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¿Le absolverá la historia?

CONDENADME, NO ME IMPORTA. LA historia me absolverá” (discurso de defensa de Fidel en el juicio por su participación en el asalto al cuartel Moncada).

Francisco G. Basterra*
04 de enero de 2009 - 10:00 p. m.

El mito de Fidel, la historia de su revolución, ha acompañado la vida político-sentimental de toda una generación: la mía. Con 13 años, descubrí al rebelde barbudo en las páginas de la prensa de Bilbao, en plena dictadura, como si se tratara de un héroe de las entonces famosas Hazañas bélicas. Fidel había estudiado con los jesuitas y se aparecía, como San Ignacio, mitad monje, mitad soldado. Además, era de origen gallego. Lo incorporamos a nuestra galería de mitos junto a Joan Baez o Gainza. Pero Fidel perdura. Ha tenido tiempo para establecer la primera dictadura comunista del hemisferio americano a sólo 145 kilómetros de la costa de Estados Unidos. Probablemente la supervivencia de la revolución frente a Washington es el principal éxito de lo que comenzó en la Nochevieja de 1958. Los Castro son supervivientes, algo en sí mismo notable como subrayó The Economist. Pero en todo lo demás, el mito, que nos ha pesado tanto, no se ha correspondido con el resultado.

Una Habana extrañamente tranquila celebraba la Nochevieja. Poco después de las doce campanadas, Batista, el sargento mulato que había tomado el poder en un golpe militar en 1952, volaba hacia el exilio en la República Dominicana del también dictador Trujillo. No hubo violencia y sólo los parquímetros, sí, en La Habana había parquímetros, fueron destrozados.

Fidel, desde Santiago, prepara cuidadosamente su llegada a La Habana, que ya han tomado el Che y Camilo Cienfuegos. Es el primer político contemporáneo que entiende la fuerza de la televisión y la utiliza. Las cámaras le siguen en su triunfal recorrido. Comienza el culto a la personalidad. La revolución es Fidel. El 9 de enero entra en La Habana y pronuncia un discurso en el que inaugura su estilo de preguntar directamente al pueblo. “¿Debo aceptar, como me propone el gobierno provisional, ser el comandante en jefe del ejército rebelde?”. “Sí, Fidel”, claman las masas. Y dos palomas blancas sobrevuelan la escena y se posan en los hombros de Fidel.

El comandante inicia inmediatamente la preparación de la revolución socialista. Con un puñado de leales, forma desde el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) un gobierno en la sombra frente al “gobierno burgués” de Urrutia. Opa a los comunistas ortodoxos y crea su propio partido comunista. Su hermano Raúl y Che Guevara son los hombres clave en este propósito. Es inútil discutir sobre qué fue primero: el huevo o la gallina. ¿Fidel, comunista desde el principio de la revolución, o Cuba es empujada al comunismo por la enemiga de Eisenhower y Estados Unidos? Tad Szulc en su muy interesante libro Fidel, a critical portrait, despeja convincentemente esta duda a favor de que Fidel tuvo claro desde el comienzo que quería llevar a cabo una revolución comunista. No era sólo un nacionalista cubano.

Obama no había nacido cuando Eisenhower impuso las sanciones a Cuba. Pero ahora tendrá en su mesa el dossier Cuba. No es de primera importancia para EE.UU., ni estratégica, ni política, ni económicamente. Obama ha hablado de establecer un diálogo directo con Cuba. ¿Veremos a Hillary Clinton en La Habana? El nuevo presidente podría iniciar una política de gestos permitiendo más visitas a la isla desde EE.UU. y el libre envío de remesas de dinero de los cubanos de Miami.

Lo que comenzó hace 50 años continúa. Diecisiete años después de la desaparición de la URSS, una dictadura comunista familiar, como la de Corea del Norte, sigue en pie, tambaleante. Con la economía en harapos. Con la ciudadanía empeñada sólo en sobrevivir el día a día, y con la educación y la sanidad, los auténticos grandes logros de la revolución, muy deteriorados. Raúl Castro habló en Santiago de otros 50 años de revolución. En algún lugar de la isla, Fidel, cobijado en su chándal con la bandera cubana, debió de verlo por televisión. ¿Absolverá la historia a Fidel? Según quien la cuente.

* Columnista de El País de España.

Por Francisco G. Basterra*

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