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Manos a la paz

La foto, el hecho y los personajes más destacados del año para El Espectador están simbolizados en el estrechón de manos del presidente Juan Manuel Santos con el máximo comandante de las Farc, Timoleón Jiménez.

Alfredo Molano Bravo, Especial para El Espectador
06 de diciembre de 2015 - 02:11 a. m.
Detalle del saludo de Juan Manuel Santos y “Timochenko” el pasado 23 de septiembre en La Habana, Cuba. / AFP
Detalle del saludo de Juan Manuel Santos y “Timochenko” el pasado 23 de septiembre en La Habana, Cuba. / AFP

El apretón de manos entre dos enemigos que hasta el 23 de septiembre parecían irreconciliables, fue una escena que tardó 60 años en darse. Se habría podido ver antes, hace mucho tiempo. Sesenta años son muchos años de muertos. Quizás un tiempo muerto. Para quien lo ha vivido, ver al presidente Santos y al comandante Timochenko y a Raúl Castro en la misma tribuna y con idéntico espíritu reconciliador, es asistir al fin mismo de la guerra fría, el factor que sostuvo la inercia del conflicto. En medio de un clima solemne, hablaron las partes. Se miraron y se oyeron. Santos lo hizo desde arriba, a distancia, con la frialdad inglesa que lleva en los ojos. Timoleón Jiménez, tímido y escueto, no parecía sentirse cómodo metido en el protocolo. Raúl, con la seguridad que da el poder, se puso por encima de los dos.

Los discursos fueron cortos.

Santos se dirigió a los asistentes, todos vestidos de blanco, en tono escueto no exento de aristas. Subrayó el objetivo final del acuerdo logrado en el tema de justicia, el más espinoso de la agenda. Se trata –dijo como pisando cáscaras de huevo– de alcanzar la “máxima justicia posible” y de lograr una rendición de cuentas que no produzca más víctimas. Trató a las Farc no como enemigas sino como adversarias en una guerra en la que él, como representante de las instituciones, estaba en una orilla desde la que reconocía a la otra. Con Timoleón Jiménez –agregó– “hemos acordado” un plazo de seis meses –y repitió, seis meses– para terminar la guerra, y 60 días adicionales –repitió, 60 días– para dejar las armas. Será un acuerdo sobre el cual se pronuncie el país con un sí o un no. Terminó citando al papa: No podemos permitirnos otro fracaso.

Timochenko, algo nervioso pero contenido, consideró que el acuerdo sobre justicia que abarcaba no sólo a los combatientes sino también a los no combatientes de las dos partes, creaba un ambiente propicio para avanzar en otros temas, como el cese bilateral y la dejación de armas. La condición para llegar a ese punto, lo dijo con toda claridad, era –y es, lo ha repetido– el desmonte del paramilitarismo.

Raúl Castro comenzó sin encender el micrófono y con una sonrisa de niño se excusó. Llamó presidente al presidente y comandante al comandante y los felicitó por haber superado los enormes obstáculos que se interponían en el anhelado objetivo de lograr la paz para “la querida Colombia”.

Terminados los discursos, los miembros de la mesa principal se pararon. Santos miró hacia su derecha como eludiendo a Timochenko; Timochenko se dio cuenta y lo miró con una sonrisa indulgente. Castro se apersonó de su papel de anfitrión amigable y abrió los brazos para acercarlos con un gesto que levantó un murmullo de aprobación entre los asistentes. Santos, con cierto desgano que no supo ocultar, se acercó a Raúl; Timochenko dio dos pasos. La distancia entre el presidente y el comandante seguía siendo grande, embarazosa. Castro, con la astucia de un viejo guerrero, insistió en acercarlos más. Santos dudó, pero Raúl los abrazó y les puso las manos en contacto. Sobre ellas puso las suyas como cerrando un pacto de honor entre hombres de honor.

Las sensaciones de los dos adversarios superiores no fueron muy disímiles. Para el presidente: “Extender la mano a mi adversario para decirles a él y al mundo que la paz es lo mejor que le puede pasar a Colombia, fue un momento trascendental para el cual venía trabajando hace más de tres años. No es fácil saludar a quien se ha combatido por años, a alguien con quien se tienen tantas y tan profundas diferencias, pero nada puede estar por encima de la necesidad de la paz y la reconciliación de Colombia. ¿Qué significó ese apretón de manos para mí? Lo resumo con una frase: sentí que la paz en nuestro país ya no tiene reversa”.

Para el comandante: “En la entrevista privada a la que llegó acompañado por De la Calle me sorprendió que no fuera tan alto como yo le esperaba. Lo sentí distante pero cálido. En el acto yo estaba muy emocionado porque era consciente de estar cumpliendo un papel protagónico al que no estoy acostumbrado. Al momento de acercarnos le noté cierta contención; cuando Raúl nos abrazó, sentí la compañía de un ser excepcional. Al presidente Santos le habían aconsejado sus asesores distancia, pero la rompió y le vi un destello de alegría en los ojos”.

El presidente Santos fue a Cuba a encontrarse con Timochenko en el mismo lugar donde el papa, un día antes, había llegado a sellar el acercamiento de EE. UU. y Cuba. Guiones superpuestos. El papa siguió para la Asamblea de Naciones Unidas. Santos también. Nunca se encontraron, pero ambos jugaron su papel. Raúl, que no fue ajeno a hacer de los Andes otra Sierra Maestra, no fue un maestro de ceremonias sino el conciliador honrado que hizo que la reconciliación no se convirtiera en una mera ceremonia de venias.

El 23 de septiembre se inició la cuenta regresiva de la guerra. Las dificultades han sido muchas, pero no se han resuelto con muertos. La foto del apretón de manos en La Habana recuerda la de Guadalupe Salcedo, comandante de las guerrillas del Llano, dándole la mano a Rojas Pinilla sin bajarse del caballo después de haber entregado las armas. Y la de Laureano Gómez y Alberto Lleras en las playas de Sitges al firmar el acuerdo del Frente Nacional.

En esos días se ponía fin a una guerra que ya había costado 300.000 muertos, según la Comisión para el Estudio de las Causas de la Violencia (1958). Más de medio siglo después estamos cerca, muy cerca, de otro pacto que ha costado otros 280.000 muertos, según la Comisión de Memoria Histórica. Sobre las manos que se apretaron en La Habana el 23 de septiembre no se puede repetir la tragedia de un acuerdo cojo que deje un hueco por donde vuelva a entrar la guerra.

 

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Por Alfredo Molano Bravo, Especial para El Espectador

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