Amenaza y dificultad

Francisco Gutiérrez Sanín
24 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

La primera reacción del periódico británico The Guardian ante el ataque terrorista contra el parlamento de ese país fue declarar: “Es una tragedia, pero no una amenaza para la democracia”. ¿No? Si estamos hablando de las consecuencias inmediatas, tiene razón. Un energúmeno aparentemente solitario (esta caracterización puede cambiar o no en los próximos días) que asesinó a un puñado de personas antes de ser dado de baja por la policía no podría, quizás tampoco querría, tener incidencia directa sobre las instituciones de ese país. Por lo demás, los atentados terroristas, con todo lo odiosos y profundamente inhumanos que son, cobran anualmente un número relativamente bajo de víctimas. En Estados Unidos, por ejemplo, mueren más de 800 veces más personas por causa del suicidio o de accidentes automovilísticos que por terrorismo islámico. Este último está más bien en la liga de actos espectaculares pero que tienen la capacidad de capturar la imaginación del gran público, como los ataques de tiburón a bañistas desprevenidos.

Y es precisamente por eso que uno no puede limitarse a considerar las consecuencias inmediatas de sus atentados. El negocio del terrorismo es el odio, sí, pero a través de estrategias comunicativas eficaces. Esto se ha repetido un millón de veces, pero aparentemente es difícil tanto de interiorizar como de incorporar a un análisis que saque todas las consecuencias del punto. La principal de las cuales es precisamente que atentados como los de Londres implican una amenaza a la democracia muy difícil de responder.

Los factores del problema son aproximadamente los siguientes. Primero, este terrorismo particular está directamente asociado a una geopolítica —en la que han estado involucrados directamente Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia— que ha producido profundas injusticias y agravios identitarios, y ha podido ser sostenida solamente a través de continuas intervenciones militares. El personal violento generado en el curso de esas intervenciones —a veces como aliado, a veces como enemigo, de Occidente— se ha agrupado en poderosas redes que tienen la voluntad y la capacidad de adelantar acciones homicidas contra la población de los países europeos. Tiene a la mano una tecnología que le permite adoctrinar y movilizar a miles, no sólo para llevar a cabo actividades coordinadas sino a veces simplemente para actuar por cuenta propia contra objetivos de alto valor. Como el elemento principal de estos eventos es golpear a la población por sorpresa, y de manera brutal, todos los ciudadanos se sienten amenazados. Y por eso, pese a que ocurren pocos de ellos al año, tienen la capacidad de afectar profundamente las preferencias políticas. Lo cual a su vez les da muy buenos incentivos a políticos activos para desarrollar discursos extremistas y nacionalistas, lo que se expresa en políticas que profundizan la exclusión y a través de ella el potencial de movilización terrorista, y así sucesivamente, en un círculo vicioso cuyas múltiples iteraciones van teniendo un efecto visible. No es muy claro cómo parar este mecanismo.

Un problema histórico irresuelto, un personal de especialistas en la violencia que ha descubierto formas efectivas de obtener réditos políticos, una población ganada por el miedo, y unas élites políticas que no tienen a la mano soluciones claras y en cambio sí incentivos fuertes para tomar el peor curso de acción posible: he aquí los elementos del síndrome resultante que, aparte de poner en evidencia a los burros que han querido hacer creíble entre nosotros la conseja de que las violencias persistentes salen de la nada y no tienen relación alguna con grandes problemas políticos y sociales, revela de qué tamaño es el desafío que enfrenta por este lado la democracia contemporánea (hay otros, también grandes).

Con la paz, Colombia podría ir en la dirección contraria: sanear su espacio público separando radicalmente armas y política para enfrentar sus problemas de fondo. Cuánto miedo les debe dar eso a algunos.

 

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