Venezuela, la dictadura de la malaria

En 1955 el país logró eliminar esta enfermedad casi por completo, pero en 2017, con 411.000 registros, los casos incrementaron un 84 % respecto a 2016. Expertos creen que este año la realidad apunta a dos millones de infecciones.

Maria Mónica Monsalve / @mariamonic91
16 de diciembre de 2018 - 02:00 a. m.
En Venezuela existe un mercado negro de medicamentos antimaláricos. Los investigadores tienen prohibido publicar datos sobre malaria.  / Bram Ebus/InfoAmazonia/Correo del Caroní
En Venezuela existe un mercado negro de medicamentos antimaláricos. Los investigadores tienen prohibido publicar datos sobre malaria. / Bram Ebus/InfoAmazonia/Correo del Caroní

Hablar con los médicos venezolanos no es fácil. La mayoría rehúyen la conversación con periodistas y, los que no lo hacen, piden a cambio borrar sus nombres. Las cifras sobre los casos de malaria que se han incrementado en los últimos años son un tema caliente. Álvaro Acosta, doctor en parasitología molecular y profesor de la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool, en Reino Unido, quien lleva 27 años fuera de Venezuela, lo ha oído de sus compañeros. “Les han prohibido a los investigadores dar cualquier dato epidemiológico, así que lo que hacen es publicar de manera indirecta con coautores internacionales para que quede disfrazado”. (Lea Malas señalas de una plaga)

La última vez que el Gobierno dio una cifra oficial fue en noviembre de 2016: 245.000 casos y una muerte. Este año, también en noviembre, el informe anual sobre malaria que publica la Organización Mundial de la Salud lanzó nuevas luces sobre el escenario: 655.000 casos y 790 muertes en solo 2017. Pero investigadores como Acosta y el doctor Oscar Noya, coordinador del Centro de Estudios sobre Malaria de la Universidad de Venezuela, son escépticos ante esta información: han advertido que la cifra es mucho más alta, y está disparada. Entre sus conversaciones con colegas han llegado a estimar que los números están entre uno y dos millones de casos de infección, incluyendo las recaídas. (Lea Un mundo más caliente, el paraíso de los mosquitos)

Lo paradójico, y triste, en palabras de Acosta, es que Venezuela pasó de ser reconocido como el primer país en eliminar la malaria en la mayoría de su territorio en los años 50, llegando a la bajísima cifra de un caso por 100.000 habitantes en 1955, a convertirse en el país con el aumento más dramático de casos. Si se parte de las cifras más tímidas, 411.000 registros para el año 2017, hubo un incremento del 84 % de casos en relación con los reportados en 2016. (Lea La importancia de investigar sobre malaria)

El vuelco que Venezuela enfrentó para llegar a esta situación despertó la curiosidad de varios expertos en los ámbitos nacional e internacional. Cuando se les pregunta por el “factor de éxito” que reinó en los 50, todos coinciden en dar el mismo nombre, el de Arnoldo Gabaldón. Después de estudiar en Italia, Alemania y Estados Unidos, donde fue becado por la Fundación Rockefeller para estudiar un doctorado en la Universidad Johns Hopkins, este salubrista venezolano regresó a su país para abrir y hacerse cargo de la División de Malaria del Ministerio de Salud.

Desde allí, Gabaldón lideró un inmenso plan nacional que incluyó comisiones para distribuir quinina, el primer medicamento antimalárico, realizar evaluaciones epidemiológicas y controlar los mosquitos. Además, mapeó el país en tres partes para empezar una campaña de fumigación controlada con el DDT o Difenil Dicloro Tricloroetileno, un insecticida que ahora está prohibido por ser tóxico, pero al que se le ha atribuido gran parte del logro venezolano. Esfuerzos que quedaron desvanecidos en los últimos años.

¿Qué se hizo distinto desde la época de Gabaldón a hoy para que la malaria se disparara? En un editorial publicado en junio de 2017 en la revista Plos Neglected Tropical Dieases y firmado por cuatro autores, entre los que se encuentra Acosta, se describe esta caída. “Las inversiones tanto en infraestructura sanitaria como los esfuerzos de prevención de salud pública comenzaron a disminuir durante el régimen del presidente Hugo Chávez en la década de 2000, con descensos aún más pronunciados a partir de 2013, con el presidente Nicolás Maduro”.

