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Arcoíris de grises

Arlene B. Tickner
18 de junio de 2013 - 11:00 p. m.

A primera vista las manifestaciones en Turquía y las elecciones en Irán no tienen relación alguna. Sin embargo, en la cobertura mediática de ambas se observa un acervo común de representaciones que es ilustrativo de la forma estereotipada y simplista en la que el “mundo islámico” sigue analizándose en Occidente.

Edward Said denomina esto orientalismo: un imaginario ideologizado sobre el islam que reduce su diversidad y complejidad a un espacio único irracional, atrasado, bárbaro, religioso, antidemocrático e intolerante, y cuyo efecto central es reproducir la superioridad política y cultural occidental.

Durante la última década, las narrativas dominantes sobre Turquía han girado en torno a la islamización. Según éstas, el AKP, partido del primer ministro Recep Tayyip Erdogan, llegó al poder con una agenda religioso-conservadora que amenaza con erosionar los fundamentos seculares de la república, y con ellos los valores modernos y progresistas. Como resultado, las manifestaciones actuales, que nacieron de la defensa del parque Gezi y la plaza Taksim —centro de congregación diaria de protestas de todo tipo— y en cuyo desenlace no incidió ningún partido político (ni la cuestión kurda), han sido descritas como una lucha entre el oscurantismo islámico y la europeidad liberal ilustrada.

El esparcimiento de las protestas apunta a distintas fuentes de descontento con las actitudes “autoritarias” de Erdogan y el AKP —que con todo gozan de tasas relativamente altas de popularidad—, las cuales desafían interpretaciones dicotómicas como lo secular-religioso. Entre éstas, la obsesión neoliberal de convertir a Estambul en paraíso turístico, comercial y de inversión extranjera y el uso excesivo de la violencia policial, y en menor medida, los intentos por regular derechos individuales como la compra de alcohol y el aborto, y los ataques a la libertad de prensa.

La elección sorpresiva del clérigo Hasán Rohani como presidente de Irán ha provocado reacciones sacadas de los mismos guiones orientalistas. Por un lado, ha sido celebrada como un triunfo de la moderación sobre el extremismo, llevando a especular sobre el reacercamiento iraní a Occidente, e incluso la posibilidad de la implosión de la República Islámica. Todo esto pese a los orígenes de Rohani dentro del establecimiento conservador. Y por el otro, ha sido minimizada con el argumento de que el verdadero poder es el líder supremo, el ayatolá Alí Jamenei. En ambos casos parecieran no registrarse los matices: los 36 millones de iraníes que ejercieron su derecho al voto; el hecho de que Rohani tuvo que aliarse con otros sectores menos conservadores para ganar; que prometió posteriormente defender la moderación, el progreso y la religiosidad por encima del extremismo y el mal comportamiento, y que el ayatolá lo haya reconocido como ganador pese a no ser su candidato.

La representación unívoca de las sociedades musulmanas como atrasadas, autoritarias, fanáticas y violadoras de los derechos de las mujeres hace perder de vista que conceptos occidentales como modernidad, democracia y secularismo tampoco son universales sino que exhiben trayectorias múltiples según su evolución en distintos contextos culturales. Ello apunta a la necesidad de poner en suspenso muchas de las narrativas con las cuales se describe el mundo a nuestro alrededor, sobre todo cuando éste se representa en blanco y negro, sin el arcoíris de grises que necesariamente caracteriza toda experiencia humana.

 

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