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Decreto que asusta a las farmacéuticas

Después de cuatro años y cinco borradores, parece estar cerca el fin de la batalla por los medicamentos biotecnológicos.

Pablo Correa
13 de julio de 2014 - 02:00 a. m.
Los medicamentos biotecnológicos son aquellos que se producen a partir de la manipulación de seres vivos. / 123rf
Los medicamentos biotecnológicos son aquellos que se producen a partir de la manipulación de seres vivos. / 123rf
Foto: Matej Kastelic

Hace cuatro años comenzó una de las batallas más complejas del sector salud en Colombia. El Gobierno, la industria farmacéutica nacional y extranjera, las asociaciones de pacientes, los gremios médicos, las embajadas, la sociedad civil y hasta la Iglesia católica se enlazaron en un intrincado juego de intereses y puntos de vista en torno a la reglamentación de los medicamentos biotecnológicos y los llamados biogenéricos.

El pasado jueves en la tarde, el Ministerio de Salud y Protección Social publicó la quinta versión del decreto en el que se establecen los requisitos que debe seguir cualquier empresa interesada en introducir al país uno de estos fármacos.

Puede parecer un debate árido y complejo, pero lo que está en juego es la salud y la vida de miles de colombianos, así como la estabilidad financiera del sistema de salud. Sólo entre 2008 y 2013, este grupo de medicamentos le costó al país $3 billones. Esto es más que todo el dinero que se invierte en ciencia y tecnología en un año.


De la hoja de coca a la insulina recombinante

Los medicamentos biológicos son la medicina más vieja que conocemos. Las hojas de coca, que por siglos se han utilizado para calmar dolores, son uno de los tantos ejemplos de sustancias que fabrican otros seres vivos y luego tomamos para nuestro provecho. A esa lista interminable se pueden añadir la primera vacuna contra la viruela y la penicilina.

Este botiquín natural desafortunadamente sólo ha servido para tratar un grupo limitado de enfermedades. Lo que ha obligado a los farmacéuticos de todas las épocas a buscar otros caminos para sanar. Con el desarrollo de la química y la tecnología en el siglo XX aprendimos a sintetizar moléculas en el laboratorio para atacar estas mismas u otras patologías. Aparecieron el acetaminofén y el metotrexato, este último para los pacientes con artritis. También la quimioterapia contra el cáncer.

Pero este nuevo botiquín también resultó insuficiente. Decenas de enfermedades seguían y siguen sin cura. Por suerte, en 1953, con el descubrimiento del ADN, una nueva puerta se abrió. Una vez descubierto el código de la vida comenzó el esfuerzo por manipularlo. Si podíamos manipular la vida, podíamos manipularla para producir medicamentos. Comenzaba la era de la biotecnología al servicio de los pacientes y nacía una gallina de huevos de oro para la industria farmacéutica mundial.

La insulina humana recombinante apareció en 1982 y ha beneficiado a millones de pacientes que sufren de diabetes. En ese momento se abandonó la producción de esta hormona a partir de cerdos y bovinos para fabricarla gracias a bacterias genéticamente modificadas. Desde entonces hasta hoy, el mercado de los biotecnológicos no ha dejado de crecer. En 2008 sólo dos de los 10 medicamentos más vendidos en el mundo eran de este tipo. En 2010 eran cuatro, en 2012 la cifra subió a cinco y se estima que para 2016 sean siete.

Científicos en todo el mundo han aprendido a producir sustancias anticoagulantes modificando el genoma de las cabras o anticuerpos en células de hámster. Cualquier ser vivo eventualmente se puede convertir en una fábrica de medicamentos.

 Colombia, campo de batalla

“Si el pasado fue signado por los fármacos químicos, el presente y el futuro es de los biológicos”, escribieron investigadores de Fedesarrollo en el informe que preparó esta entidad en 2012 a propósito de la batalla legal que comenzaba en Colombia para reglamentarlos.

