Asomo de cosmopolitismo

Mauricio García Villegas
17 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

Hay buenas razones para pensar que entre los países del mundo debería haber más hermandad y más colaboración. Esas razones fueron enunciadas desde la Antigüedad (los estoicos) y su formulación más articulada la hizo Immanuel Kant (siglo XVIII) en sus textos sobre cosmopolitismo.

Pero las buenas razones no bastan para promover el altruismo que se necesita para semejante empresa colectiva. Más aún, en las últimas décadas hemos visto prosperar justamente lo opuesto al cosmopolitismo: cierre de fronteras, aumento de los presupuestos militares, xenofobia, muros, etc. La decisión del presidente Trump de retirarse del Acuerdo de París sobre el clima es tal vez el hecho anticosmopolita más dramático de los últimos tiempos.

Así pues, las buenas razones no son suficientes. Hace falta algún interés material que le dé un empujoncito al altruismo. Hay indicios de que eso puede estar pasando, y ello debido, paradójicamente, a la decisión de Trump de salirse del Acuerdo de París. La reacción contra esa decisión ha sido enorme, incluso en los Estados Unidos, en donde 60 alcaldes y cuatro gobernadores se opusieron. Y es que, aun aceptando que dicha decisión sirva para impulsar la industria petrolera y carbonífera (como dice Trump), eso vale poco cuando las generaciones futuras van a tener que pagar costos altísimos para enfrentar el calentamiento global. En la Florida, por ejemplo, se calcula que el nivel del mar subirá 25 centímetros de aquí al 2030, y entre un metro y un metro y medio en 2100, según las medidas que se tomen. A los 40 billonarios que allí viven (según la revista Forbes) les puede gustar mucho Trump, pero saben que sus hijos, a causa de la decisión tomada por él, tendrán que invertir una mayor parte de sus fortunas para evitar que sus casas se inunden.

La creación de los Estados (siglo XVI) y el surgimiento del sentimiento patriótico no fueron simplemente el triunfo de ideales nacionales. También fueron el resultado de la guerra y de la necesidad que tuvieron los pueblos de protegerse de los enemigos invasores. Pues bien, se puede estar incubando algo parecido: la reunión de millones de personas alrededor del mundo que presionen por la creación de un nuevo orden mundial, más eficiente y más sintonizado con la naturaleza. Es apenas el inicio, pero por ahí se empieza: por pensar que unirse para salvar el planeta es más importante que unirse para salvar el país. O que de nada sirve esto último si se pierde lo primero; de la misma manera que no tiene sentido reparar el techo de la casa cuando los cimientos están flaqueando.

Tal vez la próxima gran revolución en la historia de la humanidad ya no ocurra en un país (como en Rusia en 1917, o en Francia en 1789), sino en todo el planeta y sea el resultado de la coordinación de acciones de millones de personas que, mediante protestas, bloqueos o simplemente modificaciones en el consumo, van a poner a tambalear a los gobernantes de los países más poderosos, y a las empresas multinacionales, que no tienen el menor empacho en malograr el planeta.

Mientras este asomo de cosmopolitismo ocurre en el mundo, los políticos antioqueños y chocoanos se disputan un pueblo abandonado (Belén de Bajirá) y hablan de soberanías y de despojos como si fueran los gobiernos de Alemania y de Francia peleando por la Alsacia-Lorena a finales del siglo XIX. Ha sido tal el abandono de ese pueblo que el Estado ni siquiera sabe bien dónde queda, cuáles son sus límites. En esta pelea (de papeles y puestos, más que de soberanía) los habitantes de Belén de Bajirá seguirán igual o peor. Está claro que por estos lares los ideales cosmopolitas nunca se han asomado.

 

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