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20.000 días de guerra

Luis I. Sandoval M.
06 de enero de 2015 - 03:51 a. m.

¿Nos volvimos indolentes? La muerte no nos duele, la vida no nos alegra. Nos acomodamos en el estado de guerra, no nos entusiasma la llegada de la paz. La atonía predomina, nos faltan resortes, no funcionan los reflejos, no vibramos. Estamos cerrados, encerrados, blindados al sentido fundante de lo humano: la empatía, la solidaridad, la cooperación, la superación, la expectativa, la esperanza.

¿Estamos vivos o estamos muertos? Lo que Colombia tiene ad portas con la terminación del conflicto interno armado no es el fin de una guerra de 1.000 días (tres años) sino el de una guerra de 20.000 días (más de 50 años). La guerra que termina es la que produjo 6.8 millones de víctimas según últimos registros. ¿La proximidad de este acontecimiento no nos despierta, no nos mueve, no nos conmueve?

Ilusos si creyéramos que con el silenciamiento de los fusiles automáticamente todo cambia y al otro día vivimos en una Arcadia de democracia, justicia, dignidad y fraternidad. No, mi palabra, mi llamado, mi grito no es a vivir de espejismos y a esperar lo que no puede llegar, solo trato de llamar la atención de que hay una circunstancia que cambia nuestras vidas, aquí y ahora, en Macondo, en el tercer lustro del siglo veintiuno: de tener relaciones depredadoras vamos a intentar tener relaciones estéticas (palabras del tercer Conde de Shaftesbury, siglo XVIII, tomadas de su Carta sobre el Entusiasmo).

La circunstancia en que la gente se mata por sus diferencias puede volverse la circunstancia en que se realiza a partir de ellas. Son dos cosas muy distintas, pero puede acontecer, algo así puede pasar en el tiempo de nuestras vidas, de nuestras cortas vidas para la felicidad, de nuestras largas vidas para el dolor. Pero lo que está a punto de ocurrir no nos asombra, no nos saca del marasmo, no nos produce ni pensamientos, ni sentimientos, ni movimientos. Eso me golpea.

Estamos ahí como estatuas de piedra. No vemos, no oímos, no olemos, no sentimos, nos da lo mismo el calor que el frío, el sol que la lluvia, la luz que la oscuridad. Somos estatuas rodeadas de otras estatuas. ¿Cuándo volveremos al mundo de los vivos? Cuando cada persona sienta que el otro, la otra, es su artífice, cuando cada uno y cada una sienta y obre como artífice del otro, de la otra. Mi palabra, mi acción modela a los que me rodean como la palabra y la acción de ellos y ellas me modelan a mí. Somos creación los unos de los otros.

Pero ese cambio, esa transición -¿esa revolución?- no va a ocurrir a nivel individual ni a nivel colectivo si no hay un referente, un propósito, un fin, es decir, un proyecto de vida. Las piedras no tienen proyecto de vida. Las plantas y los animales lo tienen inscrito en un código recóndito, los humanos tenemos que imaginar, soñar, diseñar, construir, luchar nuestro proyecto de vida. En medio de la pluralidad, aún de la contradicción, hay que levantar el proyecto común: he ahí el lugar de la política. Sublime papel.

La política responde a una necesidad vital. Vida y política están estrechamente relacionadas, dependen la una de la otra. Podemos alegrarnos de que llegue la paz porque ello significa otra oportunidad para la vida que es otra oportunidad para la política. Vida digna requiere política digna. Al marchitamiento de las armas debe seguir el florecimiento de la política. Si termina la guerra autodestructiva es para que la política creativa sirva a la vida plena. Perspectiva halagadora. ¡Bienvenida la paz!

 

 

lucho_sando@yahoo.es / @luisisandoval  

 

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