Ese año ya era evidente que el creciente mercado de los medicamentos biotecnológicos en Colombia podía desangrar el sistema de salud. De los 10 medicamentos más recobrados, ocho eran biotecnológicos. Fármacos como rituximab, adalimumab, trastuzumab y etanercept, utilizados para enfermedades como cáncer, artritis y diabetes, se convirtieron en las estrellas de ventas para laboratorios como Roche y Pfizer, entre otros.

Durante el gobierno de Álvaro Uribe, el ministro Diego Palacio cometió un error (nunca ha explicado exactamente por qué) y liberó los precios de los medicamentos. Sin contemplación por el país, muchos laboratorios farmacéuticos hicieron fiesta y elevaron el valor de sus productos biotecnológicos. Algunos de estos fármacos se cobraron hasta 1.000% por encima del valor en otros países.

Con la llegada del gobierno Santos, el ministro Alejandro Gaviria entendió que debía cerrar esa llave abierta de recursos públicos. Se creó el sistema de control de precios, entre otras medidas, para atajar el problema. Pero todos sabían que si bien era una medida necesaria no era suficiente. El verdadero control para el mercado de medicamentos biotecnológicos radica en derribar barreras del mercado y favorecer la competencia. En otras palabras: poner reglas de juego para la entrada de los biogenéricos, copias de las moléculas originales.

Laboratorios como Roche, Pfizer, Baxter, Janssen, Sanofi y Novo-Nordisk han dado suficientes muestras de querer defender a capa y espada a la gallina de los huevos de oro. Las estrategias desplegadas para evitar que el país permita la entrada de biogenéricos han sido a todo nivel. Países como Estados Unidos y Suiza han intentado que desde la Organización Mundial del Comercio no se avale este tipo de legislación. A nivel local, como lo denunció El Espectador en 2012, han establecido vínculos con algunas asociaciones de pacientes, gremios médicos y políticos para generar presión en contra de los biosimilares.

 Comparar, ahí está el detalle

El argumento que esgrime la industria es el mismo: la calidad de los biosimilares es cuestionable. Quienes defienden la apertura del mercado dicen que ya existen herramientas tecnológicas para evaluar la calidad de las moléculas de tal manera que la salud de los pacientes no corra peligro.

Cuatro años han transcurrido desde que comenzó oficialmente esta batalla política. El último decreto apunta a un balance entre la calidad de los medicamentos y el acceso a los mismos. El núcleo de la discusión son los requisitos para permitir la entrada de los biogenéricos. La industria farmacéutica y sus aliados exigen que se presenten ensayos clínicos en animales y humanos en cada caso. Cada uno de estos estudios cuesta millones de dólares. Es, a ojo de sus críticos, una simple barrera comercial.

Respecto a esta parte del debate, el decreto propuesto por el Gobierno plantea tres vías: la ruta del expediente completo, la ruta de la comparabilidad y la ruta abreviada.

Dependiendo de cada medicamento y el conocimiento que se tenga de él, la autoridad sanitaria, Invima, podrá exigir que se presenten ensayos clínicos (vía completa), estudios analíticos (comparabilidad) o información disponible (vía abreviada).

En este debate la industria multinacional ha sido duramente criticada por su desbordado apetito económico. Un solo ejemplo lo ilustra. Un medicamento biotecnológico como Soliris, indicado para el tratamiento de una enfermedad rara que se conoce como hemoglobinuria paroxística nocturna, tiene un precio promedio de US$17.000 ($31 millones) por cada gramo. El costo de producción de este medicamento en realidad es US$135 por gramo. La diferencia es brutal. Aunque es cierto que parte del dinero debe compensar los gastos de investigación y desarrollo, la cifra sigue siendo desproporcionada.

Hasta que el presidente de la República ponga su firma sobre el decreto cualquier cosa puede pasar. Hay demasiados intereses moviéndose bajo la mesa. Ya pasaron cuatro años. Los laboratorios farmacéuticos por su parte saben que cada día que ganen en esta pelea son millones de pesos extra en sus finanzas. Nada más cierto que el viejo refrán: el tiempo es oro.

* Este artículo fue publicado con algunas modificaciones en nuestras plataformas digitales.

 

Por Pablo Correa

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