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El día que Peñalosa empezó a ser lo que es

Pese a su caída en las encuestas en las últimas semanas, cree que aún puede crecer en un país aburrido de peleas.

Patricia Lara Salive / Especial para El Espectador
18 de mayo de 2014 - 02:00 a. m.
En su campaña, Enrique Peñalosa dice querer ser una revolución contra la politiquería, al tiempo que ofrece paz e igualdad sin corrupción.  / AFP
En su campaña, Enrique Peñalosa dice querer ser una revolución contra la politiquería, al tiempo que ofrece paz e igualdad sin corrupción. / AFP

“A su papá lo jodieron por no tener votos ni plata”, le dijo el tío Vicente a su sobrino Enrique el día en que renunció al Ministerio de Agricultura su padre, Enrique Peñalosa Camargo, un hombre honesto y de avanzada, quien como ministro de Carlos Lleras y antes, como director del Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora), desde 1961, cuando Alberto Lleras lo fundó, les hizo poner los pelos de punta a los ganaderos y latifundistas.

El ministro había denunciado por tráfico de influencias, ante la Comisión de Acusaciones, al senador Nacho Vives, cercano a los intereses de los terratenientes y opuesto, como tantos políticos de la época, a esos tecnócratas progresistas estilo Peñalosa que abundaban en el gobierno de Lleras. Entonces, Vives reaccionó haciéndole un calumnioso debate en el Congreso, con falsificación de firmas y todo, que aquí tuvo más cubrimiento que la llegada del hombre a la Luna el 19 de julio de 1969. El escándalo montado fue de tal magnitud que Peñalosa renunció para no perjudicar al Gobierno.

Desde entonces, Enrique hijo, con apenas 15 años, odió a la clase política, empezó a meditar sobre el sentido de la frase del tío Vicente y decidió que tendría muchos votos, pero que los lograría sin politiquería: es que para su niñez no fue fácil el paso de su padre por el ministerio y por el Incora, a cuya junta pertenecía el cura Camilo Torres, después guerrillero caído en combate. En esa época tenía 11 años y estudiaba en el mismo colegio de su papá, el Gimnasio Campestre de Bogotá, donde soportó patadas y puños de algunos condiscípulos que vivían enfurecidos con él porque “por culpa” de su padre a sus familias les habían expropiado sus fincas.

El matoneo llegó hasta tal punto que su madre, Cecilia Londoño, una linda chaparraluna que había trabajado como profesora en el Gimnasio Moderno y a quien, por lo tanto, no le gustaba el Campestre, lo cambió al colegio Refus, un plantel dirigido por un suizo de izquierda, Roland Jean Gros, un maestro anticlasista y sabio que inculcaba en los alumnos el valor de la vida sencilla, del trabajo manual y de la igualdad, meta que desde entonces se volvió la obsesión del hoy candidato presidencial Enrique Peñalosa.

A raíz del debate de Nacho Vives, Enrique, que el 30 de Septiembre de 1954 había nacido en Washington, donde su papá trabajaba como funcionario del Banco Mundial, y a los dos meses de vida lo habían traído a Colombia, regresó a su lugar de nacimiento con su madre, sus cuatro hermanos y ese papá pulcro, que no obstante que les prohibía a sus hijos movilizarse hasta el paradero del bus en el carro del ministerio, porque ése era sólo para uso oficial, salió del país con su honra herida por los politiqueros, pero mantuvo siempre la frente en alto y representó a Colombia ante el BID.

En Washington ingresó a la escuela pública, terminó el bachillerato y se destacó como futbolista, razón por la cual le dieron una beca en Duke University, donde estudió economía e historia. Estando allí llegó a la mayoría de edad y, apenas cumplió 21 años, renunció a la nacionalidad americana. “¡Usted está loco!”, le dijo el embajador gringo de la época. El diplomático parecía tener razón: un muchacho que había terminado el colegio y la universidad en Estados Unidos, y vivía en ese país, se cerraba puertas si dejaba de ser americano. Pero para entonces Peñalosa ya había decidido que trabajaría en política en Colombia porque allí moraban sus raíces y sus sueños.

