Aprendiendo a comer chicle

Francisco Gutiérrez Sanín
11 de octubre de 2012 - 11:00 p. m.

Se va acercando la fecha de inicio de las conversaciones entre Gobierno y Farc en Oslo, así que vale la pena dedicar un momento a pensar los desafíos que enfrenta el Estado en este año que viene, durante el cual se supone que conoceremos los desenlaces de grandes apuestas que pueden definir el curso del país en los próximos lustros (paz y restitución, por ejemplo).

Algunos de aquellos han sido claramente identificados, y son objeto casi cotidiano de debate. Sin embargo, hay una categoría de temas más prosaicos y mucho menos visibles, pero igualmente fundamentales, y si estos pasan inadvertidos podemos anticipar dificultades.

Uno de ellos es el de la coordinación dentro del Estado. Coordinar es fundamental tanto para los individuos como para las organizaciones. Se decía de un presidente estadounidense que no podía mascar chicle y caminar al mismo tiempo, y es frecuente que uno, o la organización a la que pertenece, ofrezca precisamente ese triste espectáculo. Las agencias vinculadas a la paz —que son muchas— y a la restitución —otro montonón— tienen que avanzar; pero al mismo tiempo no pueden dejar de mascar chicle. Así que tocará emprender un proceso de aprendizaje. Entre más rápido, mejor.

La cuestión de la coordinación tiene al menos cuatro aspectos. El primero se refiere a la necesidad de poner a todos los jugadores importantes dentro del Estado a respaldar los grandes proyectos que están en juego. Eso ostensiblemente no está ocurriendo. Si, por ejemplo, el Gobierno permite que ocupen los organismos de control gentes con la capacidad, las agallas y la voluntad claramente sugerida de sabotear el proceso, es seguro que se presentarán grandes complicaciones (quizás insolubles). El ministro de Defensa no parece estar tampoco jugando en el equipo de la paz. No por la continuada ofensiva contra las Farc —con esas reglas comenzaron las conversaciones—, sino por cosas como persistir en el esperpento del fuero, que perpetúa y reproduce horrores, no de hace un siglo, o una década, sino de ayer y antes de ayer.

La segunda tiene que ver con las relaciones mutuas entre los cambios proyectados, por ejemplo, entre paz y restitución. Hay muchas sinergias entre ambas; pero también tensiones. Es importante pensarlas explícitamente e irlas resolviendo. La tercera está relacionada con el manejo de la información dentro del Estado. Éste está recibiendo una corriente continua y enorme de nuevos datos, que no usa, que muchas veces ni siquiera procesa, así que cuando uno observa el comportamiento de distintas agencias en el nivel puramente operacional, se encuentra con que están volando por instrumentos. De hecho, pensaría que esto también se aplica al diseño de las políticas. Por ejemplo: cuando estaban cocinando la reforma tributaria —buena, regular o mala—, ¿pensaron los técnicos del Ministerio de Hacienda en los aspectos específicamente tributarios de los problemas del campo colombiano? Da la impresión de que no, que en cambio lo que ha predominado es la desconexión, como si cada quien tuviera debajo del brazo su propia agenda, sus nichos intocables y sus interlocutores específicos. Pero así es como se sacan adelante los microproyectos, de caja menor, que constituyen el núcleo duro de nuestra experiencia de gobierno, no los cambios grandes, con los que tenemos muy poca familiaridad. Y hay aún un cuarto gran problema de coordinación dentro del Estado: las relaciones entre el nivel central y el local. El título de esa película podría llamarse “¿y dónde está el alcalde?”. Mucho de lo que está en juego dependerá de las autoridades locales.

No hay que impacientarse. Esta clase de procesos nunca se desarrollan de manera perfectamente nítida y ordenada. Pero si la coordinación cae por debajo de cierto umbral, los grandes propósitos pueden encallar en las pequeñas inconsistencias.

 

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