¿Ausencia de futuro?

Augusto Trujillo Muñoz
17 de febrero de 2017 - 03:25 a. m.

La corrupción, la impunidad, la polarización, la desvalorización de la palabra oficial producen efectos devastadores sobre la estabilidad de las instituciones democráticas.

La democracia significa gobierno de las mayorías pero también respeto a las minorías y sujeción a un sistema jurídico-político que interprete los múltiples intereses propios de la sociedad plural. Supone una comunicación, fluida y permanente, de los gobernantes con la sociedad. En eso era experto el gobierno anterior y es desafortunado el actual.

La participación ciudadana en las decisiones que la afecten es clave para la gobernanza  pero, en Colombia, no despega a pesar de que fue consagrada por la Constitución. Ni las leyes ni la jurisprudencia constitucional han propiciado su desarrollo. Por el contrario, lo neutralizan. Pero además, la actividad pública no es transparente. Los gobiernos contratan a dedo y apelan a cupos indicativos y prebendas para cooptar a los miembros del Congreso, e incluso, a los de las altas cortes.

Tampoco es transparente el ejercicio de la política. La sobre-ideologización del siglo xx está siendo reemplazada por fundamentalismos políticos en el siglo xxi. Nadie quiere tender un puente que lo aproxime al otro, sino levantar un muro que lo separe de él. Es difícil avanzar en un proceso de paz cuando una sociedad está tan polarizada como la colombiana y más aún construir, en semejante escenario, una cultura de la convivencia.

Corrupción e impunidad se entrecurzan. Aquella contaminó casi todo el cuerpo social, estimulada por  el narcotráfico pero también por la primacía del consumismo propio del capitalismo salvaje. El primero instala los antivalores, el segundo privilegia la usura y el lucro sobre la solidaridad y todo eso estimula la idea del dinero fácil para enriquecerse de cualquier manera y neutralizar, vía soborno, la acción de la justicia.

Colombia es una sociedad más desigual cada día, más excluyente, más insolidaria. Sus líderes –si los tiene- no se preocupan por remediar la situación, ni sus ciudadanos tampoco. Hay una indolencia dirigente cuya contrapartida es la indiferencia ciudadana, estimulada por la desvalorización de la palabra oficial y el desinterés de la cúpula por comunicarse con la base, o del centro para comunicarse con la periferia.

El caso Odebrcht disparó las alarmas, pero por cuenta de la justicia norteamericana. ¿Qué hizo la nuestra frente a Reficar, a Isagen, a Saludcoop? ¿Dónde estaban los entes de control y los mismos medios de comunicación en esos otros casos? Según el último estudio de Transparencia Internacional, Colombia está por debajo del Brasil en el listado de los países más corruptos. Y en Brasil hubo sanciones para los funcionarios comprometidos, comenzando por la propia presidenta de la república.

Este enrarecido ambiente intimida porque genera una extraña sensación. Una sensación desesperanzadora, como de falta de futuro. La corrupción y la impunidad, la pérdida de la credibilidad en la palabrea oficial, la polarización, el deterioro de la legitimidad y de la gobernanza han producido, en otras países, tragedias institucionales. Los colombianos tienen un ejemplo bastante cercano: Basta con asomarse, hacia el oriente, por la ventana de Cúcuta. Es preciso conformar liderazgos de equipo que se comprometan en una cruzada ética dirigida a encontrar los remedios a tiempo.

*Ex senador, profesor universitario. @inefable

 

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