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Acuerdo “mata” foto

Luis Fernando Medina
11 de noviembre de 2013 - 10:00 p. m.

Como mis pronósticos pocas veces se cumplen, tengo que aprovechar para presumir en las pocas ocasiones en que me salen bien. En estos días dije en Facebook que la filtración de las fotos del "turismo guerrillero" en La Habana seguramente auguraban algo bueno para el proceso.

 Mi argumento era sencillo: si la peor carga de profundidad que podía lanzar el uribismo en un momento bastante crítico era la publicación de unas fotos de poca importancia era porque el proceso iba bastante bien. A los pocos días se anunció el acuerdo sobre participación en política. Quedé atónito. Ahora, con el paso de los días he podido reflexionar un poco más y creo entender por qué acerté esta vez (y por qué es poco probable que vuelva a acertar).

Al explicar el acuerdo emanado de la mesa de negociación de La Habana, Humberto De la Calle, el jefe del equipo negociador del gobierno decía en estos días que en algunos temas, como el del reconocimiento de los movimientos sociales, las propuestas acordadas colocarían a Colombia a la vanguardia internacional. Lleva razón el doctor De la Calle. En muchos países del mundo están irrumpiendo con cada vez más fuerza nuevos movimientos sociales y los esquemas democráticos convencionales se ven a veces rebasados por los acontecimientos.

De modo que empieza a surgir un patrón interesante en las negociaciones de La Habana. Durante mucho tiempo los críticos de cualquier proceso de paz han dicho que negociar con las FARC es volver al pasado, reeditar temas y propuestas que murieron por allá en tiempos de la Guerra Fría. Pero si se miran con detalle, los acuerdos que han ido surgiendo de la mesa tienen tintes modernizadores, bastante sintonizados con los nuevos tiempos. Por supuesto que las propuestas de la mesa, de llevarse a efecto van a resultar imperfectas y van a generar nuevos problemas. La política es así. Es más, es probable que tampoco resuelvan del todo la violencia del país. Pero los acuerdos que están saliendo de la mesa, con todo y sus defectos, son cualquier cosa menos anacrónicos.

Ya lo vimos en el acuerdo sobre política agraria. No aparecieron allí ninguno de los espectros que tanto desvelan a la ultra-derecha colombiana. No hay colectivización de la tierra, no hay eliminación de los mercados, no hay expropiaciones a diestra y siniestra. Lo que se ve allí es el intento de combinar formas democráticas de propiedad con mecanismos de mercado e inversión pública para viabilizar la economía campesina donde sea del caso sin por ello eliminar la posibilidad de nuevas iniciativas agroexportadoras.

Ahora lo estamos viendo en el tema político. Otra vez el texto coge mal parada a la ultraderecha. (Sospecho que a eso obedeció el mini-escándalo del catamarán). No se retrocede en materia de derechos y libertades políticas, no se instauran cuotas de participación inamovibles estilo Frente Nacional. Más bien lo que se busca es volver más flexibles las instituciones democráticas para que puedan acoger nuevas voces y que éstas puedan incursionar en un terreno un poco menos desigual que el existe hoy en día.

¿A qué se debe esto? ¿A qué se debe que la negociación con la guerrilla más antigua de América esté produciendo acuerdos de índole vanguardista? Algún mérito le cabe a los participantes en la mesa pero las razones son más profundas.

Aunque el conflicto colombiano hunde sus raíces en los años 50 del siglo pasado, Colombia es un país del siglo XXI. Las limitaciones de su modelo político y económico son típicas de nuestro tiempo y por eso las propuestas que van surgiendo terminan siendo las que se plantearían en cualquier otra democracia de cuño neoliberal, incluso las más avanzadas.

En todos los países en desarrollo ha quedado claro en las últimas décadas que para beneficiarse de la “globalización” hay que hacer un esfuerzo ingente en inversión pública. El tal dilema "mercado vs. Estado" resultó ser una ofuscación ideológica de los años 90 y ahora está claro que la pregunta es cómo hacer que ambos se complementen.

Del mismo modo, las inquietudes que refleja el pacto de La Habana sobre economía campesina no son un exotismo colombiano. En todo el Tercer Mundo hay preocupación por el tema. Los mismos capitales internacionales que llegan a Colombia llegan a otros países con los mismos efectos y los mismos riesgos, a saber, que las nuevas oportunidades de crecimiento económico se concentren en las capas medias urbanas a expensas tanto de los sectores más débiles como del medio ambiente.

El problema de cómo generar términos de negociación equitativos entre los Estados y los capitales transnacionales no afecta únicamente la altillanura colombiana. En estos días precisamente ese es uno de los grandes temas de discusión en Europa, especialmente en Inglaterra, ante el inminente tratado de comercio entre Estados Unidos y la Unión Europea.

Así como la globalización ha generado una variedad de nuevos retos económicos también ha cambiado el panorama político. Los sistemas de partidos en muchas partes del mundo tienen dificultades para canalizar los temas que van surgiendo al empuje de hechos tales como el cambio tecnológico o la libre circulación del capital financiero transnacional. Por eso incluso en las democracias más avanzadas del mundo crecen nuevos movimientos no partidistas como lo muestra elocuentemente el caso italiano.

Todo esto tiene implicaciones para lo que queda del proceso y su posible culminación. A medida que van saliendo más acuerdos de La Habana va quedando más claro que el tremendismo de la oposición uribista no tiene asidero y que, por el contrario, el proceso de paz va encaminado a introducir reformas que, buenas o malas, preservan las libertades democráticas del país y no asfixian sus posibilidades de desarrollo. Ante ese espíritu reformista y más bien pragmático es difícil posar como la última oportunidad de una nación amenazada, como el último baluarte que impide la catástrofe. No sabemos si las Zonas de Reserva Campesina son buenas o malas. El tiempo lo dirá. Pero es difícil imaginarse a grandes mayorías de colombianos dispuestas a matar o morir por impedirlas. Es posible que un cambio en las leyes electorales que le dé cabida a los movimientos sociales resulte una mala idea. Pero dudo que muchos colombianos se quieran mantener en pie de guerra para impedir ese experimento.

¿Qué viene ahora? No sé. Ya acerté en un pronóstico, así que ya no me puedo arriesgar en mucho tiempo. Pero sí puedo mirar hacia atrás para sacar lecciones del pasado. El proceso de paz con el M-19 culminó en la Constitución de 1991 que, con todos sus defectos, es la más democrática que hemos tenido. Ahora, una vez más estamos viendo que el sistema político y económico del país se muestra bastante robusto ante una eventual negociación con la guerrilla. Es un sistema que tiene espacio para mejorar sin romperse en pedazos. Llama la atención que mientras las FARC parecen haber entendido por fin (muchísimos muertos más tarde de lo debido) la verdadera robustez de las instituciones colombianas, haya quienes desde la otra orilla insisten en que todo el andamiaje se va a venir abajo por cuenta de los acuerdos anunciados. De pronto es que nunca han confiado en las instituciones colombianas. Pero si es así sería mejor que lo dijeran.

 

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