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Libros y testimonios para no olvidar los holocaustos

Los 70 años de la clausura del campo de concentración nazi en Auschwitz ameritan un repaso a algunas de las obras literarias que nos explican hasta dónde puede llegar la maldad humana.

Nelson Fredy Padilla, editor de El Espectador
27 de enero de 2015 - 06:01 p. m.
El El presidente Juan Manuel Santos junto a Jacobo Brod (izq.), en la exposición 'Shoa: Memoria y legado del Holocausto', en Bogotá en 2011. Brod falleció tres años después. / Presidencia
El El presidente Juan Manuel Santos junto a Jacobo Brod (izq.), en la exposición 'Shoa: Memoria y legado del Holocausto', en Bogotá en 2011. Brod falleció tres años después. / Presidencia

Los 70 años de la clausura del campo de exterminio Nazi en Auschwitz es un buen momento para recomendar la lectura de la mejor literatura que se ha escrito sobre el Holocausto nazi contra el pueblo judío. Volver sobre el sobrecogedor testimonio del italiano Primo Levi (1919-1987), en ‘Si esto es un hombre’ o en ‘Los hundidos y los salvados’. Salió vivo de aquel centro de torturas porque los alemanes se sirvieron de sus conocimientos de química, pero quedó marcado de por vida hasta el suicidio por la maldad a la que puede llegar la condición humana.

Hay miles de libros que hacen memoria de las peores violencias que ha sufrido la humanidad. Sin embargo, además de Levi, si hay una obra que merece relectura es ‘El libro de los susurros’ (editorial Pre-textos), la gran novela de Varujan Vosganian sobre la masacre del pueblo armenio a manos del régimen turco entre 1895 y 1915. Él, uno de los grandes poetas rumanos, descendiente de los desterrados sobrevivientes del genocidio escribió un documento con tal fuerza documental y poética que es el mayor expediente publicado sobre la muerte de cerca de un millón y medio de personas. El Nobel de Literatura turco, Orhan Pamuk, se atrevió a pedir que su país debía reconocer esos episodios y, por el reclamo, fue sometido a juicio y amenazado en su país.

La fuerza de estas obras reside, no sólo en la voz del autor, sino en especial en la de los sobrevivientes. Ojalá no hubiera lector por cuyas manos no hayan pasado las páginas del diario de Ana Frank y, más recientemente, ‘La trilogía de la ocupación’ (Anagrama) del Premio Nobel de Literatura 2014, el francés Patrick Modiano, sobre cómo la II Guerra Mundial dejó cicatrices que aún no sanan en generaciones posteriores.

Si esta narrativa nos resulta de alguna manera lejana, en Colombia fueron editados recientemente un par de excelentes libros: en categoría no-ficción ‘Sobrevivientes del Holocausto que rehicieron su vida en Colombia’ (sello editorial Grijalbo), escrito por Hilda Demner y Estela Goldstein, y ‘Migas de pan’ (Alfaguara), novela del escritor de origen judío Azriel Bibliowicz, inspirada también en la vida de los europeos que se salvaron del terror nazi y todavía intentan rehacer su vida, paradójicamente en medio de la violencia que se vive en Colombia

Junto a esta invitación, les comparto el testimonio, que me dio en Bogotá poco antes de su muerte, el empresario Jacobo Brod, sobre cómo sobrevivió a Auschwitz:
“A mi madre, a mi hermana y a mí nos convirtieron en prisioneros desde que los alemanes invadieron Polonia en septiembre de 1939 y terminamos encerrados en el gueto de Lödz, una ciudad industrial 160 kilómetros al sur de Varsovia. Mi padre había muerto años antes. Vivíamos amenazados y obligados a identificarnos con la estrella de David pegada en el pecho, a la altura del corazón. Luego nos enviaron al gueto de Baluti, donde aprendí a trabajar en confecciones; me hice hilandero y eso me resultaría muy útil en Colombia. Por esos días mi hermana murió de cáncer en un hospital donde conocí y me enamoré con locura de una enfermera llamada Tusha. Nos casamos en 1943 y nuestro regalo de bodas no podía ser mejor: un pan de dos kilos para calmar el hambre. Entender esto y explicar en palabras la crueldad de los nazis es difícil. (Se emociona, guarda silencio, se seca la saliva con un pañuelo desechable, prosigue).

Un día de agosto de 1944 nos embarcaron en un tren rumbo a Auschwitz, unos sobre otros, como animales, allí mismo todos hacíamos las necesidades. A la llegada nos recibió látigo en mano un hombre perverso que se llamaba Josef Mengele (El Ángel de la Muerte). Nos amedrentaba con perros y soldados. Me despedí de mi madre y de mi esposa. Sabía que era la última vez que las veía. A los jóvenes y fuertes nos preguntaron por la profesión. A las mujeres las hicieron a un lado.

A mi mamá la asesinaron en Auschwitz-Birkenau, no sé si en las cámaras de gas o con ráfagas. Lo cierto es que terminó en esas fosas comunes con cadáveres amontonados en cruz, cubiertos con cal viva. A otros los pasaban a hornos que expelían un terrible olor a carne quemada que llegaba hasta donde estábamos.
Me desnudaron, me afeitaron todo el cuerpo y la cabeza porque había epidemia de piojos, me miraron hasta dentro de los oídos y me dieron una camisa a rayas (en el libro revela que todavía la conserva para heredársela a su bisnieto). Además de judío, soy ingeniero mecánico, por lo que me enviaron primero a un campo alemán donde reparaban aviones y luego al de Braunschweig-Schillstrasse, especializado en mantenimiento de camiones. Debía cumplir jornadas de 12 horas continuas de trabajo y sobrevivía con una sopa oscura de pellejos de papa y agua negra. Cuando supe que a mi esposa no la habían matado cambié mis zapatos de montaña por un pan y le mandé la mitad. Las condiciones eran infrahumanas, de humillación permanente.

