que le prestaron los voluntarios del cuerpo de bomberos, única y exclusivamente para evitar que, tirados en el pavimento, los señalaran otra vez de un pecado que ninguno de ellos conocía.

El alcalde le regaló un cajón y la funeraria el otro.

Sólo en el silencio y en el llanto, en la intimidad de una familia que prefirió el anonimato, retumbaron escenas en las que desconocidos tocaban a la madrugada identificándose como autoridades y pidiendo hablar; en las que lanzaban piedras cerca a las ventanas de su casa o heces envueltas en plásticos por las puertas traseras de los patios; los días en los que afilaban el cuchillo para tenerlo cerca en caso de tener que protegerse de los visitantes.

Las horas en las que huían del demonio del pasado o del futuro, de un presente que nunca los conectó con el líder del grupo guerrillero y que les hizo perder a muchos de los suyos por tener el apellido o un parecido físico con el mítico hombre que nunca conocieron.

La rabia contenida se transformó en frustración. Sus sobrinos restantes corrieron desplazados a otros departamentos, en especial al Huila, donde se refugió su hermana, hasta que le prendieron fuego al cambuche que habitaba con el más pequeño de los Marín.

También Ruth murió llena de pesares, sin conocer el paradero de dos de ellos, que aún se encuentran desaparecidos. Hoy, a Luz Mila Marín Cardona le siguen faltando las respuestas a situaciones absurdas, como la ocurrida en 1990, año en el que, desde Bogotá, un general de la República evitó que su hijo jurara bandera y siguiera la carrera militar, argumentando razones de seguridad para su familia.

Los Marín han cargado con el dolor de la vida y el peso de la muerte en sus espaldas. Como muchos colombianos, han preferido guardar la última sonrisa de los suyos en el sano ejercicio de perdonar las estelas que deja un círculo vicioso de poder y muerte.

Con el aire de familia, bajan la mirada y esquivan las lágrimas del recuerdo para exponer una visión más esperanzadora de la vida.

Paradójicamente, en Armenia, Jorge y Luz Mila Marín pasan las tardes a unas cuadras de distancia, sin conocerse ni mirarse para hablar del pasado. No saben qué grado de consanguinidad los une, pero son seres más conscientes de su fragilidad, de la necesidad de llenarse de valor para transmitir a sus hijos y nietos el mensaje de la reconciliación.

Todos se fueron. Dejaron de contar sus muertos.

Perdonaron y hablan con sus amigos de estas ausencias, con la esperanza de que los demás entendamos que las historias pueden repetirse, pero que la violencia se aloja sólo en quienes no son capaces de erradicar el odio.

Los dos comprendieron que todas las sangres son iguales, que destilar veneno en vez de respirar no era la opción a elegir, porque asumieron con lágrimas y penas que la injusticia no es divina sino humana y que llegó la hora de construir la paz en un ejercicio verdadero que nazca como bálsamo para la reconstrucción de las familias colombianas.

Por Adriana Patricia Giraldo Duarte

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