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Aguadepanela Party

Eduardo Barajas Sandoval
14 de octubre de 2013 - 09:00 p. m.

El argumento de la prudencia en el gasto público, y en la acción del Estado, suele ser usado en las más diferentes direcciones, aún en algunas que resultan nocivas para el bien de la sociedad.

Por lo general la idea es la de preservar elementos esenciales del patrimonio común, cuya administración les corresponde a los gobiernos. Solo que a algunos les parece que el dinero peor gastado es el que se destina a satisfacer necesidades sociales que, creen, deberían ser solucionadas por la magia, improbable, de los mercados. 

Es una de las manidas discusiones del los siglos XIX y XX, la del papel y los alcances de la intervención del Estado, que pasa al siglo XXI sin llegar a conclusiones definitivas, o mejor sin que ceda alguna de las partes. Es el permanente ajetreo entre quienes defienden la acción estatal en ciertos dominios de la vida social, y quienes piensan que entre más ausente, mejor. Es la causa, y el caballito de batalla, de sentimientos diferentes sobre los caminos hacia el bienestar general. Ha sido la fuente de numerosos conflictos al interior de sociedades que, según el momento, han optado por conferirle períodos de gracia a una u otra posición. 

Sentimientos sociales aparte, quienes defienden la prudencia en el gasto público sobre la base de que las leyes de la economía funcionan solas y producen de manera mágica resultados de equilibrio que terminan por beneficiar a todos, parecen preferir la sanidad económica del Estado a la salud de los ciudadanos. Y no son pocos los gobiernos que se han visto en dificultades cuando concluyen que es preciso actuar para evitar calamidades que las simples leyes del mercado no están en capacidad de impedir.

Barack Obama, como intérprete de algunos de los principios más caros a los demócratas a los Estados Unidos, resolvió luego de medio siglo revivir una interpretación del papel del gobierno en la solución de problemas de salud para al menos un quince por ciento de la población de todo el país, que no cuenta con cubrimiento para sus necesidades. El “Obamacare”, como han dado en llamar la iniciativa, estableció nuevas obligaciones para las empresas empleadoras, lo mismo que para las aseguradoras, y de alguna manera, a pesar del nuevo reparto de obligaciones, expandió el compromiso del gobierno con ayuda médica a ciertos sectores sociales. 

La respuesta republicana no habría podido ser más fuerte. Luego de haber perdido las correspondientes batallas en el Congreso, y como quiera que la ley salió victoriosa, la demandaron ante la Corte Suprema, para terminar perdiendo también. El tema fue objeto de controversia en el debate presidencial de 2012, que terminó con un triunfo adicional para los demócratas. Hasta que llegó el otoño del presente año y, a la hora de votar el presupuesto, los republicanos decidieron bloquear su aprobación, a menos que Obama aceptara retrasar la entrada en vigor de la ley o eliminar la destinación de recursos federales a sostenerla. Como el Presidente se rehusó, el gobierno Federal terminó por quedar paralizado. Seguramente la presión social, y la de la responsabilidad por la buena marcha de los servicios del gobierno, terminarán por imponerse. 

Al menos en los Estados Unidos se sabe quién piensa qué.  Y es bien conocido que existe un grupo de pensamiento y acción, llamado el “Tea Party”, que se encarga de proclamar y defender los puntos de vista más conservadores y ortodoxos en defensa de la autonomía total de las empresas bajo las leyes supremas del mercado. De manera que existe una discusión abierta al público, que puede con conocimiento de causa afiliarse a una u otra interpretación.  Y es esa controversia, que de manera tan profunda ha llegado a afectar a los Estados Unidos, la que obliga a pensar en Colombia, donde parece que existiera un “Aguadepanela Party” al cual, como de costumbre, nadie reconoce pertenecer, pero que importó un modelo extranjero que dejó la salud en manos de los adoradores de las finanzas, para que privilegiaran lo que mejor saben hacer, en un país que no fue capaz de dejar claro desde un principio que se trata de uno de los derechos fundamentales de los seres humanos que lo habitan.  

Como no hemos parado de sorprendernos en los últimos años por las noticias de abusos cometidos con los multimillonarios dineros originalmente destinados a la salud, parece haber un consenso nacional, al menos en los sectores ciudadanos, en el sentido de que es hora de modificar el esquema que ha conducido a semejantes resultados. Pero todo parece indicar que las dificultades para que se discuta, con la profundidad y responsabilidad necesarias, un proyecto para reformar el sistema, son muy difíciles de vencer. Porque a pesar de la intención reformadora del Ministro de Salud, que se ha atrevido a hablar en voz alta de un problema que los ciudadanos repiten impotentes en la intimidad, las noticias dan cuenta de que habría fuerzas dedicadas a obstaculizar en el Congreso la discusión de la propuesta sobre un problema enorme que clama por solución.  Alimento adicional para la sensación de descontento ciudadano que nos invade, y que se debería reflejar en las elecciones que se aproximan. 

 

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