Para los nazis, Hitler era dios. Tenían el cerebro lavado y cumplían sus órdenes a cabalidad, así fuera asesinar a sus propias familias. Eran gente medio alocada, no eran normales. Es imposible que alguien que esté en sus cabales le dispare a otro a la cabeza sólo porque no le gustó el corte de su cabello. Era muy difícil soportar los inviernos. Si no se moría enfermo y casi congelado por el frío, a uno lo mataban los piojos. Hacíamos fila en medio de un patio: uno bombeaba agua no potable y el otro se desnudaba y se juagaba con agua a diez grados bajo cero. No me enfermaba porque como pobre que fui estaba acostumbrado al frío y al hambre en los duros inviernos de Polonia. Estaba protegido.

Al principio estábamos bajo órdenes del ejército, no nos pegaban ni nos mataban pero las condiciones eran infrahumanas, con poca alimentación. Cuando empezaron a recibir duros golpes en el frente oeste se llevaron los soldados y quedamos a merced de las SS. Sabían que iban perdiendo la guerra y el odio hacia nosotros crecía. La muerte era segura. Empezaron a caer bombas en la ciudad. Los superiores eran los más alocados, rompían todo lo que encontraban en su camino; veían cerca el fin y necesitaban desahogarse.

Hubo un momento en que la férrea disciplina nazi empezó a desmoronarse y el control del campo se les salió de las manos. Decidieron trasladarnos. Desde marzo de 1945 íbamos y veníamos en el tren hasta que las bombas destruyeron tramos de rieles y nos obligaron a caminar y caminar hasta el 15 de mayo, cuando las tropas aliadas norteamericanas nos liberaron. Yo estaba desecho y en harapos. Es el único día que celebro desde entonces. Claro que para mí todos los días son festivos. ¿Por qué sobreviví? No lo sé. Pasado el tiempo ya no estaba tan fuerte, tampoco era el más inteligente. Es posible que haya sido cuestión de suerte. Tres días después regresé a Lödz y me reencontré con mi esposa. La ciudad estaba destruida. No había qué comer o de qué vivir.

La guerra había terminado, el impacto nos llevó a huir de una Europa desecha y dividida. Yo estaba casado con Tuscha y teníamos bebés. Puse un aviso en el periódico: ‘Ingeniero busca trabajo’. Me respondieron de Asia, África y Suramérica. Lo más atractivo era Colombia porque un familiar me la recomendó y necesitaban profesionales. Volamos de París a Ámsterdam, luego a Escocia y atravesamos el Polo Norte hacia Canadá; luego a Nueva York, a Jamaica, a Barranquilla, y tres días después llegamos al aeropuerto de Techo (1948). Pasamos de estar en medio de la guerra a un lugar tan pacífico como la Bogotá de esa época, cuando nadie cerraba las puertas de las casas con llave. Era un paraíso, Europa un infierno. Me atrajo venir por un año a Colombia y una vez aquí se me metió el veneno latino y me quedé con mi familia.

Como sabía de hilandería, empecé a producir hilazas con campesinos de Boyacá, ya que se importaban de Australia y Argentina. (De eso daban fe sus manos grandes y aún fuertes, y la ausencia del dedo índice de la mano izquierda). En Bogotá me especialicé en técnicas y maquinaria para la industria de la lana. Hice empresa, generé empleo y trabajé duro hasta los 82 años. (Desde empresas como LAV hasta artistas como Olga de Amaral lo consultaban).

En Europa nací y me eduqué, pero amo Colombia más que al país donde nací. Lo mismo sentía mi esposa. Estuvimos casados 63 años. Tuvimos dos hijos. Aquí vivimos felices. Ella quiso que la sepultaran en este bello país y yo también lo quiero. Respeto profundamente el dolor de los colombianos que sufren una guerra que nos ha hecho sufrir a todos.

Yo leí a Primo Levi (estuvo en el mismo campo de concentración), pero no hay palabras, no hay imágenes, ni siquiera las que describió él, que puedan reproducir el sufrimiento que cada cual vivió, porque cada uno lo vio o sintió de manera diferente. Por eso nunca escribí ni me gusta ver películas o leer libros sobre el tema.

Incluso es diferente que usted lo oiga de mi boca comparado con lo que fue vivirlo. Puede sonar exagerado, y hay gente que me ha dicho eso, pero no lo es. No pretendo ser sensacionalista, nadie me llamó a contarme, yo lo viví y es bastante doloroso. No quiero hablar más, no quiero volver sobre ciertos cuadros como los que vi en el campo de Buchenwald. Veo la foto de mi mamá y pienso si la mataron con el gas en las duchas (vuelve a callar, a acudir al pañuelo)”. Nos despedimos y me dice: “Le doy un consejo: nunca viva con el día de ayer, sino con el de hoy y el de mañana. No conviva con el pasado”.

Al campo de concentración donde estuve fui una vez hace más de 20 años y me indignó que lo hayan convertido en un negocio de turismo. Muchas veces me han buscado desde Europa para que dé testimonio para películas o documentales y me he negado. A veces pienso que las guerras mundiales dejaron mucho daño, pero también muchos adelantos técnicoas para mecánica, electrónica, energía atómica, rayos láser, viajes espaciales. No descarto que haya una tercera guerra mundial. Todo mundo se está armando y nadie compra esa tecnología bélica ultramoderna para dejarla guardada en bodegas. No falta el loco al que un día le dé por usarlas. ¡Dios mío: hay países con hambruna y también con bomba atómica!”.

npadilla@elespectador.com

Por Nelson Fredy Padilla, editor de El Espectador

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