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Bolicorrupción

Armando Montenegro
17 de agosto de 2013 - 09:00 p. m.

Trece años después de que la indignación indignación popular causada por los escándalos de corrupción de los gobiernos de Copei y Acción Democrática impulsara la meteórica carrera del coronel Hugo Chávez, hoy Venezuela se encuentra sumida en una ola de sobornos, cohechos y negociados infinitamente peor que la de los tiempos de los gobiernos de Pérez, Caldera, Leoni y Herrera Campins.

Los datos son inocultables. Transparencia Internacional sitúa a Venezuela entre los ocho países más corruptos del planeta. Y sus encuestas revelan el convencimiento de que este problema se ha venido agravando con el paso de los años.

Este país, por la acción de los gobiernos bolivarianos, ha venido debilitando sistemáticamente las instituciones independientes y eliminando los mecanismos de control a sus autoridades. La justicia está totalmente subordinada al Ejecutivo. El dócil Congreso es incapaz de asumir alguna forma de control político. Los medios de comunicación independientes han sido acosados y silenciados. En un ambiente de impunidad, los funcionarios venales de todos los niveles, junto con una amplia red de millonarios que trafican con el gobierno, los llamados boliburgueses, gozan de la patente de corso para apoderarse de los recursos públicos.

Los escándalos cuyos detalles logran salir a la luz pública son alucinantes. La prensa internacional ha comentado el chanchullo de Ferrominera, una empresa extractora y procesadora de mineral de hierro, que consistía en que los administradores vendían el mineral a clientes escogidos a un precio muy inferior al del mercado, a cambio de enormes mordidas. Se calcula que con estas operaciones, de las cuales fueron cómplices el propio presidente de la empresa y un destacado boliburgués, Yamal Mustafá, se robaron más de US$1.200 millones.

The Economist comenta que lo peor puede haber sucedido en el Cadivi, la entidad que maneja las divisas del Estado, racionadas por medio de un barroco control de cambios. El negocio es simple y gigantesco. Los pillos se limitan a conseguir, a punta de mordidas, dólares en el Cadivi a una sexta parte de su valor de mercado, para dirigirlos al pago de importaciones ficticias a través de operaciones simuladas por empresas de papel. Estas billonarias defraudaciones, que han comprometido buena parte de los dólares de ese país, parecen involucrar a algunos miembros de la cúpula del gobierno de Maduro.

Los abusos no se concentran en los negocios de los potentados. Se denuncia, por ejemplo, que la policía, una de las entidades más corruptas según Amnistía Internacional, secuestra a ciudadanos de todos los estratos y cobra, en sus propios cuarteles, los rescates que pagan los familiares atemorizados.

Ante la difusión de estas evidencias, acosado, el presidente Maduro ha declarado una emergencia nacional y está pidiendo una ley habilitante para combatir la corrupción. Su problema consiste en que si lo hace, probablemente se quedaría casi sin aliados, ministros, generales, magistrados, gobernadores y políticos amigos. La cruzada moralizadora que propone se percibe como una maniobra de distracción y de contragolpe a la oposición. Diosdado Cabello, cuyo hermano está vinculado a manejos de impuestos, ha manifestado que no descansará hasta que la justicia lleve a la cárcel al propio Capriles, supuestamente por su corrupción. El gobierno parece blindado. Impune.

 

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