Autoridad y autoritarismo

Andrés Hoyos
07 de junio de 2017 - 02:30 a. m.

Aunque hace unos meses dije aquí mismo lo contrario, hoy me parece probable que el próximo presidente de Colombia sea un hombre autoritario.

La autoridad y el autoritarismo son parientes lejanos. Más concretamente, el autoritarismo es el ejercicio arbitrario o abusivo de la autoridad legítima. Cuando esta legitimidad no existe o desaparece, póngase por caso a Maduro, estamos ante la florida y variopinta estirpe de los dictadores.

El así llamado “fin del poder” del que habla Moisés Naím en su libro, es decir, la dificultad creciente para gobernar ciñéndose a los límites de la autoridad legítima, tiene un corolario cada vez más relevante: la tentación de lograr a las malas lo que no se puede lograr a las buenas.

Pese a que en Colombia nos quieren recetar un caudillo de derecha, ni la autoridad ni el autoritarismo son exclusivos de esta vertiente. En Ecuador las cortes y el Parlamento durante años se dedicaron a descabezar presidentes como quien corta tulipanes y se ganaron en la rifa del tigre a Rafael Correa, un mandón de izquierda. Claro, Correa se sostuvo en el poder no solo por abusar de su autoridad, sino por contar con una amplia renta petrolera que se ha ido secando. Gustavo Petro, para dar un ejemplo de la izquierda criolla, tiene un inocultable talante autoritario, como lo demostró, por ejemplo, al promulgar por decreto el POT de Bogotá, negado explícitamente por el Concejo de la ciudad.

La señalada elección de algún caudillo, si se da, será consecuencia de la debilidad endémica de Juan Manuel Santos. Piénsese en los episodios de las últimas semanas: paros cívicos muy belicosos en Buenaventura y Chocó, largo y ruidoso paro nacional de maestros que mezcla lo justo con lo imposible, el Eln haciendo (plan) pistola y no pare de contar. Aunque en un régimen democrático le hacen paros hasta al más resuelto, es mucho más fácil armárselos al que no ejerce la autoridad, al indeciso, al que se rodea de timoratos. Pocos le creen a Santos y casi nadie le teme. Es la ineludible realidad.

El método aplicado por el autoritarismo local ha sido muy sencillo: vieron que podían minar la autoridad de una persona reacia a ejercerla, como el actual presidente, creando así un vacío que ahora ellos prometen llenar. De más está decir que si un pueblo elige a un mandamás sin preocuparse por la estela de corrupción que arrastra, después no podrá quejarse cuando las cajas fuertes del fisco aparezcan vacías. De todos modos, el gran problema de una persona como Sergio Fajardo es que no irradia la suficiente autoridad. Le gusta convencer, no dar órdenes. Por el mismo tobogán, solo que más abajo, va Humberto de la Calle. En cuanto a Claudia López y Antonio Navarro, para no hablar de Jorge Enrique Robledo, cuyo arcaico programa económico sería un desastre, las mayorías perciben que están en el cuadrante político equivocado.

La debilidad actual de la autoridad no es la borrachera en sí; esta tuvo lugar en los años 80 y 90 del siglo XX, cuando Colombia estuvo al borde de ser un Estado fallido. No, ahora vivimos la resaca, prolongada y dañina. Sea de ello lo que fuere, cabe poca duda de que a estas alturas es preciso recuperar la autoridad, para que el país recorra el camino que los electores deseen, así este sea un pérfido e imposible regreso al pasado. Lo que exaspera y no conviene es el marasmo, la inmovilidad, los círculos viciosos, las vueltas en redondo.

andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes

 

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