Macrolingotes

Atlas y Rockefeller

Óscar Alarcón
18 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

Por los años 60 yo no tenía idea de quiénes eran los Rockefeller, pero sí sabía quién era Charles Atlas. Soñaba a los 15 años con ir a Nueva York a conocer lo que suponía era su gimnasio, el sitio de ejercicios del alfeñique de 44 kilos que se convirtió en el hombre más perfectamente desarrollado del mundo. Los jóvenes de entonces llenábamos los cupones que aparecían en la prensa o en los cómics de la época y los remitíamos con unos pocos dólares (para nosotros eran muchos) en un sobre para que a vuelta de correo enviaran las lecciones con que aspirábamos volvernos similares a ese personaje que gracias a ejercicios de la tensión dinámica logró adquirir un cuerpo atlético envidiable. Ir a Nueva York era un sueño para conocer en esa ciudad, no los grandes rascacielos, sino las oficinas del señor, saludarlo y tomarnos una foto con él, si teníamos suerte. Tuve la fortuna de que esa ilusión se volvió realidad y tan pronto llegué me las ingenié para ir a su sede. Recuerdo que estaba cerca del Centro Rockefeller y, contrario a lo que me imaginaba, su oficina no era más que un pequeño lugar con una secretaria junto a un teléfono y una máquina de escribir. Nada de gimnasio y el señor Charles Atlas nunca estaba (o siempre lo negaban). Me decepcioné y desde entonces opté por no cuidarme el abdomen, nada de pesas, y el ejercicio dejarlo para quienes seguían creyendo en el alfeñique de 44 kilos. Años después pensé que su nombre y su método no eran más que una estrategia publicitaria para captar incautos.

En cambio sí me quedó sonando lo del Centro Rockefeller, ese apellido tan importante. Me interesé en saber sobre esa familia, cómo había hecho la plata. Por eso tan pronto supe de la muerte reciente de David, el menor de los nietos del iniciador del imperio, me di cuenta de cuánta razón tiene Pambelé: es mejor ser rico que pobre, así no se tenga un cuerpo atlético como Charles Atlas.

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