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Lo vi

Yacía en una camilla en medio de la amplia sala sin puertas de la Policlínica. Estaba inmóvil. Su color había pasado de negro a blanco. "¡Papá!", grité mientras me acercaba corriendo, sin reparar en la mancha de sangre sobre la banda que envolvía su pecho

Por Elsa Tobon, colaboradora de Soyperiodista.com
28 de agosto de 2012 - 08:42 p. m.
Elsa Tobón / Elsa Tobón
Elsa Tobón / Elsa Tobón

A Héctor, él sabe por qué.

Lo vi. Yacía en una camilla en medio de la amplia sala sin puertas de la Policlínica. Estaba inmóvil. Su color había pasado de negro a blanco. "¡Papá!", grité mientras me acercaba corriendo, sin reparar en la mancha de sangre sobre la banda que envolvía su pecho. Lo abracé y besé sin miedo, mientras le pedía que, "por favor", abriera los ojos y reaccionara.

Me sobresaltó un ring ring sonoro y largo. Sudaba. Escuché susurros. No podía moverme.

Los susurros se hicieron murmullos que se acercaron a mi puerta. Nuevamente el teléfono, que contra la costumbre contestó Gladys en la extensión de la cocina, cercana mi cuarto, el último de aquella casona.

El tiempo se tornó espeso. Los murmullos se volvieron voces. Voces insistentes que me llamaban. Golpes suaves en mi puerta. No lograba moverme aunque lo intentaba con toda la fuerza de mis escasos años. Tampoco articular sonidos: se ahogaban en mi garganta.

Las voces pasaron a ser gritos. Los golpes, empujones violentos. Nadie lo sabía, pero además de encerrarme con llave aseguraba la puerta con una varilla que escondía cada mañana bajo el colchón.

Tenía que moverme y abrir. Respiré. Hondo. Muy hondo, una y otra vez y al cabo de unos segundos lo logré.

Las tres estaban frente a mi puerta. Desencajadas. Mudas. Con esa expresión indefinible que se adopta cuando no se tiene idea de que hacer. ¡Lo mataron!, grité histérica, sacándolas de su marasmo. ¡Mataron a mi papa! ¡Está muerto!

Silencio. Miradas cruzadas. Lágrimas controladas. Suspiros ahogados.

"Está herido. Vístase que vamos para Policlínica", dijeron.

Nanda, la mayor, me abrazó y ayudó a vestir mientras cantaba en voz baja algo de un viejo y una ruana rota que insistía en enseñarme.

Eran casi las dos de la mañana y en el aire flotaba el calor de agosto. Me tapé los oídos para no escuchar el sonsonete de 'los cuatro rayos' que confundían 'el castillo y la cabaña'. Intenté deshacerme del calor sofocante, del abrazo asfixiante, de los malos pensamientos y recosté mi cara contra la ventanilla del taxi.

Vivíamos muy cerca, en Villa con Altamira, pero el trayecto se me hizo eterno. Además, las sombras de la noche no me dejaban reconocer el sector, bastante familiar: Lo caminaba casi a diario para ir al colegio, en Girardot con Ayacucho.

Llegamos. Al fin.

Descendimos y quedé paralizada de nuevo: aunque nunca había estado allí, reconocí el lugar. Hice un esfuerzo y corrí. Corrí, negándome a aceptar lo que sabía iba a encontrar. Y lo vi.

Lo vi. Yacía en una camilla en medio de la amplia sala sin puertas de la policlínica. Estaba inmóvil. Su color había pasado de negro a blanco. "¡Papá!", grité mientras me acercaba corriendo, sin reparar en la mancha de sangre sobre la banda que envolvía su pecho. Por segunda vez en aquella noche caliente lo abracé y besé sin miedo, mientras le pedía que, "por favor", abriera los ojos y reaccionara.

De repenté, sentí su frialdad de hielo. Me estremecí. Levanté la cabeza y lo contemplé en toda su dimensión. Quieto. Indefenso. Y sin sonrisa... Y sin cobija... Y sin camisa... Y sin medias... Y sin zapatos...

Solo en ese instante observé la mancha de sangre en la venda que cubría su pecho, en el sitio del corazón. Y sobre mi humanidad cayó una nube de orfandad y desamparo que se instaló por largos años en mi corazón.

Por Elsa Tobon, colaboradora de Soyperiodista.com

Por Por Elsa Tobon, colaboradora de Soyperiodista.com

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