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Armarse de palabras

Ana María Cano Posada
21 de marzo de 2013 - 11:00 p. m.

Este es el primer libro que ella escribe por obligación. No la forzó ningún editor impertinente, sino la fuerza de un hecho que le revolcó la propia vida con solo cuatro palabras pronunciadas por su hija mayor. Piedad Bonnett recogió en su equipaje lo que la poesía, la literatura y la ciencia podían darle para encerrarse a transitar la tormenta de un duelo innombrable.

Creyó que tenía que relatar descarnadamente el suicidio de su adorado hijo menor, Daniel, después de luchar 28 años entre la sensibilidad que lo llevó a ser artista y hablar de la enfermedad física de la que evaden hacerlo parientes, familias, médicos y pastores de almas en pena que crecen como maleza en tiempos de desazón: la esquizofrenia.

Piedad Bonnett aceptó ser la mamá que perdió con este golpe un pedazo de su existencia, y también la intelectual que puede nombrar lo que la sociedad esconde: el suicidio, el sufrimiento y la enfermedad que desequilibra las sustancias con las que funciona el cerebro. Pero además tuvo que luchar como una diestra esgrimista contra las emboscadas del dolor, de la autolamentación y ejecutar con las palabras precisas este fino instrumento que puede enredar o revelar un hecho humano tan intenso.

Provista de la rabia de haber transitado incoherencias que la sociedad hipócrita y desconsiderada aplica a las familias de quienes padecen esta enfermedad y tantas otras de estigma por inhabilitar a sus pacientes dentro de parámetros de éxito con los que juzga, este estado emocional sirve a Piedad como acicate para emprender una escritura contenida de atrás para adelante: recoge la información que nunca le dieron y reconoce cuanto detalle significativo estuvo disperso y que, sumados revelan el camino que recorrió Daniel hasta liberarse por él mismo de la esclavitud de la incomprensión que se asomaba detrás del círculo con que su familia lo protegió.

Este adolorido país puede ser uno de los más fértiles en mujeres que han perdido a sus hijos, asesinados con un arma cualquiera que se los arrebata y que quedan desnudas sin poder dar un nombre a su dolor desmesurado. Pero es esta escritora enorme, quien ha perdido a su hijo en un acto voluntario de él mismo (la circunstancia de la decisión nunca se sabe, ni siquiera para una aguda y amorosa indagadora como Piedad Bonnett), quien sí pudo tener en sus manos la literatura para trasmutar el dolor que aquí corre como un río.

Los poemas han sido en su obra carga de profundidad para revelar lo insondable, pero esta vez no tenían la talla para hacer el croquis completo de, de dónde a dónde va la vida breve de un muchacho en medio del talento y del tormento, para que un lector cualquiera asimile por un rato, y en algunos casos para siempre, la intensidad de alguien que se mira claro en el dolor.

Tampoco el ensayo ni la filosofía le sirven para iluminar la irónica mentalidad contemporánea dirigida a la complacencia y la apariencia, y contraponerla con este desconcierto existencial que parece extemporáneo, con esta versión revivida del destino descrito por la tragedia griega como un designio que se cumple a pesar de sí mismo, como una señal para otros.

Piedad, la escritora, cumple la función de cargarnos con preguntas urgentes que el bullicio general impide formular y también como mujer es capaz de darle vida a un hijo, acompañarlo solitaria y amorosa a vivir y aceptar con respeto de fondo su decisión de matarse.

Lo que no tiene nombre es un libro que tiene su origen en un hecho atormentado y humanamente costoso, pero como toda obra maestra, resulta universal e indispensable.

 

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