Mientras estudiaba —tanto en el colegio como en la universidad—, Enrique Peñalosa Londoño, el mayor de cinco hijos, trabajaba para mantenerse: por eso limpió pisos, lavó platos y vendió zapatos. Y cuando se graduó de Duke, con la melena que le caía sobre los hombros, y le pidió a la oficina de empleo de la universidad que lo ayudara a conseguir puesto, trabajó como obrero de construcción, pues no lo llamaron para que se presentara a entrevistas. Y eso le extrañó. Entonces descubrió que, a pesar de que los profesores lo recomendaron bien, uno de ellos dijo que él era comunista. Y en efecto lo había sido desde los 11 años, cuando en el colegio había principiado a soportar el matoneo por las posiciones progresistas de su padre.

Pero Peñalosa había dejado de serlo antes de terminar la universidad, porque había descubierto la ineficiencia del socialismo y, por ende, su fracaso. Sin embargo, su sueño seguía intacto: él quería, y quiere, construir una sociedad donde haya igualdad, donde los intereses generales prevalezcan sobre los particulares, donde no valga más el rico que el pobre y “donde se desprecien los valores ramplones de los corruptos y se respete al que más enseña, no al que más tiene”.

Ante la imposibilidad de conseguir en Estados Unidos un puesto distinto al de obrero raso, en 1977 Peñalosa voló a Inglaterra con el propósito de recorrer el Viejo Continente de mochila al hombro. Pero al llegar a París se enamoró de la ciudad y afirmó: “Yo de aquí no me voy”. Entonces vivió en una chambre de bonne en la Rue de Poissoniers, compartió baño con los inmigrantes africanos y antillanos que ocupaban los 15 cuartos que había en ese piso, trabajó en un hotel como “todero” nocturno, e hizo maestría y doctorado en administración pública.

Desde París, Peñalosa enviaba artículos para Nueva Frontera, la revista que dirigía Carlos Lleras, el héroe de su padre, quien guardaba como reliquia los “mamarrachos” que el viejo pintaba cuando conversaba con la gente. El codirector de la revista era Luis Carlos Galán, un joven exministro de Educación y exembajador en Italia que martillaba en sus columnas sobre una idea que compartía Peñalosa: la de inventar una nueva manera de hacer política. Y en esas ha estado y en esas sigue.

En 1980, cuando tenía 25 años, regresó a Bogotá y se empleó como gerente de una empresa que cultivaba tomates en invernadero. Además, vestido con camiseta y cachucha, repartía votos en la calle para la campaña de Galán, y dictaba Introducción a la economía en la Universidad Externado de Colombia, donde se enamoró de una alumna de 18 años, opita, Liliana Sánchez, de pelo castaño y largo, coqueta, alegre y llena de vida, a quien lo unía una compatibilidad ética y un gusto por las mismas cosas y quien, muy pronto, desbancó de su corazón a una francesa. En 1981 se casó con ella. Y con ella vive desde hace 33 años. Y con ella tuvo a Renata, hoy de 27 años, y a Martín, de 17.

Entre 1982 y 1985, Peñalosa fue investigador en ANIF, subdirector de Planeación de Cundinamarca, diputado suplente a la Asamblea, subgerente administrativo del Acueducto de Bogotá, decano de Administración del Externado y secretario económico de la presidencia de Virgilio Barco. Y llegó 1986, su gran año: en él nació Renata, lo eligieron concejal de Bogotá, se ganó el premio Simón Bolívar como columnista de El Espectador, se acordó del tío Vicente (“uno no puede ser nombrado sino elegido”), decidió dejar de ser un funcionario de tercer nivel, invitó a su esposa a comer a La Spaguettata para preguntarle si aceptaba que él se lanzara al vacío, con su permiso se salió del puesto, pidió plata prestada para sobrevivir y comprar un Renault 9 de segunda, repartió votos por las calles de Bogotá y en 1990 salió elegido representante a la Cámara con 23.000 sufragios.