Fue un efecto dominó. “Al colapso económico le siguió el colapso del sistema de salud”, cuenta desde la Escuela Nacional de Medicina Tropical de la Universidad de Baylor, en Texas, Estados Unidos, el profesor Peter Hotez, autor líder del editorial. A la falta de medicamentos, antiparasitarios e insecticidas se unió la falta de combustible que dificultó el acceso de los programas de control de mosquitos. Todo esto en un entorno de malnutrición. “Además, se perdió un grupo de científicos que entendían cómo combatir la malaria”.

De los programas, divisiones y escuelas que surgieron en la época de Gabaldón en Venezuela quedan apenas las ruinas. Y lo que queda, además de subsistir con las uñas, es perseguido para que sus resultados nunca lleguen a la luz pública. Acosta lo cuenta con claridad. El Instituto de Medicina Tropical de la Universidad Central de Venezuela, donde trabaja el doctor Noya, ha sido vandalizado tres veces. “Llegan con palos y lo destruyen todo. Los computadores , las neveras y congeladores a -80 grados donde están las cepas de hongos y parásitos, es impensable y completamente irrecuperable todo lo que se ha perdido”.

Pero los científicos no son los únicos que han sido saqueados. En el estado de Bolívar, hacia la Amazonia venezolana y en la frontera con Brasil, se ha concentrando la minería ilegal, ansiosa de encontrar oro en medio de la escasez. El Arco Minero, como también ha sido llamado, se convirtió en un polo de atracción para los migrantes de otros estados que ha hecho las veces de cultivo perfecto para la malaria.

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Desde la ciudad de Bolívar, en el estado que lleva su mismo nombre, un médico que trabaja en uno de los tres hospitales que atienden malaria y que prefiere no dar su nombre, describe lo que vive a diario. En el servicio de urgencias cinco de cada diez pacientes llegan con malaria. “Se pueden diagnosticar incluso desde que entran por la puerta”. Llegan sumidos en fiebre, con escalofríos y la ropa empapada de sudor.

La ciudad de Bolívar queda en el municipio de Heres, que a su vez está a unos 296 kilómetros del municipio de Sifontes, donde hay pueblos mineros como Las Claritas y Tumeremo. La razón por la cual los servicios de esta ciudad se han llenado de casos de malaria, explica, está muy relacionada con que son pacientes que llegan de Sifontes o que nacieron en Heres, pero que se fueron hasta las minas a buscar una mejor suerte.

Los pacientes le han comentado por qué tienen que migrar desde otros municipios para tratarse. Porque en las minas escasean los tratamientos o están controlados por las “mafias”. Se los venden a 4 gramos de oro, muchas veces son tratamientos “chimbos” o están vencidos, existe un mercado negro de medicamentos antimaláricos sin control de calidad muy grande. Cuando los pacientes llegan a su servicio ya es una malaria complicada. “Algunos llegan con malaria cerebral”.

En la frontera de ambos países, además, se han confirmado casos de mosquitos que han desarrollado resistencia a otro antimalárico: la Sulfadoxina + pirimetamina. Por lo que el temor a que esté naciendo en Venezuela una resistencia a la artemisinina, el medicamento que actúa más rápido contra la malaria, no es uno mínimo.

Cuenta que está intentando rastrear a sus pacientes para poder tener más certeza, pero no es algo fácil. Se trata de migrantes que todo el tiempo se están moviendo. Algunos de ellos a otros estados de Venezuela y, otros, cruzan las fronteras de Colombia y Brasil. El miedo es que con la diáspora de personas también haya una diáspora de malaria con resistencia. Pero aún no hay nada confirmado. Eso sí, investigadores como Acosta y Hetez no dejan de advertirlo. La malaria en Venezuela ya no es un problema de salud pública nacional, se ha convertido en uno regional.

Por Maria Mónica Monsalve / @mariamonic91

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