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La condena de la mente

En Colombia sólo hay dos cárceles con pabellones especiales para atender a las personas que han cometido delitos y sufren de algún trastorno mental. Una de ellas es la Modelo de Bogotá. Así se vive un día en este lugar.

Carolina Gutiérrez Torres
14 de noviembre de 2010 - 09:01 p. m.

Que no, que no, que no, dice Ómar Vargas. Aplaude. Se balancea. Que no, que no, que no¸ sigue repitiendo desde la Unidad de Salud Mental de la Cárcel Modelo de Bogotá. En el mismo pabellón, un mes atrás, Jesid advertía me voy a matar, me voy a matar. Se tomó 40 pastillas de clozapina. Se acostó en su cama y se sumió en un sueño de tres días. No se mató, pero todavía está en un hospital, en recuperación. Mientras Ómar Vargas corea que no, que no se escuchan gritos y llanto y golpes contra las rejas y así transcurre el día. El día que empieza a las 7:00 a.m., con un baño en las duchas comunes, y termina a las 9:30 p.m., cuando las enfermeras reparten los últimos medicamentos, por lo general somníferos.

Dice Ramiro Vélez, internado hace tres meses en este lugar por razones que contará más tarde, que Ómar lleva unos ocho años en el pabellón. Dice que está condenado por robo, que es esquizofrénico. Dice que quizás han sido los medicamentos los que lo han llevado a perder la razón. Al parecer tiene un mal parecido al párkinson desarrollado por la misma medicina. Los que tomamos drogas como la sentralina y la quetiapina empezamos a tener un temblor que no podemos controlar, habla Ramiro, administrador financiero y de empresas, especialista en mercado de capitales, comisionista de bolsa, profesor universitario. Él, y los 58 internos que lo acompañan en este patio pequeño, frío, aislado, están aquí por decisión de un juez y un dictamen de Medicina Legal, que certifican que tienen algún tipo de trastorno mental, pero no están lo suficientemente enfermos para ir a una clínica de reposo.

Dice Ramiro que no podría asegurar si Ómar —sudadera roja, chaqueta azul y sandalias de plástico— llegó a este pabellón desconectado del mundo, como luce ahora cuando sólo repite que no, que no, que no, o si fueron el encierro y las medicinas las que lo convirtieron en ese hombre. Ese hombre al que las enfermeras con paciencia le cortan las uñas y le suplican que se dé un baño y que se tome la sopa. Igual, si fue la cárcel la que agravó su enfermedad hasta aislarlo del mundo, ya no hay nada que hacer. No podrá ir a una clínica ni recibirá un tratamiento especializado, hasta que cumpla su condena.

A esta hora, 3:00 p.m., todos están en el patio. Ómar, en una esquinita. Unos se pasean de un extremo a extremo. Otros reposan en el suelo, sobre colchonetas, porque hay medicamentos que son muy bravos y lo ponen a uno a dormir todo el día. Alguno fuma. Uno más se cubre la cabeza con una cobija roja y sólo mira, con ojos ausentes, vacíos. Ese, el de la cobija, lleva más de 20 años acá. Y ahí donde lo ve ha matado a más personas aquí adentro que allá afuera, sentencia un interno de acento paisa, y se pregunta uno qué es real de todo lo que se vive allí adentro.

Ramiro —sindicado de haber intentado matar a su esposa— se inscribe en la lista de los más cuerdos de allí. Lleva tres meses. Dice ser el líder. Aquí no hay Plumas como en los otros pabellos, que son quienes controlan los negocios y deciden quién entra y quién sale de cada patio. Aquí yo sólo soy el líder, el que apoya la parte administrativa y las actividades, el que escucha a los muchachos y los apoya. Ramiro habla fluido, sereno, desde una oficina contigua al patio central. Habla sin dejarse perturbar por los gritos de los otros internos. Los gritos que nunca paran. Lo acompaña Jimmy Leal Chilantra, 31 años de vida y 32 de condena por delitos que no cometí: paramilitarismo, dos homicidios y porte ilegal de armas. Los dos son depresivos severos.

