Carlos Gaviria o la pulcritud

Semblanza del maestro, del amigo, del compadre, del hombre ejemplar, hecha por el escritor al que el exmagistrado le publicó el primer libro y hasta le consiguió trabajo.

Héctor Abad Faciolince, ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
05 de abril de 2015 - 02:00 a. m.
“Tengo que informarte que por primera vez en 77 años de vida estoy en un cuarto de hospital”, le dijo  a Héctor Abad a propósito de la neumonía “criptogénica” que le detectaron a comienzos de 2015.  / Gabriel Aponte
“Tengo que informarte que por primera vez en 77 años de vida estoy en un cuarto de hospital”, le dijo a Héctor Abad a propósito de la neumonía “criptogénica” que le detectaron a comienzos de 2015. / Gabriel Aponte

Si la memoria fuera un hilo con dos puntas y con algunos nudos, podría rememorar a Carlos Gaviria empezando por un extremo del hilo —mi recuerdo más remoto de él—, contar luego algunos nudos en que la memoria se condensa y terminar por la otra punta del hilo de la vida, cuando esta llega al final y se comprende lo más triste que tiene la muerte de un amigo: que ya nunca más vamos a caminar juntos, a comer y beber juntos, y, sobre todo, a conversar juntos.

Lo que más falta me va a hacer de Carlos son sus palabras y el tono de voz con que las decía: inteligencia, entusiasmo, citas que su extraordinaria memoria traía a cuento, y sobre todo claridad de las ideas. Hablar con Carlos —que siempre fue un maestro— era aprender algo en todo momento, poner en duda las propias convicciones, aclarar el pensamiento a través del diálogo. Saber que ya no puedo llamarlo ni oírlo ni invitarlo a conversar, será ya siempre en mi vida una carencia imposible de llenar.

Si me remonto a la punta más lejana del hilo, puedo recordar el momento en que conocí a Carlos Gaviria, que no era amigo mío todavía, sino de mi padre. Esto ocurrió a principios de los años 70, cuando el joven profesor de Filosofía del Derecho —que ya había sido decano de su Facultad, a los 32 años— fue destituido de su cátedra (junto con más de cien profesores) por un rector reaccionario de la Universidad de Antioquia. Yo era apenas adolescente y recuerdo que la junta del sindicato se reunía en la biblioteca de nuestra casa. Carlos y mi papá presidían la Asociación de Profesores y en las reuniones se decidía la estrategia de la huelga que estaban haciendo para oponerse a esa destitución y a un “estatuto docente” que eliminaba la libertad de cátedra. Recuerdo que, pese a todo, en esas reuniones había mucha más risa que angustia. Pensaban tomarse la universidad una tarde, y hasta dormir allá el tiempo que fuera necesario, y las esposas de los profesores serían las encargadas de llevarles de noche los alimentos.

Mi mamá y María Cristina Gómez (la esposa de Carlos) se ocuparían de esta última parte. Después no recuerdo bien qué pasó. El resultado de esa huelga y de esa destitución colectiva dependía de las elecciones presidenciales: si ganaba Álvaro Gómez Hurtado, el candidato conservador, los profesores echados no volverían jamás a las aulas. Si en cambio ganaba el candidato liberal, López Michelsen, el destituido sería el rector y los profesores volverían a la cátedra. Lo que ocurrió fue esto último y durante más de diez años Carlos y mi padre vivieron una tregua de libertad y pudieron seguir enseñando en la universidad.

Luego viene el primer nudo de memoria con Carlos. Lo nombran miembro del Tribunal Russell en Roma y allá se reúne, entre otros, con Julio Cortázar, para analizar las detenciones ilegales y los crímenes de las dictaduras de América Latina. Como Cortázar era el ídolo de mis lecturas juveniles, más que preguntarle por los crímenes de la dictadura militar brasileña me recuerdo interrogando a Carlos por la manera de ser del autor de Rayuela. ¿Era en la vida tan divertido, luminoso y tierno como en sus libros? Aunque las reuniones de Roma eran más políticas que literarias, Carlos me confirmaba la intuición de todos los que hemos leído a Cortázar sin conocerlo. A partir de entonces nuestras conversaciones fueron más de lecturas que de política, más de libros que de conflictos sociales.

