¿Apoyan el golpe de Maduro?

Armando Montenegro
02 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

La separación de poderes, sus distintos pesos y contrapesos, la prensa libre y la deliberación de la opinión pública deberían disminuir las posibilidades de que el triunfo electoral de un populista conduzca a la dictadura o a un gobierno que se perpetúe en el ejercicio de su cargo. A veces, por fortuna, esto es lo que pasa en la realidad.

En el caso de Donald Trump, por ejemplo, las instituciones han sido capaces, hasta ahora, de frenar varias iniciativas del magnate. Los jueces han suspendido sus prohibiciones a los viajes desde varios países islámicos a EE.UU. Y, lo más importante, una rebelión en el seno de su propio Partido Republicano impidió la aprobación en el Congreso de un inequitativo proyecto de reforma a la salud. La prensa escrita y televisada mantiene una militante actitud crítica que alimenta la merecida impopularidad de Trump.

En Venezuela, sin embargo, sucedió lo contrario. Chávez llegó a la Presidencia en 2001 y desde allí se tomó la justicia, el Congreso, la prensa y los demás centros de poder de ese país. Maduro continuó la tarea hasta tal punto que su gobierno ya se reconoce internacionalmente como una burda dictadura. Sus jueces de bolsillo acaban de dar un golpe de Estado, asumiendo ilegalmente las funciones legislativas; numerosos disidentes están en la cárcel; los militares dominan el gobierno y este impide que el pueblo se manifieste en las urnas. En una palabra: las débiles instituciones venezolanas sucumbieron ante el populismo, la arbitrariedad, la brutalidad y la corrupción del régimen bolivariano.

Lo mismo, con algunas salvedades, sucedió en Ecuador con Rafael Correa, quien busca ahora la reelección de su régimen en cabeza de Lenín Moreno.

Colombia siguió por un tiempo algunos de los desvíos de sus vecinos, aunque con sus propias características. Después de un fuerte debilitamiento de los pesos y contrapesos, un hecho que permitió el fortalecimiento de un gobierno crecientemente caudillista en la década pasada, gracias a la oportuna decisión de la Corte Constitucional se pudo evitar la segunda reelección de Uribe, lo que hubiera desembocado en la perpetuación de un régimen alejado de la tradición democrática del país.

Aunque la reciente prohibición de la reelección protege la separación de poderes y es un seguro contra nuevos intentos caudillistas, las instituciones de Colombia no están completamente blindadas. Su protección depende, en buena parte, de la convicción y el compromiso de los partidos y líderes políticos con sus reglas, principios y limitaciones. Preocupa, al respecto, el silencio y la conformidad de ciertos líderes de izquierda, fieles y dóciles seguidores del socialismo chavista, como Petro, Piedad Córdoba y los voceros de las FARC, frente al aniquilamiento de la democracia en Venezuela. ¿Aprueban ellos el golpe contra el Congreso, la persecución de la oposición y la subyugación del sistema judicial? ¿Están de acuerdo con las brutales restricciones a la libertad de expresión y de prensa?

La justificada indignación contra la corrupción en Colombia debería encauzarse para mejorar la democracia y corregir de raíz sus numerosas lacras y pestilencias. Pero no debería ser un trampolín para aventuras que nos pongan en el camino de copiar los horrores de la república bolivariana y debilitar fatalmente nuestras instituciones.

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