Ecos de un encuentro bilateral

El pasado y el presente de una propuesta presidencial de alianza con Estados Unidos con una talanquera a la vista: la extradición.

María del Rosario Arrázola, Natalia Herrera Durán
08 de diciembre de 2013 - 01:00 a. m.
El presidente Juan Manuel Santos junto a su colega de Estados Unidos, Barack Obama.  / AFP
El presidente Juan Manuel Santos junto a su colega de Estados Unidos, Barack Obama. / AFP

Hace 52 años, el presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, lanzó su programa de ayuda económica, política y social para América Latina llamado Alianza para el Progreso. La idea era promover ayuda económica en educación, salud o vivienda, para contrarrestar los efectos políticos que había causado la revolución de Fidel Castro en Cuba. En otras palabras, para quitarle espacio al discurso del comunismo, en especial en aquellos países donde tomaba forma. Entre ellos Colombia, visitada por Kennedy en diciembre de 1961.

Aunque la alianza se diseñó para diez años, pronto se cambió por acuerdos bilaterales en los que se privilegió la cooperación militar. En Colombia, como lo escribió el historiador Pierre Gilhodès, “se inventó el enemigo en nombre de una respuesta continental”, y nació el Plan Laso (Latin American Security Operation). El objetivo se volvió acabar a la fuerza con los núcleos guerrilleros comunistas y su componente principal fue la Operación Marquetalia. La respuesta fue el nacimiento de las Farc, que siguen hoy alzadas en armas.

Medio siglo después de estos acontecimientos, el presidente Juan Manuel Santos decidió recobrar la idea de la Alianza para el Progreso, esta vez con el propósito de buscar aliados para concluir la guerra que el Estado colombiano libra con las Farc. Pero a diferencia de la estrategia de Kennedy en 1961, es ahora Estados Unidos el destinatario de la propuesta. No sólo para que el gobierno demócrata de Barack Obama respalde políticamente los diálogos de paz de La Habana, sino para que contribuya económicamente al desafío del posconflicto.

Dos escenarios en los que, más allá del discurso del presidente Santos, el papel de Estados Unidos es determinante. En el presente porque la agenda de negociación en Cuba pasa por el espinoso tema del narcotráfico en el que Washington tiene un rol protagónico como promotor de la guerra contra las drogas; y en el futuro porque, de llegarse a un acuerdo de paz con las Farc, las altas inversiones que se requieren atraviesan por el que sigue siendo el primer socio comercial de Colombia. Una doble perspectiva de inciertos pasos.

Por estos días, en desarrollo de la 17ª ronda de negociación en Cuba, se buscan soluciones al problema de las drogas ilícitas. Pero a la hora de discutir sobre narcotráfico es necesario volver al pasado. Sin que la Guerra Fría o el fantasma del comunismo pasaran la hoja, en 1971 el gobierno de Richard Nixon calificó el consumo de drogas como enemigo público número uno de Estados Unidos. Una década después, Ronald Reagan lanzó la guerra contra las drogas. En ese tránsito, por obvias razones, Colombia siguió en la órbita de Washington.

En 1979, los dos países firmaron un tratado de extradición porque ya era claro que el narcotráfico había echado raíces en Colombia, y este acuerdo fue el detonante de una nueva guerra. En los años 80, para enfrentar a Pablo Escobar y los demás carteles, Estados Unidos fue también protagonista. Pero a pesar de que la confrontación conjunta fue contra capos, en 1985 el entonces embajador en Bogotá, Lewis Tambs, acuñó una denominación que modificó la visión que se tenía sobre la insurgencia. Fue el primero que habló de “narcoguerrilla”.

En ese momento parecía un disparate, pero una década después, cuando pasó la horrible noche del narcoterrorismo de Escobar y la pesadilla del proceso 8.000 en la era Samper, se volvió objetivo binacional. Entonces la discusión fue el Plan Colombia de los tiempos de Andrés Pastrana. Esa alianza surgió para combatir el narcotráfico y en el documento oficial se incluyó una región específica: Putumayo. A finales de los años 90, el 96% de los cultivos de coca estaban en esta región. En la mira quedaron de inmediato varios frentes de las Farc.

En buena medida, los efectos del Plan Colombia terminaron reforzando la política de Seguridad Democrática de la administración Uribe Vélez, quien además se puso siempre del lado de Estados Unidos y su cruzada contra el terrorismo tras el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de 2001. En esa medida, en términos de política exterior, Washington reeditó su cíclico objetivo de las Farc. En los años 60 por comunista, en los 80 y 90 por nexos con el narcotráfico, en el lenguaje de Uribe por sus prácticas terroristas.