“Ahí tuve la sensación de que a mí no me paraba nadie”, comenta Peñalosa, con su estatura de 1,90, su pinta descomplicada de pantalón de pana color caqui y camisa a cuadros morados, su barba blanca y negra perfectamente arreglada y su convicción igualitaria que lo lleva a decirle “hola, hermanita” y a saludar de beso a Nubia Rojas, su empleada de hace más de diez años, a andar en bicicleta y a vivir sin escoltas, salvo en esta campaña que está llegando a niveles de confrontación tan preocupantes que en ella puede pasar cualquier cosa.

El candidato mismo lleva las tazas de café y luego contempla los árboles y los cerros desde los ventanales en esquina de su apartamento impecable en el norte de Bogotá, donde reinan el minimalismo y el buen gusto. Donde nada sobra pero nada falta y sobresalen la sencillez, los libros de arte, los tonos púrpura y gris claro, se destaca la escultura La metamorfosis de Negret, y aparece, en una de las ventanas de ese sexto piso, un afiche solitario con una fotografía suya sobre un fondo verde, acompañado de una leyenda que dice: “Con Peñalosa presidente, podemos”.

Ese día, en el que inscribía su candidatura, recibía llamadas de los medios y respondía preguntas: “No somos antisantistas, ni antiuribistas, ni antipetristas; somos pro Colombia”, contestaba aquí. “El desafío es derrotar la maquinaria”, respondía allá. “No me gusta que a un alcalde elegido lo destituyan y lo inhabiliten por 15 años sin que haya de por medio problemas de corrupción”, afirmaba más allá. “Si ser mal candidato es decir la verdad, pues sí, soy mal candidato”, comentaba acá. Y colgaba. Entonces me decía: “A mí me jarta ser presidente, pero me toca serlo para poder hacer”.

De pronto noto que su respiración está agitada, que le falta el aire, y le comento: “Eso se debe al estrés, Enrique”. Él dice “sí”, hace silencio y luego afirma: “Álvaro Leyva me decía una vez que todo lo que uno hace en la vida es un homenaje a sus mayores”. Entonces recuerda su infancia en esa gran casona de Chapinero, de estilo español, con patio en el medio y helaje colándose por las rendijas, donde vivían su abuelo liberal Vicente Peñalosa, un pequeño impresor casado con una mujer más liberal aún, Abby Camargo, a quien su nieto Enrique considera el amor de su vida.

“Esa casa era mi sitio”, dice, sumergido en la nostalgia. “En ella me la pasaba. Nosotros no teníamos finca, ni éramos socios de clubes. De la mano de mi abuela caminaba por Chapinero y la acompañaba a hacer las compras”. Así, Enrique aprendió a hacer su vida en la ciudad, de donde sólo salió a los 13 años para conocer el mar, y a los 15 para radicarse en Estados Unidos. Y poco a poco se fue enamorando de lo urbano y se volvió experto en los temas de la ciudad, donde —dice— es mucho más fácil sembrar igualdad y construir felicidad. Por eso, en 1991 compitió en la consulta para la Alcaldía de Bogotá por el Partido Liberal con Jaime Castro y con Antonio Galán, y quedó de tercero con 54.000 votos. Y en 1994 peleó con Antanas Mockus y también perdió. Pero en 1997, al enfrentarse a Moreno de Caro, por fin salió elegido.

“A mí sólo me eligen si el otro candidato es muy malo... ¡Por eso esta vez tengo chance!”, dice, y se ríe de su propio apunte. Pero luego mira a lo lejos y comenta: “Dos días después de mi elección, mi papá citó a sus cinco hijos y nos dijo que tenía cáncer de pulmón y se iba a morir. (...) el impacto fue bárbaro. Él era mi mejor amigo: hablábamos tres o cuatro veces al día. Al poco tiempo fuimos a un paseo a Subachoque. Era una tarde de sol (...) me dijo que estaba convencido de que, conmigo, la ciudad y la política en Colombia cambiarían. Semanas después viajamos a Nueva York, ciudad que él adoraba. Y sobrevolamos Manhattan en un día de cielo azul. Recuerdo que papá dijo que ese sería su último viaje”.

