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Aquellos cines de barrio

Reinaldo Spitaletta
16 de diciembre de 2014 - 04:00 a. m.

Por estos días de diciembre he vuelto a recordar los cines de barrio. Aquellos teatros muertos que hoy son parte de una memoria de extinto romanticismo y tal vez de lo que de modo flaubertiano pudiera denominarse la educación sentimental de muchas generaciones.

Ya quedaron atrás, hace tiempos, los lloriqueos y exclamaciones pesarosas que Giuseppe Tornatore, con su Cinema Paradiso, nos produjo a los que vivimos las fascinaciones del cine en las penumbrosas salas de barriada, que ya no son.

Recuerdo que cuando vi el filme del italiano, ya la mayoría de teatros de barrio de Medellín y el Valle de Aburrá habían muerto. En el Colombo Americano, en una de las salas que dejó como herencia cultural para la ciudad el nunca bien ponderado (y lamentado) Paul Bardwell, me hundí en la historia de la relación de un niño con el proyeccionista de un viejo teatro de un pueblito del sur de Italia. Iba con algunos amigos guasones que, para provocar desconciertos (y hasta risas) en los espectadores, sacaban pañuelos y simulaban moqueos y llantos entrecortados.

Una noche de hace muchos años, Felipe Mora, dueño de un café en el centro de Medellín, me contó una historia que sucedió en el teatro Laika, de Aranjuez. Se presentaba la película Pelota de trapo, un filme que ya pudiera considerarse un clásico sobre el fútbol y los sueños infantiles y juveniles. En el guion participó el periodista deportivo uruguayo, Ricardo Lorenzo, más afamado como Borocotó, estrella de la redacción de El Gráfico. La dirección era de Leopoldo Torres Ríos y estaba protagonizada por Armando Bo.

La muchachada del sector esperaba con ansia la función. Desde hacía rato las carteleras, que mostraban fotos de “pibes” que habían fundado un equipo de modestias y carencias, el Sacachispas Fobal C., emocionaban a la muchachada. Y llegó el esperado día. El teatro lleno. Y de súbito, un daño en la proyección, cortes, luces que se prenden y apagan, gritos, aullidos, y los primeros improperios contra el proyeccionista: “¡operador, soltá al pelao!”, que entonces no produjo risas sino más descomposturas. Al saberse que no se podía seguir dando la película, los espectadores destruyeron literalmente la silletería y rompieron a navajazos el telón.

Y si bien, los cines de barrio fueron la entrada en ficciones que iban desde el Viaje a la luna, de Georges Mèliés, hasta las películas épica del Salvaje Oeste, con los Wayne y los Randolph Scott, la Diligencia, indios y soldados, y Tarzán y los luchadores mexicanos y también las de “capa y espada”, mosqueteros, gladiadores, Espartaco, los agentes 007, que el mejor era el caracterizado por Sean Connery, en fin, también los cines de barriada esculpieron el deseo en niños y adolescentes.

Hace poco leí un libro que tiene el deslumbramiento de las imágenes en movimiento: “Medellín: cine y cenizas”, de Víctor Bustamante. Comienza con una Venus saliendo del mar, la pintura del renacentista Sandro Boticelli. El autor hace una remembranza con una muchacha que él, niño, gateó -voyerismo infantil- por el patio de su casa y que después, en la película Las aventuras del barón Münchausen (uno de los grandes mentirosos de la historia), revive cuando Uma Thurman sale desnuda de una ostra de utilería. El cine como inicio del deseo.

En el cine de barrio comenzaron los primeros ensayos de amor, de un amor ni siquiera platónico sino de pantalla y fantasía, con los enamoramientos de actrices, mujeres de celuloide. ¿Quién en aquellos días no soñó en sus soledades de alcoba con Claudia Cardinale, Liz Taylor, Kim Novak o Raquel Welch? ¿Quién en los teatros de entonces no quiso ser el bebé imaginario de Sofía Loren, una mujer de belleza inverosímil tanto como la de Anita Ekberg?

En estos días de diciembre, que ya no son azules como los de antes, he realizado un flashback y ha resucitado en la memoria la sociedad de los teatros muertos, con sus lunetas y galerías, sus filas y libros de intercambio en la entrada, y de ahí que haya vuelto otra vez a buscar las novelitas de don Marcial Lafuente, para imaginar disparos y polvaredas, y un viento de soledades por algún desierto de Arizona.

 

 

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