Con ese contexto en desarrollo, no fue raro que apareciera el coco de la extradición. Primero con el jefe guerrillero Simón Trinidad en una cárcel de EE.UU. desde diciembre de 2004, y luego con la imputación de cargos por narcotráfico contra 50 de los principales jefes de las Farc, por parte de un tribunal del distrito de Columbia en 2005. Una acusación que cobija a su jefe máximo, alias Timochenko, a otros miembros del Secretariado y a dos de los negociadores en La Habana, Pablo Catatumbo e Iván Márquez.

No es asunto fácil. Aunque con tono de disculpa, las Farc han reconocido en La Habana que, como no tenían ni el derecho ni la vocación de volverse contra la población para prohibirle la única alternativa de la cual derivaban su pírrica subsistencia, se vieron obligados a establecer un régimen de tributación y de regulación a las transacciones de coca realizadas por los campesinos, para protegerlos de los abusos de los narcotraficantes. Pero el problema no es ese. El nudo gordiano es cómo se quitan de encima el lío de la extradición.

Y según ha conocido El Espectador, la idea de que las Farc se comprometan a ayudar a erradicar los cultivos ilícitos, o que se conviertan en aliados contra el negocio, le suena a Estados Unidos. Pero en materia de extradición, sus autoridades se cierran a la banda. Entre otros aspectos, por un tema fundamental: es un asunto de la justicia. En esa medida, tampoco en Washington suena la idea de liberar a Simón Trinidad. Las Farc han replicado diciendo que debe cesar el intervencionismo de Estados Unidos y su política antidrogas.

Un dilema que vuelve a focalizarse en el único nombre que en su momento tuvo el Plan Colombia, la región del Putumayo, y en términos estratégicos, en la principal área de influencia del Bloque Sur. Existen dudas de que todos los frentes de guerra de las Farc entren en un posible acuerdo de paz. Pero la mayor incógnita es si los miembros del secretariado Joaquín Gómez y Fabián Ramírez están dispuestos a hacerlo. Por ahora las Farc prefieren recordar la fórmula de desarrollo alternativo que hicieron en el Caguán en la era Pastrana.

Es decir, un plan sujeto a lo que hoy defienden los diálogos en La Habana. Respeto y reconocimiento de los territorios de los campesinos, indígenas y afrodescendientes; prohibición de las aspersiones aéreas con glifosato; tratamiento del problema de las drogas como un asunto de salud pública; desmonte de las estructuras narcoparamilitares; persecución a los capitales involucrados en el proceso económico del narcotráfico; y compromisos regionales e internacionales para implementar una política antidrogas de carácter global.

Del lado oficial, la agenda paralela en Washington demuestra que a Estados Unidos le preocupa más la cooperación en temas de yacimientos no convencionales y desarrollo de hidrocarburos costa afuera, electricidad en zonas no interconectadas y estrategias en materia energética. Al menos así quedó formalizado en el memorando de entendimiento entre los dos países, en el que salieron a relucir requerimientos de cooperación técnica para la explotación de gas no convencional o producción para la coexistencia de títulos mineros y petroleros.

Un escenario enmarcado en las opciones del posconflicto, que necesariamente pasa por la firma de un acuerdo de paz, la puesta en marcha de los acuerdos agrario y político, el combate al narcotráfico con participación de las Farc y la conversión de la guerrilla en una organización política con énfasis regional, dispuesta a jugar en la democracia. Al mismo tiempo, permitiendo que se abra paso un modelo de inversión nacional e internacional en el que la agroindustria, el carbón y el petróleo sean componentes esenciales del desarrollo.

En estos términos, ¿será posible una nueva alianza para el progreso, pero ahora sugerida por el presidente Santos para que Estados Unidos invierta en el fin del conflicto armado? Por ahora, el tema tiene que ver con narcotráfico y extradición, y como están las cosas, mientras los jefes guerrilleros se sientan extraditables, el pacto es sólo una buena idea. Otro asunto es la geopolítica, y en un entorno en el que Venezuela y Nicaragua quieren persistir en su distancia con Washington, la alianza sugerida se parece a la de Kennedy hace 52 años.

 

 

marrazola@elespectador.com

nherrera@elespectador.com

Por María del Rosario Arrázola, Natalia Herrera Durán

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