Al gusto de la Madre Rusia

Eduardo Barajas Sandoval
27 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

Las decenas de miles de jóvenes que inundan las calles de San Petersburgo en la noche blanca de junio, dedicada por el Gobierno a celebrar la terminación de sus estudios secundarios, que repite una antigua costumbre comunista de hacer navegar en su honor por el Neva grandes veleros rojos, no saben quién fue Mihail Gorbachov. El líder del cambio que, no se sabe si contra su voluntad, dio al traste con la Unión Soviética, envejece marginado, mientras Rusia vive la euforia de una nueva era, que se sabe cuándo comenzó pero no hasta dónde irá.

Los peregrinos, en su mayoría mujeres campesinas, que hacen cola por lo menos cinco horas a lo largo del río Moscú, para ver el sarcófago de San Nicolás, traído a la Catedral de Cristo Salvador, nacieron en la época del poder soviético y celebran la resurrección del culto religioso. Para la Iglesia ortodoxa, que ha vuelto a entonar sin temor sus cantos, el periodo comunista no fue más que un paréntesis que sirvió para que se fortaleciera su causa, como ha sucedido todas las veces que a alguien se le ha ocurrido la peregrina idea de suprimir la efervescencia religiosa, que junto con el sexo ha ayudado bastante a que el mundo no se apague, a pesar de las durezas de la vida. Otro tanto sienten los dos millones de musulmanes al celebrar en la misma capital la terminación del sagrado mes del Ramadán.

En el transcurso de pocos años, al menos en grandes ciudades, las vitrinas que antes eran escasas y mostraban productos austeros, en contravía del gusto occidental, son como las de cualquier ciudad del mundo capitalista. El parque automotor denota una especie de venganza dulce contra las limusinas de parada militar y los automóviles populares discretos, que ahora son objeto de curiosidad. Aferrados con aire triunfal al timón de vehículos de alta gama, los conductores hacen ostentación de lo que fueron capaces de comprar y parecen disfrutar de una conquista que jamás estarían dispuestos a perder.

El águila bicéfala, heredada del Imperio Bizantino, se vuelve a posar dorada y altiva en lo alto de cúpulas y puertas de jardines públicos. Los griegos, que por varios siglos gobernaron desde Constantinopla, la adoptaron como símbolo de su opción y su deber de mirar de manera simultánea hacia Oriente y Occidente, hasta que Mehmet Segundo se la arrebató de manera violenta. Su refugio vino a ser la Madre Rusia, llena de huellas bizantinas en las iglesias y en placas, frescos e iconos que renacen en las paredes de las calles y hasta en el Kremlin de Moscú.

Pedro el Grande decidió mirar hacia Occidente y no solo acometió la empresa de asegurar una salida al Báltico, sin la cual Rusia no habría podido jamás ser potencia. También decidió invitar a italianos y franceses para que le hicieran una ciudad, Petersburgo, que como todas las ciudades construidas a propósito, terminó por ser, como lo denunciaron los escritores rusos que la tuvieron que soportar, artificiosa y con alma ajena en medio de sus calles y sus canales perfectos, sin los recovecos que en otras partes el hombre fue armando poco a poco, como aferrándose al terreno, y a las aguas, en un proceso difícil de reemplazar.

Los demás zares y emperadores, y los jerarcas comunistas, ahora vistos como actores fugaces de una historia milenaria, se ocuparon de mirar, y actuar, en todas las direcciones posibles. Esa es la herencia de la Rusia de Vladimir Putin, desconocida y por lo general mal interpretada en el mundo occidental, que no ha entendido, o no ha querido entender, las mutaciones recientes de un país enorme y complejo, que por décadas fue émulo de los Estados Unidos y que no lo habrá hecho tan mal, en cuanto no se ha desbaratado a pesar de la caída de su modelo de organización política y social anterior.

Como las naciones, aun las más llenas de matices, tienen su propio temperamento y su memoria histórica, Rusia mira con recelo los movimientos combinados de sus antiguos oponentes, que la tratan como si debajo del disfraz de su forma actual continuara existiendo la animosidad de la Guerra Fría. Un clima de nueva bipolaridad y de temperatura cada vez más alta, agravado con las frecuentes acusaciones de interferencia rusa en procesos políticos occidentales, perturba el propósito de la paz mundial. Rusia tiene derecho a seguir buscando su modelo nuevo y propio, y es equivocado pensar que los europeos y americanos de hoy, metidos en los pantanos de la desigualdad, las migraciones, el terrorismo y la resaca de los abusos coloniales, siguen siendo, como se lo creen, el paradigma de la democracia, las libertades y las oportunidades sociales.

No todas las miradas están puestas hoy sobre Londres, París y Nueva York. Hay una nueva Rusia que representa, para muchos, un modelo apetecible de cultura y de sociedad, y que difícilmente retornaría al modelo soviético, porque los jóvenes que ahora irrumpen en la vida política, sin la carga emocional del pasado, no lo permitirían. Con riquezas naturales de grandes proporciones, tecnología de punta, nacionalismo creciente, y una población potencialmente exitosa, la Madre Rusia parece degustar no solo su proceso de búsqueda, sino el manejo que siempre ha sabido hacer de las veleidades de un Occidente pretencioso y desbaratado, que Angela Merkel y Emmanuel Macron tratan de salvar.

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