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Abstencionismo, votantes y masoquistas

Reinaldo Spitaletta
11 de marzo de 2014 - 04:00 a. m.

El “ser colombiano”, que trasciende el acto de fe borgeano, podría definirse por la participación o no en las elecciones.

El colombiano, diría un amante de la guachafita (palabra que usan ciertos puritanos de élite para referirse al pueblo bullanguero), es un abstencionista empedernido. ¿Por qué? Porque tal vez ha sido un olvidado por la fortuna, que siempre se reparte entre unos pocos. O porque se cansó de la parapolítica, del paramilitarismo, de la guerrilla, de la corrupción liberal, de la corrupción conservadora. Del clientelismo y otros vicios. O porque no le da la gana de ir a botar su voto.

El ser colombiano, según su asistencia o no a las urnas, puede caber en aquellos que, con la apatía en todo el cuerpo y el alma, les importa un carajo quiénes van para el Senado, la Cámara o la Presidencia. Gane quien gane, estaré peor, dirá, no sin cierto grado de inteligente pesimismo. Es un desganado frente a la política, que él más bien califica de “politiquería”. O porque sabe -o cree saber- que al pueblo nunca le toca. O si le toca, le toca lo peor.

Quizá aquella masa abstencionista, que en los comicios colombianos sigue siendo la más sobresaliente, se diga que para qué votar por sus verdugos. O por aquellos que solo se acuerdan de los pobretones en tiempos electorales, como lo decían unas señoras de un barrio de desplazados. “Ni siquiera nos traen lentejas”, agregaban. Y por eso, tal vez asuman la posición de la indiferencia. Que tampoco -dirán otros- sirve para nada. No es resistencia. No es desobediencia.

Pero también el ser colombiano es aquel que se convirtió, sabiéndolo o no, en masoquista. Le gusta que legislen contra él, que le cercenen los derechos, que le digan “te doy en la cara, marica”, y sonríen, y se dejan dar. Puede ser. O si no, ¿qué significa la vuelta a la palestra con diecinueve senadores del caballista de Salgar y señor del Ubérrimo, que llaman, gracias a la votación de estos que se dejan seducir por el autoritarismo y la demagogia? Cada oveja con su pareja.

Puede ser también que el ser colombiano se identifique más con el voto en blanco, que -valga decir- tuvo significativa representación. Y son aquellos que, con cierto gusto por votar, no se inclinan por ninguna propuesta. Pero, al fin de cuentas, tras el ejercicio, todo vuelve a quedar en blanco, y el mundo continúa igual. O peor.

O quizá el ser colombiano puede ubicarse en aquellos que, yendo a votar, rayan el tarjetón aquí y allá. Marcan una equis en el Polo y otra en el Partido Liberal, y su voto termina anulado, por analfabetismo en el sufragio.

Lo que sí deja a la vista la elección, es que al ser colombiano le gusta -¡le encanta!- la derecha. Godos, liberales (¡huy, cuánto hace que se acabó el liberalismo en Colombia!), uribistas, los que se oponen al “amor excremental” y el matrimonio gay, los del partido de la última vocal, ganaron en estos comicios sin emoción.

Claro que en el ser colombiano debe haber algunos que gozan de salud mental porque no leen periódicos ni ven televisión ni escuchan la radio (otra vaina que se acabó hace años en Colombia) y tampoco votan, ni les importa la religión, ni el fútbol, ni la reelección. A lo mejor, viven tranquilos y de pronto hasta son seguidores de Epicuro y su jardín. Quién quita.

Con todo, en el ser colombiano, de acuerdo con su vinculación o no a las jornadas electorales, también está el que ejerce el “voto de opinión”, el que marca diferencia, y por eso estuvo el domingo con aspirantes como Jorge Robledo, Claudia López, Iván Cepeda… Sabe que con su crítica en las urnas, le da lustre a la denominada izquierda democrática y, tal vez, quede con su conciencia serena.

Y también pueden estar dentro de la categoría, aquellos que, gustándoles la política, en el clásico sentido griego, prefieren quedarse en casa escuchando los oratorios de Handel, el Réquiem de Mozart o las interpretaciones del Polaco Goyeneche. O leyendo a cualquier poeta maldito. Que de todos modos, el mundo se va a acabar.

 

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