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Apogeo y ocaso de un gigante

Tomas Eloy Martínez
27 de noviembre de 2007 - 10:09 p. m.

Nadie pudo borrar con tanta eficacia como Norman Mailer las fronteras lábiles que separan la realidad de la ficción. Escribió periodismo con la misma soltura y brillo que tienen sus novelas, y trabajó las novelas con la paciencia de un investigador obsesivo para quien la realidad era sólo una de las ramas de la imaginación.

Cuando murió, al amanecer del sábado 10 de noviembre, los médicos lo creían fuera de peligro. Su físico de roble parecía condenarlo a la eternidad, pero de pronto todas las vísceras se le desbarrancaron, una tras otra, y el gran escritor se vino abajo de golpe, como le había sucedido otras veces en los gimnasios de box.

Lo vi durante dos sábados largos, separados por 12 años. La primera vez fue en un cuadrilátero de Gramercy Park donde saltaba a la cuerda, golpeaba la bolsa de arena y se entrenaba con José Torres, el ex campeón mundial de peso medio.

La vez siguiente fue en su casa de Brooklyn Heights, delante de su bellísima esposa Norris Church y del hijo de ambos, John Buffalo. A Church -con quien Norman se había casado por sexta y última vez- no se le pasaba entonces por la cabeza que ella también escribiría novelas. A fines de la primavera boreal, hace poco más de seis meses, Church publicó Cheap diamonds (Diamantes baratos) y conoció como escritora una celebridad más perdurable de la que había tenido como modelo.

Cuando conocí a Mailer sentía admiración por la fuerza luminosa con que había ensanchado los límites de la literatura, alzándose de hombros ante el desdén de los críticos y avanzando sin inmutarse entre el alud de adjetivos que lo castigaban: oportunista, machista, ególatra.

En mi antología personal figuran por lo menos seis de sus 39 libros: Los desnudos y los muertos, una novela de 700 páginas que escribió entre los 22 y 24 años y publicó a los 25, en 1948; Los ejércitos de la noche, con el que ganó el premio Pulitzer en 1968; El combate (1975), memorable crónica de la pelea entre Muhammad Ali y George Foreman por el título mundial de peso pesado en el Zaire de Mobutu; La canción del verdugo (1979), con otro Pulitzer; y El fantasma de Harlot (1991) -1.500 páginas admirables dedicadas a describir los laberintos de la CIA con una inteligencia narrativa y una sabiduría para entender el corazón humano que no se había vuelto a verse desde que murieron los grandes novelistas del siglo XIX.

He conservado por años las notas que tomé en aquellos dos encuentros con Mailer, sólo para leérselas a amigos que compartían mi admiración por él. Ahora, cuando paso en limpio las páginas de ese viejo diario, no puedo menos que sentir las injusticias del tiempo al evocar los ojos transparentes y atentos con que el gran escritor miraba pasar la vida en 1979, y el aspecto de árbol vencido que tenía cuando volví a verlo 12 años más tarde. Voy a copiar ahora fragmentos de esas impresiones sin corregirlas, para que las cautelas del presente no enturbien mis entusiasmos del pasado.

12 de abril de 1979

En la esquina de Irving Place y la calle 14, veinte pasos al oeste de un quiosco de revistas, se abre un zaguán sórdido y, más allá, unas escaleras tiznadas por la vejez y el hastío. Quien se atreva a subir hasta la segunda planta, alentado por un letrero que anuncia "Gimnasio Gramercy - Clases de box", descubrirá el espectáculo de un cuadrilátero desierto en el centro de una vasta sala de mosaicos. Un cerco de fotografías amarillas brota en desorden de las paredes, como si las hubiera pegado la mano de un ciego.

Allí se entrena Norman Mailer todos los sábados. Se le ve demasiado gordo. Tiene 56 años y no está viejo, en absoluto: sólo descompasado. Las arrugas de su cara son por lo menos una generación mayor que la chispa de sus palabras.

Como a las nueve, después de haber sudado todas las intoxicaciones de la noche, se dispone a boxear dos asaltos de tres minutos. Se ducha, emite un relincho agudo y, todavía mojado, habla.

"Un novelista parte siempre de una idea fija, de una obsesión que lo embarga y que está dentro de él, no fuera. Con la imaginación se elige un blanco, y lo único que debe hacer uno es alcanzarlo.

Para un periodista, las cosas son más difíciles. Debe moverse todo el tiempo dentro de la realidad. La pregunta más importante de la historia es ¿cómo conoce el periodista lo que dice conocer? Yo soy pésimo como reportero. Me declaro incapaz de conseguir una entrevista.

Con frecuencia uso las investigaciones que otros hacen para mí, aunque luego voy siempre detrás de ellos, tratando de verificar todo lo que me han dicho. Jamás imagino. Transcribo, simplemente, los diálogos de la realidad. Cada vez que he inventado una conversación, los resultados han sido tristes.

Le diré más: prefiero una mala novela sobre hechos reales que una buena novela sobre hechos ficticios. Sin embargo, cuando un novelista verdadero está trabajando, sólo debe obedecer a la realidad de su imaginación.

Ahí tiene usted mi libro sobre Gary Gilmore: La canción del verdugo. Me ha enseñado a ser un escritor mejor de lo que jamás fui. Me convenció de que la vida real siempre será más interesante que mis invenciones".

14 de septiembre de 1991

En los últimos 12 años, Mailer ha envejecido por lo menos 20. Luce unas ojeras hondas como pozos, la cabeza se le ha puesto completamente blanca y la gordura de antaño, al evaporarse, lo hace parecer más bajo. Cuando su esposa se le pone al lado, la cabeza de Mailer apenas le roza la barbilla.

"No soy yo. Son las novelas las que me destruyen", dice, adivinándome el pensamiento. "Cuando terminé Ancient evenings caminaba arrastrando los pies. Mis hijos querían internarme en un asilo. Ahora salgo de un esfuerzo todavía más descomunal: El fantasma de Harlot. Para colmo, lo que saldrá publicado es sólo la primera parte".

"¿Sabe cuál es la última frase del libro?", interviene Church: To be continued (Continuará)".

Los años han gastado a Mailer más que a ningún otro de sus pares, pero sus dones de seducción siguen intactos. Simula que recuerda a la perfección aquella mañana que pasamos juntos en el gimnasio de Gramercy Park. Recuerda también que hablamos del escritor argentino Jorge Luis Borges.

"Sufrí la muerte de Borges como si fuera la mía", dice, sin dramatismo. "Morir a los 86 años es un alivio para cualquier ser humano, salvo para un escritor. Los escritores deberían ser inmortales. Tendrían que ir desapareciendo en el aire, como el atardecer".

10 de noviembre de 2007

Es difícil aceptar que un hombre así haya muerto. Otra vez es sábado. Mañana, el mundo va a despertarse más oscuro, más inhóspito, y la realidad estará desconcertada, buscando quien la cuente tan bien y de manera tan inesperada como él la contaba.

*Novelista y periodista argentino.c.2007 Tomás Eloy Martínez.

 

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