“Murió un par de meses después, a los 67 años. Hacía un mes que yo me había posesionado como alcalde. Fue el 4 de febrero de 1998. Él estaba conmigo, en la clínica (…) sufría, se encontraba en las últimas. Desde la cama nos lanzó un beso a cada uno, yo me senté en una silla cerca de él, me dio un sueño impresionante. Cuando me desperté, papá ya estaba muerto”. Y en medio de su duelo, Peñalosa gobernó con furor, desplegó su talento para escoger buenos trabajadores en equipo, los hizo marchar tras su mismo sueño de ciudad, y armó un gabinete estrella con funcionarios capaces y futuras ministras: María Consuelo Araújo, Cecilia María Vélez y Carolina Barco.

“Mi primer objetivo es siempre conseguir un gran equipo, armar el sueño, definir qué es negociable y qué no y, luego, la gente vuela sola”. Peñalosa terminó su alcaldía en 2000 con fama de ser buen gerente y eficiente ejecutor, y de luchar por construir una ciudad más grata, donde la gente viviera más feliz y tuviera mayor igualdad. Por eso, para hacer un gran parque, no dudó en buscar la expropiación de las canchas de golf del Country Club y de enfrentarse así al rancio curubito bogotano. Y construyó colegios, andenes, y ciclovías; sembró árboles y se inventó Transmilenio; defendió el espacio público y trabajó para que en Bogotá la gente viviera feliz, como quería vivir él.

Al dejar la Alcaldía, en lugar de aprovechar su buena imagen y de lanzarse a la Presidencia, se entregó a su hijo de cuatro años y le dio el tiempo que no le había dedicado como alcalde. Y cuando quiso ser presidente en 2006, se tropezó con que Uribe, a quien le ganaba en imagen positiva, había reformado la Constitución para repetir. Y a partir de ese momento cometió un error político tras otro. Pero ahora llegó a ser el candidato del Partido Verde y, hasta hace un mes, punteaba en las encuestas. Sin embargo, estas dos semanas, la campaña se polarizó entre el presidente Santos y el uribista Zuluaga, y los indecisos, aterrados ante la sucia artillería, parecen estar tomando partido por el uno o por el otro, en lugar de elegir otras opciones, como la de Peñalosa, quien, sin asustar a la derecha, dice que sembrará igualdad y que continuará con este proceso que nos tiene al borde de la paz.

Sin embargo, aún puede mejorar su panorama, pues Peñalosa no atemoriza a la derecha ni a la izquierda, y no está inmerso en esa clase política melcochuda de mermelada, ni en esa corrupción, ni en esa politiquería, ni en esa intolerancia, y menos en esa horrible guerra sucia que esparce su lenguaje violento e incendiario y ataca con golpes bajos que angustian a este país, el cual —en sus manos— estaría más tranquilo y sería más feliz, aunque no necesariamente más rico, pues, según él, ser más ricos no nos hace más felices, pero ser más felices si nos permite ser más ricos.

“Yo le pido a Dios que nos ayude a gobernar bien”, agrega, un mes después de nuestra primera entrevista, cuando las encuestas ya no lo ponían en el primer lugar. Y mientras él mismo bate los huevos y le ayudo a preparar el desayuno, porque su esposa duerme y la empleada no ha llegado aún. “Tenemos que crecer, y vamos a crecer (…) es que este país está aburrido de mermelada y de peleas. Y los colombianos lo que quieren es tener un presidente que los quiera”, comenta. “¿Y si pierde, Enrique?”. Entonces él, que es uno de los principales expertos mundiales en asuntos urbanos, dice sonriente: “Yo tengo una doble vida: me dedico a viajar por el mundo dictando conferencias. Y para después de la primera vuelta, ya tengo un montón de invitaciones”.

 

Por Patricia Lara Salive / Especial para El Espectador

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