Acudiente

Por aquel entonces, sus últimos años en la escuela, escribía, diseñaba y editaba una revista satírica en la que se vengaba de sus congéneres y de la vida, muy a pesar de que pocos la leían.

Un día lo reprendieron por una caricatura burlesca contra el profesor de física. Una mañana lo amenazaron por un título irreverente contra la sagrada institución de la docencia. Una noche, casi, el asistente del rector lo fue a buscar a su casa para notificarle que estaba suspendido por tres días, y que debía asistir a una reunión con el prefecto y un acudiente. Él le respondió que sí, que allí estaría, y lo despidió con prisa para que nadie, comenzando por sus padres, se enterara de lo que habían conversado.

Esa noche no durmió. Por la mañana decidió que buscaría a “alguien” que se hiciera pasar por su acudiente, un tipo mayor como el de la tienda de la esquina, por ejemplo, siempre vestido de corbata, impecable, con voz grave y ademanes de estar más allá de lo humano y lo divino. Le preguntó. “Está bien, déjamelo a mí, pero me das tu esclava de oro”, le respondió el señor. Dos días después se encontraron para la cita. El prefecto comenzó a hablar de la indisciplina del muchacho, de su rebeldía. “Sí —lo interrumpió el acudiente—, y eso que usted no sabe que se queda con el dinero que uno le da para las medicinas de la abuela y se emborracha con los amigos, y miente y roba, y...”. “Eso es mentira”, gritó el bachiller, pero no pudo musitar una sílaba más, porque el tendero lo abofeteó, pleno, y lo botó al piso. Cuando se levantó, ayudado por varios profesores, el tipo ya salía por la puerta de la escuela con la esclava de oro en su mano derecha.