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Aplausos

Aura Lucía Mera
07 de julio de 2015 - 12:43 a. m.

Estaba en la peluquería... con los ojos cerrados y respirando hondo mientras se metían con mis pies. Tengo terror de que algún chuzo se quede con parte de un dedo... O que me vayan a arrancar una uña... Tal vez de pequeña alguna tijerita se quedó con algún trocito de piel... No sé. Es irracional, pero no puedo superarlo.

Tampoco le voy a “dedicar terapia” a esta fobia. Tengo asuntos más importantes que resolver de mi “yo-con-yo”. Eso sí, siempre aviso que si me chuzan dispararé un patadón reflejo e involuntario... Guerra avisada no mata soldado, por lo menos en la peluquería.

De pronto resuenan aplausos en todo el salón. Abro los ojos creyendo que era un goool de Colombia, hasta que alguien grita: “Viva, pasó la eutanasia”. Más aplausos. El padre de Matador había logrado, al fin, descansar en paz.

Parece una anécdota, pero no. En Colombia nos estamos dando cuenta, al fin, de que los avances médicos mezclados con un raro sentido de la ética profesional están empeñados en no permitir que el paciente terminal muera en paz.

La “encarnización” médica es un hecho. A la mayoría de los galenos no les gusta aceptar que un paciente se les muera. Lo toman como un fracaso profesional y, si pueden, le prolongan la vida a base de tubos, respiradores y sondas, sin importarles un pito que tras esa tubería está un hombre, una mujer o un niño que está sufriendo la agonía salvaje de no poderse morir.

Y si a esto le sumamos el negocio de hospitales, clínicas y farmacéuticas, que se lucran cada vez que ponen al enfermo dentro de la resonancia o el tac, o le zampan por las venas más quimio, o lo conectan a una manguera desde el ombligo, etc, pareciera que el enfermo terminal tuviera prohibición expresa de morirse hasta que lo hayan exprimido todo y del todo.

Antes, poco tiempo antes, la gente se moría en su casa, rodeada de sus familiares, tomándose el último caldito, agarrado de una mano amorosa, tal vez sintiendo el beso suave de un nieto. En su propia cama. En su habitación. Además se moría cuando tenía que morirse. Punto. Le había “llegado la hora”.

Ahora se mueren entubados, traqueteomizados, conectados, ascépticos, sin visitas, monitoreados por profesionales y auxiliares que no tienen ni idea de cómo se llama el moribundo... Son “los pacienticos”. Punto. Cuando las máquinas dejan de funcionar, lo cubren con una sábana, llaman al familiar, lo bajan al sótano y de allí a la chimenea. Contentos los galenos porque le “prolongaron” su vida unos meses más. Meses de infierno. De agonía. Muertos en vida.

Yo ya firme mi Derecho a Morir Dignamente (DMD). Mis hijos son los testigos. Tengo mi carnet. En la clínica está este deseo en la ficha médica. Tengo derecho a entrar a la muerte con los ojos abiertos, rodeada de los míos. Tengo el derecho de vivir mientras esté viva. No permitiré que un tubo respire por mí, ni que me “prolonguen” con métodos artificiales o drogas infernales.

Creo en la medicina preventiva, en hábitos de vida saludables, en el ejercicio, en las carcajadas. En el amor. Creo en La Vida. Quiero morir estando viva.

Aplausos para la eutanasia y el derecho a morir dignamente. Como le escribió García Lorca a Ignacio Sánchez Mejías, “no quiero que te tapen la cara con pañuelos...para que te acostumbres con la muerte que llega....Descansa...Duerme...También se muere el mar...”.

PD. Estupendo el reportaje de Juan Gossaín a Humberto de La Calle. Con la verdad, con la mirada limpia, con la frente en alto. ¡Queremos la Paz!

 

 

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