La paz por encima de todo

No se puede discutir la persistencia del presidente Juan Manuel Santos ni su voluntad para acabar con medio siglo de guerra. Durante su primer gobierno montó las bases de negociación con las Farc y este año logró la reelección para llevar el proceso a buen término.

Patricia Lara Salive *
07 de diciembre de 2014 - 02:00 a. m.
/ Nelson Sierra
/ Nelson Sierra

“Sueño con entregar una Colombia en paz”, me dijo hace cuatro años el presidente Juan Manuel Santos cuando, durante el viaje a Brasilia para elaborar un perfil suyo, mientras asistía a la posesión de la presidenta Dilma Rousseff (exguerrillera y expresa política), hablamos de todo durante nuestras 12 horas en el avión presidencial.

¿Va a quedarse en el poder cuatro u ocho años, presidente?, le pregunté.

“Aspiro hacer todo lo que quiero hacer en cuatro años”, afirmó esa vez, este economista, exmilitar, diplomático, jugador de póker y periodista paradójicamente distante y con escaso don de la comunicación, quien admira a Churchil por su capacidad de ir contra la corriente si tenía el convencimiento de que lo que hacía estaba bien.

Y hace un año, cuando debía decidir si buscaba la reelección o no, y vio que todo lo que quería hacer, léase, dejar una Colombia en paz, estaba aún lejos de lograrse, Santos se lanzó a la reelección, no obstante que la oposición a las negociaciones con las Farc, liderada por su exjefe, el expresidente Álvaro Uribe, estuvo a punto de derrotarlo en su batalla.

Porque ha sido una verdadera batalla la que Santos ha librado para que Colombia alcance la paz: primero, cuando a comienzos de 1995 le pidió ayuda a Adam Kahane, experto negociador canadiense que participó en los procesos que condujeron a la terminación del apertheid en Sudáfrica y del conflicto en Irlanda del Norte. Luego, cuando ha pedido de Kahane, a finales de ese año, reunió con él en Bogotá a 44 personas, incluidos los máximos jefes de las Fuerzas Armadas, políticos, prelados, empresarios y representantes de la guerrilla contactados por radioteléfono. Más tarde, cuando invitó a apoyar esa iniciativa a su hermano mayor, el periodista-izquierdista Enrique Santos Calderón, y a nuestro Premio Nobel, Gabriel García Márquez, quien se sumó a ella con entusiasmo.

Después, cuando personalmente les consultó la propuesta al jefe paramilitar, Carlos Castaño; al de las esmeraldas, Víctor Carranza; a los miembros del Eln, Pacho Galán y Felipe Torres, presos en la cárcel de Itagüí, y a Tirofijo, jefe de las Farc, quien a través de Álvaro Leyva, respondió: “A esta propuesta le jalamos, pero no bajo este gobierno”, el de Ernesto Samper, quien entonces se hallaba inmerso en la tragedia del Proceso 8.000. Por esa razón, se dijo en esa época que Santos estaba conspirando con Gabo para tumbar a Samper, cuando en realidad lo estaban haciendo para conseguir la paz; y si el costo de la paz era que se cayera el gobierno, ¡qué se le iba a hacer!: la paz era un bien mayor.

Y ahí se muestra una de las principales virtudes de nuestro presidente, la cual, a su vez, se convierte en uno de sus principales defectos: para Santos, el fin justifica los medios, o mejor, como diría un buen revolucionario, él nunca confunde la táctica con la estrategia: lo estratégico es “dejar una Colombia en paz”. Lo táctico, es hacer cualquier cosa para alcanzar ese bien supremo. Y si para conseguirlo tiene que hacerse nombrar ministro de Defensa de Álvaro Uribe, y matar a los jefes de la guerrilla, y bombardear el campamento de Raúl Reyes en Ecuador, y pelear con los presidentes Chávez y Correa, y descabezar a los generales involucrados en los falsos positivos, y después hacerse elegir y reelegir presidente, y amistarse con Chávez y Correa, y despertar así la ira de Uribe, y salírsele del redil, y gobernar a su modo, y matar al jefe militar de las Farc, el Mono Jojoy, y a su jefe máximo, Alfonso Cano, mientras simultáneamente conversaba con la guerrilla, porque ya la estrategia indicaba que había pasado el momento de privilegiar la guerra, y había llegado la hora de emprender los diálogos de paz, Juan Manuel Santos lo hace. ¡Sin ningún problema!

Por eso, quienes no lo conocen, lo califican de traidor. ¿Pero de quién?

¿De Uribe? No, porque si en algo estaban ambos de acuerdo era en que, como Uribe lo repitió en su primera campaña, había que tener el pulso firme y el corazón grande, es decir, había que golpear al máximo a la guerrilla en lo militar para lograr, al final, la terminación del conflicto mediante la negociación política.
¿De su clase, como él mismo me dijo que lo llamarían cuando durante el vuelo a Brasilia me mostró el libro Traitor to his class, sobre la presidencia radical de Franklin Delano Roosevelt, escrito por el Premio Pulitzer H.W. Brands, el cual leía en ese momento? Tampoco, porque si no se hacen las reformas del campo y de apertura democrática de que se habla en los acuerdos de La Habana, entonces sí, a base de violencia, pueden afectarse a fondo los intereses de las clases altas.
¿Del periodismo? Tal vez, como lo creyeron sus familiares, quienes querían verlo en la dirección de El Tiempo, para la que ya lo habían designado, pero al aceptar ser ministro de Comercio Exterior de César Gaviria, Santos lo echó todo por la borda.

¿De su padre, ese gran periodista que fue Enrique Santos Castillo, radical de derecha quien no le perdonaba a su hijo Enrique sus veleidades izquierdistas y, en cambio, se hinchaba de orgullo al ver marchar como cadete de la Armada a su tercer hijo, el consentido, Juan Manuel, que se movía como pez en el agua en los círculos más encumbrados de la academia y de las sociedades inglesa y bogotana? Al viejo Enrique sí lo traicionó, pensarán muchos de sus compañeros de juego en la llamada “pesada del Country Club”.

Pero tampoco ello será así porque el año entrante, cuando se firme la paz entre Colombia y las Farc, impulsada por el insoportable hijo izquierdista y lograda por el consentido dandy keynessiano, un Leo de 63 años, quien, en la Universidad de Harvard, fue discípulo del gurú mundial de la negociación, Roger Fischer, el gran viejo Enrique no podrá menos que darles a sus dos hijos un abrazo emocionado.

 

* Escritora y columnista de El Espectador

Por Patricia Lara Salive *

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