Cadena perpetua*

Columnista invitado EE
10 de febrero de 2017 - 12:02 a. m.

Por: Edgardo Villamil Portilla*

Sobre la iniciativa ciudadana para castigar con cadena perpetua a los violadores, algunos balbuceos. Comencemos con algo muy simple, una reflexión sobre la economía de la pena y su justificación. Recordemos que  los sistemas penales de la modernidad son herederos de la ilustración y del racionalismo.

Hegel entiende que la acción reprensible interesa al derecho porque el delincuente niega el reconocimiento de su víctima, en un entramado social de reconocimientos recíprocos  que constituye el Derecho, por tanto, la pena puede explicarse como la negación del reconocimiento del delincuente sin que por ello pueda despojarse a este su condición de persona, que no la pierde por obra de la acción delictiva o de la pena, pues la condición de persona, la racionalidad del delincuente y su libertad de obrar, son elementos constituyentes del sistema jurídico.

Tomando tan solo el elemento racionalidad, sería discutible que la pena tenga como justificación la resocialización o mejorar la racionalidad del delincuente, si tal racionalidad y libertad de obrar son el presupuesto del derecho a la pena, en términos hegelianos.

Pero evadiendo esos meandros conceptuales complejos, parece que hay espacio para hacer preguntas frente a la idea de la cadena perpetua como estrategia de prevención general positiva, pues los cálculos del delincuente racional arrojarían resultados dudosos sobre el uso del arsenal punitivo. El presupuesto de conocimiento previo de la ley, que se inauguró con el código de Hammurabi literalmente escrito en monumentos diseminados por las plazas de las ciudades sumerias, permite pensar que el delincuente conoce la ley y que al delinquir hace uso de su libertad y de su racionalidad, y que ésta le impone inevitablemente hacer cálculos de las consecuencias de su acción delictiva. Alguien dijo, tal vez fue Hegel, que el código penal opera como un catálogo de bienes objeto de deseo, que el delincuente puede adquirir  y que pagará con una moneda única que se llama libertad.

La libertad del delincuente es el equivalente general de todas las mercancías, el problema es que esas mercancías que toma el delincuente son los bienes jurídicos más valiosos de la víctima, la vida, la integridad, la libertad, la dignidad y la propiedad.

En esta economía de la pena, la duración y la intensidad de la privación de la libertad guarda una necesaria relación con la jerarquía del derecho sacrificado de la víctima. En ese intercambio de los bienes jurídicos más sagrados  de la víctima por la moneda real, esto es, la libertad del delincuente, irrumpe el Estado como intermediario que se apropia de los derechos de la víctima y retóricamente en representación del interés general lastimado con la acción delictiva. En la lógica de este intercambio, si la retribución para la conducta es la pena de muerte o la cadena perpetua, el delincuente que interiormente no duda de su culpabilidad, como sí el sistema constitucional en buena hora atado a la presunción de inocencia, sabe que la muerte o la prisión perpetua que merece, le han dejado sin ningún activo, que ha quedado en bancarrota, que el sistema de castigos de nada más le puede privar sino de la libertad.

En ese contexto de intercambios, el delincuente, conoce de antemano que puede seguir delinquiendo y que los nuevos delitos que cometa serán literalmente gratuitos. De este modo, si el delincuente es un sicario o un asesino sexual organizado, o en la taxonomía lombrosiana un delincuente habitual, después del primer delito reprensible con cadena perpetua, girará cuantos cheques quiera contra una cuenta sin fondos. Si el violador sabe que su primera conducta delictiva es castigada con la pena decadena perpetua, tendrá un incentivo perverso para matar gratuitamente a su víctima y a los testigos, para de ese modo garantizar la impunidad, por esas nuevas muertes o violaciones, de ser sorprendido, nada pagará, pues el ‘derecho’ a la cadena perpetua, en términos hegelianos, ya se causó con el primer delito.

El delincuente que sabe que su conducta está sancionada con cadena perpetua, que ese es el precio que pagará, tenderá racionalmente a maximizar ese precio mediante la satisfacción de cualquier tipo de intereses o deseos, incluidos los más despreciables, lo que aparejará el obvio sacrificio de nuevas víctimas.

Hegel afirma en su tratado sobre el derecho natural, que únicamente la compensación es racional en la pena, porque: “Una determinidad +A que ha sido puesta por el delito, es completada por la posición de -A, y así son eliminadas ambas; o visto positivamente, con la determinidad +A se vincula para el delincuente la contrapuesta -A, y se pone a ambas por igual, pues el delito puso sólo una”.

La explicación racional de Hegel tiene sentido para un castigo y un delito, pues allí la equivalencia entre lesión y pena se mantiene con sus propias deficiencias, pero si hay cadena perpetua en el sistema, en casos de reincidencia la ecuación hegeliana se rompe, así, el factor –A que es el castigo, seguirá contante, mientras que el otro extremo de la igualdad +A, tomará la forma +A1 +A2 +A3 +A3 +A4 lo que significa una depreciación de los derechos de las víctimas, entre más delitos cometa el reincidente que ya debiera pagar la cadena perpetua por el primero, menos valor tendrán los bienes jurídicos de sus nuevas víctimas.

La cadena perpetua implica el perdón real de cualquier delito anterior, un homicida acusado de masacres y delitos de lesa humanidad, borrará a sus víctimas y penas anteriores si comete un delito sancionable con cadena perpetua. 

Además, la cadena perpetua desataría un comercio de culpabilidades imposible de controlar. Supongamos, parece ya se ha intentado, que Garavito haya sido condenado a cadena perpetua, en la reclusión conoce a otro delincuente también acusado de violación de niños, desde luego que este segundo violador tendría como perspectiva la cadena perpetua para su conducta, dependiendo del curso de la investigación y sus fragilidades.

Si el delincuente apenas bajo investigación, acuerda con Garavito que este se auto incrimine, que confiese ser el violador, que suministre pruebas sólidas, todo en concierto con el verdadero culpable que busca la impunidad, el aparato judicial difícilmente podría desvirtuar la confesión de Garavito a quien le sería indiferente que le atribuyan un nuevo delito, si es que carece de consecuencias reales pues no hay nada más allá de la perpetuidad de la condena.

Hoy, la delincuencia en y desde las cárceles es incontrolable, imaginemos entonces el caso de una organización criminal de condenados a cadena perpetua dirigiendo sus acciones criminales desde y dentro de la prisión y ante la impotencia real del sistema penitenciario para evitarlo y con la garantía total de impunidad.

Lo que debe ser objeto de preocupación es el tipo de sociedad que hemos creado, la etiología de las conductas y la impotencia ante el reto intelectual de modular las expresiones de patología social de un modo distinto a la prisión. Lo demás es aprovecharse sin escrúpulo de la sensibilidad, hacer demagogia punitiva  y agitar el electorado.

Hagamos un referendo para la corrupción y seguramente quedará apócrifo, sin firmas, pues la política partidista, la corrupción y las expectativas de movilidad social son la misma cosa,  y penosamente sustrato de la identidad nacional. 

 

*Conjuez de la Corte Constitucional

 

 

 

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