Dicen que hay tiempos difíciles en el pabellón. Robos. Peleas. Discusiones. Secuestros, como los que protagonizó un muchacho que esta semana regresó al pabellón; tomaba a cualquiera que se le atravesara, lo arrinconaba con un cuchillo en el cuello y pedía recompensa para soltarlo: cigarrillos o comida o cambio de patio. Hablan del último asesinato, seis meses atrás, cuando en una crisis uno golpeó con una tabla tan fuerte a otro que lo mató y después le arrancó la oreja de un mordisco. Hablan de violaciones a aquellos internos que toman medicinas tan fuertes que los dejan inmóviles, sin posibilidad de defenderse, y entonces alguno —no se sabe si en crisis o con toda conciencia— se aprovecha de él.

Ramiro y Jimmy dicen que de los 59, Ómar, el del coro que no, que no, es el más enfermo. Entre los más graves está también El Cucho. El Cucho lleva siempre una vasija de plástico en la cabeza que hace las veces de sombrero. Se baña con ella; desayuna, almuerza y come con ella; y algunas veces orina en ella. Viste un gabán. Alucina. Tiene 31 años. Según Ramiro y Jimmy está condenado por homicidio.

La Unidad de Salud Mental está dividida en tres áreas. La peor es esa que hay allá, en el segundo piso —dice Ramiro, parado ahora en un pasillo que deja ver todo el pabellón tras una reja—. Se llama la UT, Unidad de Terapia, son calabozos. Allí están los más agresivos. Permanecen encerrados todo el día. A las 5:00 p.m. tienen una hora de sol. Hay otra zona en la que permanecen los que tienen que estar bajo observación todo el tiempo. Y en la última zona estamos el resto. Está él desde hace tres meses, luego de haber entrado en una profunda depresión porque su esposa le pidió el divorcio. Luego de que una noche la invitara a comer y perdiera el sentido, la razón, al combinar vino con pastillas antidepresivas.

Se despertó en una clínica mental. Seguramente allí algún funcionario de la Fiscalía le habrá informado que tuvo una fuerte discusión con su esposa —ocho años juntos—, que luego él la atacó con un arma cortopunzante en el pecho, que estaba denunciado por tentativa de homicidio. Ha intentado suicidarse seis veces. La última vez, el 12 de septiembre, se tajó las muñecas.

Se cortan las venas, intentan ahorcarse, se toman una sobredosis de medicinas. Aquí los intentos de suicidio son pan de cada día. El último fue Jesid, que se tomó 40 pastillas. Yo lo encontré en la cama. Le toqué el pecho, tenía el corazón acelerado. Desde hacía días venía diciéndome que estaba mal, que se iba a matar, que se iba matar. Ya se había degollado dos veces y se había salvado de milagro. Habla Jimmy,  de Ortega, Tolima. Él, guerrillero confeso, dice haber sido víctima de un falso positivo de la Policía, que lo tachó de paramilitar, de asesino, y lo llevó a prisión. Aclara que llegó sano a la cárcel —primero a La Picota, luego a La Dorada, Caldas, y ahora a la Modelo—, pero el encierro, la lejanía de su hijo de 10 años, el abandono de su novia, la injusticia de una condena de 32 años por crímenes que no cometió, lo enloquecieron.

Los primeros meses me metieron en un patio de paracos. Allá me empecé a deprimir. No comía. No dormía. ¿Cómo iba a estar tranquilo? Todo el tiempo pensaba que iban a descubrir que no era paraco sino guerrillero. Tenía pesadillas todas las noches. Soñaba que me mataban, me cortaban la lengua y luego me picaban en pedacitos, así como hacen los paracos. Se enfermó de depresión severa. Fue trasladado a la Modelo, desde donde habla hoy, en una pequeña oficina.

Allá afuera sigue la algarabía. Entre todos camina en silencio Giovanni Arroyabe: 28 años, ojos grandes y brillantes, llamado Smallville porque dice ser Supermán, pues asegura —con toda la convicción— que tiene poderes supranaturales, que la criptonita lo mataría, que vuela. Y ha intentado volar. También camina Simón, moreno y bajito, condenado a 36 años por haber asesinado a sus patrones. Es del Amazonas. Dice la leyenda que Simón es caníbal. Que se devoró a sus jefes. Dicen sus compañeros que Simón es esquizofrénico, que es tranquilo, que lava los platos y la ropa, que es el más trabajador del patio.

cgutierrez@elespectador.com 

Por Carolina Gutiérrez Torres

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