Pasan los años. El nudo siguiente se refiere al momento más duro de nuestras vidas, cuando a los profesores de la Universidad de Antioquia ya no los destituyen sino que los matan. En Medellín empiezan a matar los grupos paramilitares y mi papá y Carlos están no solo amenazados, sino descorazonados, desesperados: ya hay más angustia que risa en sus encuentros semanales. Desde el Comité para la Defensa de los Derechos Humanos tratan de detener con palabras y protestas la masacre, pero no lo consiguen. Después del asesinato de mi padre le ruego a Carlos que se vaya del país, pues si no, él va a ser la víctima siguiente, y Carlos viaja a Argentina, donde pasa un par de años en el exilio. Salva su vida y es un milagro que haya sobrevivido casi 30 años más, ayudando a hacer menos salvaje a Colombia, primero desde la cátedra y luego con sus revolucionarias sentencias en la Corte Constitucional. Cuando trato de pensar en Colombia con optimismo, recuerdo que Carlos pudo haber muerto asesinado en la década de los 80 del siglo pasado y en cambio vivió hasta el año 15 de este siglo, y que murió en la cama, después de haber ayudado a mejorar en algo este país atrasado.

Un nudo más: a principios de los años 90, cuando yo vivo todavía en Italia, gracias a Carlos consigo publicar mi primer libro. Es un esmirriado e inseguro volumen de cuentos que, gracias a él, me publican en la editorial de la Universidad de Antioquia. Él mismo escribe la nota de la contratapa. No solo eso: me anima a volver a Colombia y hasta me consigue trabajo para reemplazar a Juan José Hoyos en la dirección de la revista Universidad de Antioquia.

A mi regreso la amistad se estrecha aún más: lo siento como un amigo heredado de mi padre, y en cierta medida como un padre sustituto. En vista de que su esposa, María Cristina, es pedagoga, y había fundado guarderías y colegios inspirados en las ideas libertarias de Russell y del mismo Carlos, mis hijos estudian en esas escuelas. Aunque quizá era más lo que gozaban que lo que aprendían, mis hijos tienen de ese colegio memorias de felicidad y agradecimiento. Era como ir a una finca toda la semana, recuerdan todavía.

Un nudo más: nos volvemos compadres. Estando en vacaciones en la finca de mi familia en Támesis, La Inés, Carlos, que es agnóstico, me pide que deje de ser intransigente y que le dé un gusto indoloro a mi mamá: que bauticemos a mi hijo en la iglesia de la aldea cercana, Palermo. Por él accedo a pasar por alto mi fanatismo anticlerical y Carlos es el padrino de mi hijo. En adelante seremos compadres y de algún modo siento que mi hijo ha heredado la bondad y el ánimo ecuánime de su padrino. Era Carlos una especie de no creyente que sin embargo practicaba las mejores normas morales del cristianismo: si hubiera purgatorio, no lo probaría.

Ha llegado el momento de mencionar otro nudo importante, el de las obras y los hijos. “Por sus frutos los conoceréis”, dice una de las partes más citadas del Nuevo Testamento. La vida de Carlos fue ejemplar en todo sentido, pero si lo fuéramos a juzgar por sus obras y sus hijos, saldría aún mejor librado que por su propia vida. Ana Cristina, Natalia, Juan Carlos y Ximena son ciudadanos intachables y seres humanos extraordinarios. Son los frutos de una educación en la que se conjugan la libertad responsable y la imaginación. Doy un detalle de esta última: contaba Carlos que a él le daban pereza los juegos infantiles que implicaban demasiado movimiento físico.

Cuando sus hijos le proponían jugar a los escondidijos, Carlos aceptaba, pero los escondites debían ser mentales y no había que ir a buscar a nadie por toda la casa: bastaba pensar en dónde se escondía cada uno, y tener la honestidad de aceptarlo, si lo encontraban: detrás de la cortina de la sala, no; debajo de la cama de la mamá, no; en el horno, detrás de la nevera, en el baño de abajo. En fin, los lugares mentales para esconderse eran incluso más numerosos que los reales y el juego se volvía más interesante, casi infinito.

Los imbéciles (que nunca faltan) se han atrevido a llamar a Carlos Gaviria marihuanero y drogadicto, por su sentencia ejemplar sobre la autonomía humana y la despenalización de la dosis personal de drogas. La vida de Carlos podría examinarse con lupa, y también la de sus hijos, para darse cuenta de la imbecilidad de esas acusaciones. Lo que pensaba está en su obra, hecha de ensayos, artículos y sentencias. En sus hijos y en su obra no hay más que ejemplos de sobriedad e inteligencia.

