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Valencia: un león sin melena

El director de la Corporación Nuevo Arco Iris, una de las cunas de la palabra parapolítica, trabaja en un par de investigaciones sobre ilegalidad en zona de frontera y minería. En su tiempo libre, uribiza.

Gustavo Gómez Córdoba
06 de noviembre de 2011 - 10:00 p. m.

De todos los días duros que ha tenido en la vida León Valencia, el más duro fue uno de 1998, cuando a las 11 de la noche le timbraron en la casa. Era un delincuente que había conocido en sus años de guerrillero del Eln. Venía a contarle que en la mañana le habían ofrecido un dinero para que lo matara. Se había negado, pero para esa hora ya debía haber alguien en la tarea de honrar el contrato con la sangre de Valencia. Empacó un par de trapos y salió corriendo para la casa del embajador de Holanda, donde durmió cuatro días antes de marchar al exilio. El siguiente susto se lo pegaría Álvaro Uribe.

En las oficinas de la Corporación Nuevo Arco Iris, Valencia recrea el episodio. Uribe le tenía cierta gratitud porque, años atrás, cuando estudiaba en Oxford, el exguerrillero le había avisado de una encerrona judicial que le preparaba en el extranjero Werner Mauss. Uribe, ahora convertido en presidente, lo recibió en el Metropolitan Club. Valencia venía a contarle que tenía indicios de otro intento de asesinarlo. Uribe le dijo al rompe: “León, sé que está en problemas, pero no se vaya: yo lo cuido”. “Oír a Uribe decirme que sabía que yo estaba en problemas fue un detonante automático”, recuerda. “Ahí sí me dio miedo y me fui un año al Cono Sur”.

Valencia tiene hoy reunión con el abogado de la fundación, el doctor Ramírez, que le está rindiendo informe de cómo van los procesos uribeleónicos: uno de Uribe contra Valencia y otro de Valencia contra Uribe. En los últimos dos años lo ha asesorado en 48 tutelas y demandas. Es un tipo probado en todos los terrenos, dotado de un genuino sentido del humor y quien, de los 110 empleados, es el que mejor define al director de Nuevo Arco Iris: “Un león sin melena”.

Al “león” lo han tratado de trasquilar varias veces pero, teniendo en cuenta la cantidad de políticos que han quedado muy mal parados con sus revelaciones, está claro que Valencia es el verdadero rey de la tijera. A la mano tiene el top de los más oscuros: “Juan Carlos Martínez, frentero total; las razones las manda sin sutilezas… Luis Pérez: canchero profesional… Javier Cáceres: dueño de un cinismo que le permitió moverse desde la corrupción a enarbolar las banderas ¡de la lucha contra la corrupción!... Luis Alberto Gil: sin un gramo de discurso construyó, él solo, un partido político… Mario Uribe: soberbio, amigo de que le rindan culto como a una especie de Padrino”.

Valencia es de Andes, la misma zona de Antioquia en la que Mario Uribe se comportaba como el personaje de Mario Puzo y en la que tanto espacio le abrió a su primo Álvaro. A los Uribe los describe amparándose en los personajes de La casa de las dos palmas, de Manuel Mejía Vallejo: “Señorones que posan de muy moralistas, unidos a matronas que les permiten todo, menos que las igualen con las amantes; guardan distancia con los pobres, pero penetran en sus debilidades, manipulan sus pecados de una manera casi eclesiástica y usan ese poder para dominar”. No le cabe la menor duda de que Álvaro Uribe llegó a donde llegó porque supo “agarrar el alma de la gente con las manos”.

Uribe, dice, lo lleva tatuado, junto a Iván Cepeda, en la parte del corazón que tiene dispuesta para las malquerencias: “La diferencia es que mientras a mí me preocupa, a Iván parece que le divierte ese odio”. Como buen investigador, tiene también a la mano la lista de los cinco más cercanos a los malos humores del expresidente: “De primero, Vargas Lleras, pero Santos está que se las pela para desbancarlo; luego Cepeda, yo y Viviane Morales, que gana puntos todos los días”. Cinco a los que Uribe no puede ver ni pintados en la pared. Lo dice parado frente a un mural contiguo a su oficina. La figura, lejanamente taurina, le presta las astas a Valencia para presentarlo con aires mefistofélicos. El apellido del artista es una coincidencia increíble: Uribe.

Esta semana, dice, comenzarán a conocerse con más detalle las evaluaciones de las pasadas elecciones. En Nuevo Arco Iris está claro que un poco más del 40 por ciento de los candidatos que tenían bajo la lupa ganó y que muchos llegaron a donde están con firmas, porque no consiguieron aval. No lograron que Afrovides, el MIO o el PIN, considerados por ellos como verdaderos mercaderes, les “vendieran” ese aval. Y ya vienen dos documentos candentes: relaciones de políticos, a ambos lados de la frontera venezolana, con grupos al margen de la ley y la minería como gasolina y escenario de los corruptos.

Investigaciones que conoceremos, como tantas otras de Nuevo Arco Iris, sazonadas con esa especia que tanto daño les hace a los políticos torcidos: nombres propios. El trabajo, según algunos furibistas, de una “célula” conducida por un “terrorista”. Curioso concepto de terrorismo, al menos si se tiene en cuenta que el 73 por ciento de los dineros con que trabaja hoy la Corporación proviene de los gobiernos de Suecia, España, Noruega, Holanda y Suiza, y el 27 restante de contratos o convenios con el Gobierno nacional y muchos locales. Él, en lo personal, tiene convenio hace seis años con el corazón de Ana Margarita Almonacid, del Centro Internacional para la Justicia Transicional, a la que le lleva tanta delantera en calendarios como ella a él en encanto.

De la intimidad es poco lo que ronda en sus palabras: que los pantalones esconden dos heridas de bala, pero que no se las debe a sus años en el Eln; que tiene una hija bailarina y un hijo arquitecto que usa otro apellido por seguridad; que en la biblioteca de su oficina hay una copia de El fusil para qué, de Javier Amaya; que desde los ochenta es fanático de Mac, pero que, al menos en la informática, nunca ha sido devoto del PC; y que quiere archivar las investigaciones para jugársela de novelista. Las que vengan después de Con el pucho de la vida, que le acaban de reeditar, seguramente no tendrán nada que ver con La casa de las dos palmas ni, sobre todo en el título, con una joya de Ibargüengoitia: Maten al león.

Por Gustavo Gómez Córdoba

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