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Un conflicto de definiciones

La batalla entre Juan Manuel Santos y Óscar Iván Zuluaga por el reconocimiento del conflicto armado interno.

Wálter Arévalo R.*
15 de junio de 2014 - 02:00 a. m.
Toribío, Cauca. Un integrante de las Farc dispara su arma, cerca del casco urbano de la población de El Palo. / EFE
Toribío, Cauca. Un integrante de las Farc dispara su arma, cerca del casco urbano de la población de El Palo. / EFE
Foto: EFE - Christian Escobar Mora

Durante los debates presidenciales hubo un tema que demostró el abismo irreconciliable entre los candidatos Juan Manuel Santos y Óscar Iván Zuluaga: la paz a través del reconocimiento del conflicto armado. Para el presidente-candidato el actual proceso de paz depende del reconocimiento del conflicto, y la explicación que más recurrentemente ha ofrecido en los debates (donde ha perdido oportunidades valiosas para explicar el tema) ha sido el resarcimiento de las víctimas. Para Zuluaga, dicho reconocimiento está directamente asociado con una legitimación política de las Farc y la consecuente impunidad de sus crímenes, una posición que se cimienta en dos equivocaciones.

La primera es considerar que el reconocimiento del conflicto armado interno, según el Derecho internacional Humanitario (DIH) implica el estatus de beligerancia (que acarrea un estatus político); y la segunda, considerar que todo conflicto armado que lleva a un proceso de paz donde se considera posible la participación política, implica impunidad.

El conflicto armado interno es una noción del DIH destinada a regular, más que la naturaleza jurídica o política de un actor, su comportamiento en un escenario de conflicto y las relaciones entre las partes del mismo.

El artículo 3 Común a los Convenios de Ginebra de 1949 establece los comportamientos mínimos de las partes en conflictos no internacionales, es decir, exigencias humanitarias durante las hostilidades y prohíbe actos como la tortura y la toma de rehenes. Su aplicación se ha destinado a escenarios de conflicto entre un Estado y una organización armada o entre varias de ellas, donde la parte no estatal cuenta con un mínimo de organización y las hostilidades han alcanzado un nivel y continuidad que las distingue de una simple alteración del orden público.

En complementación al artículo 3, el Protocolo II adicional del 77 define los conflictos armados internos como aquellos que se “desarrollen en el territorio de una Alta Parte contratante entre sus fuerzas armadas y fuerzas armadas disidentes o grupos armados organizados que, bajo la dirección de un mando responsable, ejerzan sobre una parte de dicho territorio un control tal que les permita realizar operaciones militares sostenidas y concertadas, y aplicar el presente Protocolo”. Y su intención es la misma: la protección de las víctimas y los civiles, no la de declarar a un actor como beligerante.

Teniendo en cuenta que la discusión durante la campaña presidencial se ha centrado en si las Farc tienen o no control territorial, o que a pesar de estar en capacidad de cumplir con el DIH no lo hacen, vale la pena aclarar que así se declare el conflicto por vía del artículo 3 o del Protocolo II, ni la declaración del mismo, ni las conductas que se exigen o prohíben por virtud de su reconocimiento implican un cambio de estatus legal o político de las Farc, que en ningún momento deja de ser un “grupo armado”.

La beligerancia, que es un animal político más que jurídico, ya en desuso tras los Protocolos Adicionales, suele confundirse con el conflicto armado, pues involucra elementos similares, como el mando organizado o el “control” territorial, pero también incluye otros distintos, como actos de gobierno por parte del beligerante, cosa que las Farc no tienen y, sobre todo, una declaración del Estado (Colombia) para reconocerlo como tal, cosa que no ha ocurrido.

Declarar el conflicto aclara las reglas de batalla y robustece la protección a civiles y víctimas, no legitima a las Farc como beligerante, ni como organización política internacional, ni como protoestado, mucho menos como sucesor legítimo del Estado colombiano. Los “temores” de Zuluaga no tienen asidero en este ámbito. En Colombia el conflicto armado interno ya es una realidad jurídica, en el proceso de paz y también en numerosas piezas legislativas, como en sentencias de la Corte Constitucional, en delitos de la última reforma penal que albergan la noción y, naturalmente, en la Ley de Víctimas.

La segunda equivocación respecto al conflicto armado es pensar que un proceso de paz justificado en él siempre implica impunidad. Esta ha sido la posición de los opositores al proceso, especialmente cuando se abre la posibilidad a la participación política. Este ya no es un problema del “qué es”, sino del “cómo se hace”. Para explicarlo, vale la pena usar los casos que ha mencionado Zuluaga: Irlanda y la Transición en España.

En Irlanda, el Good Friday Agreement de 1998 (cierre del proceso de paz entre monarquistas, republicanos, fuerzas políticas a las que se asociaban organizaciones armadas y autoridades británicas e irlandesas) implicó acuerdos de participación política, construcción de espacios democráticos (asambleas), cese de hostilidades, etc.: todo con la certeza de un conflicto armado en el territorio, sin necesariamente declarar beligerancias indeseadas, ni nada más allá de las representaciones políticas acordadas a favor de los irlandeses, incluso, algunas organizaciones armadas fueron castigadas por su violencia y no recibieron oportunidades políticas o penales.

No sólo las características de los actores, la continuidad de las hostilidades y los actos de las partes en el territorio demostraban allí el conflicto armado. En repetidas ocasiones desde 1998, reunidos como el “All-Ireland Council”, las autoridades para Irlanda de Norte y el gobierno de la República de Irlanda, se refirieron al caso como un conflicto armado, contrario a lo que han sostenido quienes dicen que esa no fue la figura usada.

La implementación cuidadosa de los acuerdos ha combatido la impunidad y la naturaleza de las causas del conflicto desencadenó como consecuencia natural la consecución de escenarios de participación política a quienes respondieron ante la justicia.

Este caso presenta más paradojas que certezas: allí se hizo un uso tácito de las categorías del conflicto armado derivadas del artículo 3, como las obligaciones humanitarias, las características de las partes, la continuidad de las hostilidades, las facultades para negociar y el escenario y los actores correspondían a los de un conflicto no internacional: pero leyes demasiado amplias y complacientes en materia penal, confeccionadas no a partir de las violaciones al DIH sino de la “naturaleza política” de las acciones, como la “Ley de Amnistía del 77” (Ley 46/1977), generaron altísimos grados de impunidad, que han sido denunciados por ONG y organizaciones internacionales en la actualidad: ese es el error que Colombia debe evitar dentro del proceso, sin negar un conflicto que existe hoy como realidad jurídica.

 

 

 

* Abogado, politólogo, especialista en Derecho Constitucional, LLM (Master of Laws) in international law (Summa Cum Laude) y Research Assistant en Stetson College of Law. Profesor-investigador de la U. del Rosario.

Por Wálter Arévalo R.*

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