Otro nudo básico de nuestra amistad fueron Borges, la poesía en lengua española, y en general la lectura. Siempre que nos veíamos o cuando hablábamos por teléfono, hacíamos un recuento de nuestras últimas lecturas. Nos recomendábamos autores, nos dábamos regalos de libros. Conservo sin leer los dos tomos de una de sus obras fundamentales: La decadencia de Occidente, de Spengler. Pero en cambio, gracias a Carlos, llegué a leer y a admirar otros de sus libros más queridos: la Apología de Sócrates y algunos de los Diálogos de Platón. Varias obras de Bertrand Russell y de Isaiah Berlin.

Sobre el célebre ensayo de este último, El erizo y la zorra, recuerdo haber hablado con Carlos varias veces. Marx era el típico zorro que todo lo reducía a una gran idea económica. ¿Era zorro Carlos en este sentido marxista? No lo era, pues sus convicciones eran mucho más complejas, abiertas, liberales y libertarias. Sin embargo, en su práctica política, y para intentar mantener unido al Polo Democrático (quizá su nombre era el único que conseguía juntar casi todas las tendencias de la izquierda colombiana), a veces parecía más el erizo que no era que el zorro que genéticamente se inclinaba a ser.

Acabo de mencionar algunos libros de historia o de filosofía. En realidad, en general, hablábamos mucho más de literatura que de ideas abstractas. Los grandes autores de Europa Central eran nuestra más amada pasión común, una patria de judíos en lengua alemana: Joseph Roth, Franz Kafka, Stefan Zweig, Elias Canetti, Karl Kraus… Hay muchos otros nudos intelectuales y vitales en el hilo de mi memoria con Carlos Gaviria: la música clásica y popular, la comida, el vino, los atardeceres, las conversaciones peripatéticas por el campo, las historias privadas sobre la mezquindad de algunos líderes de la izquierda colombiana, pero el espacio no es ilimitado ni la ocasión propicia para todo. Estoy viendo los rostros de sus peores detractores (de derecha y de izquierda), pero no vale la pena mencionarlos. Uno a quien salvó del suicidio acogiéndolo fraternalmente en su casa, se dedica al asqueroso oficio de calumniarlo.

Llego, entonces, a la punta más próxima del hilo, cuando mi amigo Carlos se enferma. Un día, a principios de este año, recibo una llamada suya. “Tengo que informarte —me dice— que por primera vez en 77 años de vida estoy en un cuarto de hospital”. Siempre había tenido buena salud, pero esta vez lo habían internado en una clínica en Medellín. Lo que más lo exaspera es el desacuerdo de los médicos. “A veces la medicina no parece una ciencia sino un arte adivinatorio”, me dice. No se ponen de acuerdo en los motivos de su neumonía: “criptogénica”, dicen, es decir, de origen críptico, oscuro. No saben si lo que tiene es lupus, cáncer, fibrosis pulmonar, o alguna otra enfermedad autoinmune o degenerativa.

Le prescriben cortisona. Se siente mejor y se va a Bogotá, que es la ciudad donde ha vivido en los últimos años, aunque la altura no le conviene. Planea un viaje a Argentina para mediados de año, a descansar. Las noticias de corrupción sobre Pretelt y la Corte Constitucional lo deprimen mucho; también la muerte de Nicanor Restrepo lo desanima. Se siente mal después de una conferencia y vuelven a internarlo, esta vez en Bogotá. Ya no saldrá del hospital.

Recuerdo la última conversación larga que tuvimos, en su apartamento de Medellín, convaleciente. Hablamos de nuestras lecturas recientes: yo, novelas para un premio del que era jurado; él, un libro que le fascina sobre el romanticismo. Me confiesa que nunca ha podido saber si él es un ilustrado o un romántico, pero que cada vez se inclina más por esta última definición. Intenta que su razón contenga sus emociones, pero la belleza de la vida, el misterio de la ética, el arrebato del arte y de la música, lo sacan de sí mismo.

