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Autoplagio

Hernando Gómez Buendía
10 de julio de 2015 - 08:32 p. m.

Hace dos semanas una ONG extranjera tuvo que advertirnos que el horror moral que aquí escondimos bajo el nombre trivial de “falsos positivos” está en camino de quedar impune.

 

Como la reacción oficial, del presidente para abajo, fue defender el “honor militar”, en mi pasada columna repetí que a mi juicio los falsos positivos son un horror sin precedentes en la “historia terrible de la barbarie humana”. Y para eso actualicé los argumentos que había usado cuando estalló el escándalo: lo hice porque siguen siendo válidos, porque estaban bien escritos, y porque vuelven a tener actualidad.

Pero entonces un lector memorioso me acusa de copiarme a mí mismo, es decir, del delito terrible por el cual me expulsaron de Semana y por el cual periodistas connotados (Sánchez Cristo, Gossaín, Néstor Morales, Gustavo Gómez, María I. Rueda, Cecilia Orozco, Bejarano…) me armaron un escándalo sin decir —eso sí— que había sido absuelto categóricamente por el tribunal que me montó Semana (integrado por Carlos Gaviria, Javier Darío Restrepo, el padre Llano y el profesor Sanz), ni que Felipe López, Alejandro Santos y Samper Ospina escondieron torcidamente el fallo que ellos mismos habían solicitado.

Tampoco hubo controversia sobre el supuesto delito de auto-plagio en columnas de opinión. Como si aquellos periodistas no repitiesen las mismas opiniones cada vez que se presenta la ocasión. Como si cada vez advirtieran que eso ya lo habían dicho. O como si las noticias que difunden fueran nuevas, como si los chanchullos, atentados, elecciones, reformas o debates nacionales no fueran siempre los mismos ni merecieran los mismos comentarios.

Lo de Semana y sus amigos fue un pretexto para algo más oscuro. Pero el punto que importa analizar es por qué sus directivos supusieron que los lectores estarían de acuerdo en castigar la repetición de una idea. Tal vez por asociación inducida con la falta –esta sí– de robar ideas ajenas, como hacen cada día los señores periodistas. Tal vez porque los colombianos estamos enseñados a pensar que los demás son tramposos. O tal vez porque el club de periodistas pesa más que un columnista al que sacan de los medios.

Son tres versiones de una misma cosa: el moralismo amoral que nos caracteriza y en mi opinión es la tragedia de Colombia. No sé —ni importa— cuántas veces lo haya dicho: el moralismo es la apariencia de moralidad y su función es ocultar nuestra falta de moral.

Es la ética del fariseo, la de “mirar la paja en el ojo ajeno para tapar la viga en el propio”, la de dictar lecciones para sentirse superior al otro, la de creerse virtuoso por atacar el vicio…la de los connotados periodistas que juzgan y condenan a su antojo pero jamás se miran entre ellos ni denuncian sus propios atropellos.

Y en el plano social es la ética del nosotros contra ellos, la que condena siempre al adversario pero no ve ni quiere ver los males en el lado propio. Así ese mal haya sido del tamaño de los “falsos positivos”.

* Director de Razón Pública.

 

 

 

 

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