Bolsonaro no se explica sin Sergio Moro

Mauricio Botero Caicedo
21 de octubre de 2018 - 06:30 a. m.

Jair Bolsonaro, quien casi con certeza va a ser el próximo presidente de Brasil, además de incordiar y hostigar a los corruptos, promete perseguir a los criminales y muy especialmente a los narcotraficantes; no otorgarles beneficios y amnistías como solemos hacer aquí. En lo económico, Bolsonaro se compromete a adelantar una política de apertura y de mercado; no el “intervencionismo salvaje” que promueve la izquierda a escala continental. Bolsonaro, sin atajos ni circunloquios, le ha declarado una guerra frontal a la rampante y omnipresente corrupción durante los gobiernos de Lula y Dilma.

La pregunta de fondo es ¿por qué decenas de millones de brasileños van a elegir a un presidente que nunca sobresalió durante sus casi tres décadas como diputado y al que los medios de comunicación han caracterizado como homofóbico, misógino, sexista y racista? Según informes de prensa, “Brasil aún está atravesando su peor recesión en décadas y 13 millones de personas están desempleadas. El crimen se ha disparado y la violencia generada por las drogas ha alcanzado todos los rincones del país. El año pasado se produjeron casi 64.000 asesinatos, una cifra histórica. Solo el 13 % de los brasileños está «satisfecho» o «muy satisfecho» con la democracia en general, según la encuesta anual más reciente realizada por Latinobarómetro (un centro de estudios chileno). Raphael Enohata, un graduado de ingeniería de la Universidad de São Paulo, de 26 años, afirmaba: «Él (Bolsonaro) es solo el comienzo de la transición que queremos»”.

Para entender el fenómeno Bolsonaro es necesario entender el papel que en este desenlace jugó el juez Sergio Moro. El juez brasileño, de 44 años, logró lo que parecía impensable: enviar a la cárcel a políticos y empresarios que se creía eran parte de una élite intocable. Moro es el responsable por la primera condena de un expresidente de Brasil por corrupción y por el encarcelamiento de políticos y empresarios poderosos, en las investigaciones de la operación Lava Jato, que han hecho posible revelar uno de los esquemas de corrupción más escandalosos en la región. La izquierda, aterrada con que le laven en público sus trapos sucios, ha intentado implicar a Bolsonaro en delitos de corrupción; por supuesto ha fracasado.

En Colombia, el papel del juez Sergio Moro lo está desempeñando el fiscal Néstor Humberto Martínez, hombre pulcro y trasparente que busca deshacer el ovillo de la corrupción en Colombia, muy concretamente la relacionada con la “mermelada” y la impunidad. María Isabel Rueda, en su columna del domingo pasado en El Tiempo (11-oct-18), señala: “Furiosos los tiene que el fiscal quiera hacer cumplir la ley frente a las fortunas que las Farc acumularon con el secuestro, el narcotráfico y la extorsión, con las que se indemnizará a las víctimas. Las acciones futuras para incautar patrimonios criminales de la antigua guerrilla que adelante el fiscal no las hará como enemigo de la paz, sino consciente de sus deberes”.

Apostilla. Valiente y decidida la actuación de las magistradas Cristina Pardo y Nelly Yolanda Villamizar al impedir que una serie de intereses, en algunos casos oscuros, frenen de plano el desarrollo económico del país. Los problemas más graves de Colombia son el desempleo y la pobreza. El frenar el desarrollo, generalmente con argumentos caprichosos e irrelevantes, es de una estupidez supina.

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