Hablamos de la muerte, de su posible muerte. Me dice que ha vivido todo lo que esperaba vivir y que no siente apego por nada. Que está dispuesto a morir con toda serenidad. Yo pienso en Sócrates, su maestro más lejano, y su actitud me parece igual de serena. Le digo que en todo caso no hay afán y que yo preferiría conversar muchas más veces con él, siquiera hasta los noventa. Por supuesto no sé que esta será nuestra última conversación. Está vestido impecablemente y, si bien un poco pálido, tiene la pulcritud y calidez de toda la vida.

La última vez que lo veo ya está en cuidados intensivos. Incluso sedado se ve sereno y pulcro. No me impresiona. Tomo su mano, y como yo no rezo, le recito unos versos de Borges que él mismo le leyó a mi padre en una reunión del Comité para la Defensa de los Derechos humanos, hace 30 años. Se trata de Los justos, un poema que empieza así: “Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire. / El que agradece que en la tierra haya música…”. Algunos versos más y termina: “El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. / El que prefiere que los otros tengan razón. / Estas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”. No sé si los médicos van a salvarlo o no; no sé si me oye o no; no sé si he venido a visitarlo, simplemente, o a despedirme para siempre. Tomo su mano un rato, y me voy. Respira, sigue siendo pulcro hasta en su último trance. Cuando la familia debe decidir si —fieles a su sentencia sobre la muerte digna— deben desconectarlo, él mismo deja de respirar, sin obligarlos al “homicidio por piedad” que él mismo despenalizó en Colombia.

Hay una la palabra con la que me gusta definirlo y con la que lo voy a recordar toda la vida: pulcritud. Cuando fue candidato a la Presidencia de la República me di cuenta de que Carlos, precisamente por su limpieza, no podía llegar a ser presidente. Si bien con él muchos tuvimos el sueño —que no dudo en calificar de platónico— de que un filósofo gobernara la república, ese sueño se estrelló con una realidad muy mezquina: a los electores no los convence solamente la calidad de los argumentos ni la ausencia de promesas imposibles; en la república real, no en la utópica, sino en la república tal como ella es, la aquí presente en este país tropical, no siempre gana el mejor, ni el más sabio. En general gana el más rabioso o el más astuto.

Pero todos, en el fondo, empezando por el mismo Carlos (que leía a su amado Platón con ojo crítico), teníamos la duda de que el filósofo pudiera ser el mejor gobernante. Para empezar, según Maquiavelo, es muy conveniente que quien gobierne sepa mentir, y Carlos Gaviria jamás practicó el arte de la mentira; debe saber traicionar, y él nunca tuvo este defecto; y el gobernante, sobre todo, debe ser capaz también de matar, y en esto nuestro filósofo sí era el más retrasado de todos los alumnos. Démosle gracias a Apolo, entonces, y a todos los dioses griegos a quien Sócrates rendía culto en solemnes holocaustos, de que Carlos Gaviria no haya llegado a ser presidente de esta República. Habría tenido que ensuciarse con el ejercicio del poder y ensuciar la virtud que es su mayor herencia: la pulcritud. Nos queda la memoria de su honradez y de su decencia. Es verdad que hoy de Carlos solo quedan sus cenizas, pero mientras sus ideas sean recordadas y respetadas, esas cenizas, como en el verso de Quevedo, tendrán sentido. La vida limpia y sabia de Carlos Gaviria debería ser recordada siempre como un gran ejemplo para Colombia.

Por mi parte ya no podré volver nunca más a conversar con el querido amigo. Seguiré su ejemplo de los escondidijos mentales y trataré de seguir hablando con él en el pensamiento.

En el Congreso será la despedida 

Por respeto a sus concepciones filosóficas la familia del exmagistrado de la Corte Constitucional y exsenador Carlos Gaviria decidió no hacer ningún tipo de ceremonia religiosa y velación de su cuerpo. Por este motivo, su despedida se realizará en el Congreso de la República. El lunes sus cenizas serán llevadas al Salón de la Constitución del Capitolio Nacional, donde permanecerán todo el día.
 
El martes, la plenaria del Senado le rendirá un homenaje y mantendrán un minuto de silencio, rindiéndole honores que sólo se les dan a grandes dirigentes del país. Cumplida la ceremonia, las cenizas del dirigente político de izquierda Carlos Gaviria serán enviadas a Medellín, ciudad donde ejerció por muchos años la docencia y donde vivía con su familia.

Por Héctor Abad Faciolince, ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar